Parábola del buen banquero revolucionario
Ahí donde lo ven, este hombrecillo de lentes redondos , cabello bien cortado y puño al aire ya había hecho una “revolución” en Colombia, y seguía vivo. Tanto, que en ese momento, 1942, aspiraba a su segundo periodo presidencial, después de cuatro años de “pausa”. Su posible regreso al poder —promocionado entre otras cosas con anuncios en los cines, como este— prometía ser la continuación de la “Revolución en marcha”: su atrevido programa de gobierno, ejecutado entre 1934 y 1938, en medio de una oposición virulenta, y que había constituido el segundo gobierno liberal en línea después de los 44 años continuos de la “Hegemonía Conservadora” iniciada en 1886.
Se llamaba Alfonso López Pumarejo, y desde entonces se disputa el título de “mejor presidente de la historia”, entre historiadores y colombianólogos, rivalizando únicamente con otros liberales como Alberto Lleras Camargo y Carlos Lleras Restrepo.
Su éxito —y la fuente de todas las animadversiones que cosechó— se debe a que impulsó —y hasta cierto punto logró— reformas en casi todos los asuntos que desde siempre han sido motivo de las más violentas disputas en Colombia.
Entre ellos, la tenencia de la tierra, con una reforma agraria que legalizó predios invadidos por campesinos y colonos en varios departamentos. Los impuestos a los más ricos, con una reforma tributaria que tocó sin timidez, y con grandes réditos para las arcas públicas, a empresas como la petrolera Tropical Oil Company. El poder de la Iglesia, con una reforma constitucional que le devolvió al Estado el monopolio de la educación pública. Y la reivindicación de los trabajadores, con una reforma laboral que consagró el “derecho a la huelga” y duplicó así el número de sindicatos. Más que suficiente para haberse convertido en el demonio para los conservadores de aquellos días.
“Entre la cautela y la audacia”, definió él mismo sus reformas, inspiradas también por la obra de otros presidentes que intentaban amortiguar las crecientes desigualdades producidas por la industrialización en el continente. Como Roosevelt en Estados Unidos, con su “New Deal”, o como Lázaro Cárdenas en México, el antiguo general de la Revolución, que impulsaba transformaciones abiertamente socialistas. A su manera, López Pumarejo intentó poner en práctica la idea de que “los derechos de propiedad deben ser limitados por los derechos y obligaciones sociales”.
“El deber del hombre de Estado es efectuar por medios pacíficos y constitucionales todo lo que haría una revolución por medios violentos”, fue una de sus frases más célebres. Y, en efecto, hizo lo que estuvo a su alcance por integrar a “esa vasta clase económica miserable que no lee, que no escribe, que no se viste, que no se calza, que apenas come y que permanece al margen de la vida nacional”, según sus propias palabras.
Su hijo y tocayo, el también presidente Alfonso López Michelsen, lo describiría más tarde como un “burgués progresista”.
Y ahí está lo singular de su figura: que no fue un “hijo del pueblo”, o un hombre hecho a pulso que reivindicó a “los suyos”: era el hijo aventajado de un exportador de café asentado en Honda, que se enriqueció hasta el punto de haber creado su propio banco. Un integrante de la élite nacional que, formado en las ideas económicas en Inglaterra y Estados Unidos, conoció la riqueza desde adentro. Pero que desde su infancia, al borde del río Magdalena, trató con comerciantes, agricultores y campesinos, y se terminaría convirtiendo en una especie de economista cosmopolita con un pie en la provincia.
Su primer periodo de gobierno, en el que se apoyó sobre todo en un equipo de jóvenes liberales progresistas, ha sido llamado “el más transformador de la historia”, por académicos como Álvaro Tirado Mejía. Y otros como Jorge Orlando Melo le reconocen “haber hecho que Colombia se enfrentara por primera vez a sus problemas sociales”.
Pero para terminar el cuento, sí: logró elegirse presidente por segunda vez, para el periodo 1942-1946, aunque ya su vigor reformista se había amilanado. Tanto, que el ala del partido liberal liderada por Jorge Eliécer Gaitán lo acusaba de haber refrenado las reformas sociales en favor de los “oligarcas”. Y sin embargo los conservadores, al son de los rugidos de Laureano Gómez, lo acusaban de “comunista” desde la campaña presidencial y habían anunciado hacer lo que fuera necesario para impedir que llegara al poder.
Y aunque tarde, cumplieron: aprovechando un escándalo financiero que involucró a su hijo Alfonso, y otras varias acusaciones, lograron que por fin algunos mandos militares confabularan contra él. Y en medio de una visita oficial a Pasto lo retuvieron por dos días, intentando un golpe de Estado que no consiguió directamente su objetivo pero que sí agrietó su voluntad.
“Nada que quebrante intereses creados y privilegios sostenidos en cualquier género de actividad deja de provocar la resistencia de los privilegiados o la amarga decepción de los influyentes de ayer”, había escrito años atrás. Y sí que lo pudo comprobar.
Desanimado y azarado, el “banquero revolucionario” terminó renunciando a su mandato a mitad de camino. Pero así salvó su vida —moriría de viejo, a diferencia de Gaitán, al que ni siquiera dejaron acercar a la Casa de Nariño— y de todas maneras dejó una huella que aún sigue intentando alumbrar el largo y culebrero camino de esto que insistimos en llamar Colombia.