Número 133 // Marzo 2023
Periódico El Mundo, 9 de julio de 1992.

La lucha con clases

Por SIMÓN MURILLO MELO

1.

Gandhi nunca volvió al Marco. Se graduó, y adiós. Él es de Buenos Aires, de mamá viuda, de muchos hermanos. Todos los hijos, menos uno, fueron al Marco. Y todos los hijos, menos uno, fueron a la universidad. Gandhi es narizón, moreno, y en la época tenía el pelo largo y encrespado en la nuca. El colegio le dio mucho, aparte del cartón. Aprendió cómo organizar gente, cómo echar discursos, cómo armar tropel, cómo irse del tropel después de prenderlo; un profesor lo cogió después de los primeros petardos: Ve, Gandhi, es que los líderes no tienen por qué quedarse en el zafarrancho. Usted es un catalizador, usted prende y se va. En fin, aprendió, y se fue.

El Marco lo fundaron en el 53 y los primeros muchachos llegaron en el 54, con un cura rector que duró dos años en el cargo antes de que Moisés Melo, educador de muchos, lo sucediera. Los padres de familia, pequeñoburgueses de pueblo, donaron una estatua de Marco Fidel Suárez pelando pecho y en toga griega. Lo instalaron en el primer patio del colegio, rectángulo de pasillos iluminados y sembraron vida alrededor.

Gandhi entró al Marco en el 81. Cuando viajaba con el uniforme en el bus del barrio sonreía orgulloso. Era la clara competencia del Liceo Antioqueño: la élite de lo público, todos los profesores con título universitario, lo mejor de lo mejor de las escuelas barriales, de pelados de La Floresta, Fátima, el Estadio y Villa Hermosa, pero también de Castilla, Pedregal, La Toma y Trinidad. Una vez, alguien invitó a Gandhi y a otros a su casa monte arriba, mucho más arriba de Enciso Los Mangos. Nunca antes habían visto tanta miseria.

Los años hicieron al Marco un colegio de recitales de poesía, torneos de básquetbol, sindicalistas echando cuento, profesores y estudiantes en la lucha. Gandhi quiso a Ochoa, profesor pequeño y sindicalista. Con el Pascual Bravo y el Liceo los llamaron El triángulo de las Bermudas: signo de misterio y zozobra. El tropel era regular: un juego, un ritual. Barricadas en la 70, pedradas, consignas, Camilo, Mao, el Che. Los del San Ignacio, si estaban a buena distancia de las piedras, se burlaban de la revolución.

El nuevo rector, Silvestre Guerra, eliminó las horas extras de profesores y empezó a cerrar las puertas del colegio en los descansos. Los estudiantes se organizaron en el Consejo Estudiantil, un ente extrainstitucional, apenas tolerado, pero más fuerte que el simbolismo usual del gobierno escolar. A veces la tomba cascaba a los estudiantes, y a veces la tomba entraba al colegio a extender la cascada. Eran los años del Estatuto de Seguridad, es decir, tanto policías como militares podían hacer, todavía más, lo que les diera la gana. A estudiantes les allanaban la casa, a profesores los trasladaban, estudiantes protestaban contra el estatuto, les allanaban la casa, y vuelve a empezar. Parece que Guerra estaba presionado por sus vecinos de la Cuarta Brigada, prefectos de disciplina a la fuerza.

En el 82, Gandhi estaba perdiendo el año. Era uno caliente, el último de Turbay en el poder. En marzo, el ELN mató a Diego Roldán, profesor de biología del Liceo Antioqueño. En los descansos, Gandhi salía del colegio, sin rejas, sin vigilantes, sin cámaras, y le daba la vuelta a la unidad deportiva con la barra. Un 2 o 3 de septiembre, desde La Iguaná se levantó una polvareda, que fue creciendo y creciendo y creciendo. Eran los del Liceo, bajando de Robledo en combate con la policía. El Marco, por supuesto, no podía huir del llamado a la batalla. Los muchachos armaron posiciones, tomaron el techo y arrancaron. Desde el patio central, paralelo a la 70, lluvia de piedras de adentro hacia afuera y de afuera hacia adentro. Varios se escondieron en los salones. La tomba gaseó. Y la tomba entró al colegio con toda: al que cogían lo acababan a pata y bolillo. Cuando la cosa más o menos se calmó, Guerra dio la orden de que todo el mundo tenía que salir. Por la puerta de la 70 marcharon los estudiantes en un caminito de honor, flanqueados a lado y lado por policías. Guerra estaba enfilado también. Le tocaba el hombro al que veía calavera; la tomba montaba a esos al camión y se los llevaba a quién sabe dónde.

Periódico El Mundo, 6 de octubre de 1982.

Casi un mes después, Guerra estaba en la oficina de Pagaduría. Tres encapuchados entraron y lo cogieron a bala. Quedó escurrido en la silla, con las gafas en una mano. Mataron a Silvestre, mataron a Silvestre, gritaron. Parece que fue el ELN. No hubo funerales en el colegio, ni condolencias del Consejo Estudiantil. Hasta el 83 se acabaron los descansos en el Marco. Gandhi perdió el año.

Gandhi pasó a la jornada de la tarde y fue metiéndose más y más en la lucha. Querían policías acostados en la 70, un colegio democrático, bien equipado, y la revolución en Colombia. Había estudiantes en el ELN, otros en la Juco, otros en el eme, otros con los mágicos. Los rectores entraban y salían. Cada año, los burgueses se iban a colegios privados. Gandhi se matriculó en el Instituto Colombo Soviético para aprender ruso: quería estudiar economía en la Patrice Lumumba de Moscú. 

En hojitas de bloc anotaban las consignas e iban por cada salón tocando puertas, ¡Compañero!, ¡únete al mitin! Los que echaban discursos y leían teoría atrás; los que no se mamaban una reunión tiraban petardos. Desfilaban en el techo, se veían bien, quemaban banderas de Estados Unidos. Una vez, intentaron quemar unos buses, pero no fueron capaces. Gandhi solo subió una vez: le tenía miedo a las alturas. En décimo, en clase de Teresa, la Vaquera, profesora de matemáticas, casi todo el mundo iba a perder un examen: nadie sabía nada. Y si el examen no se hacía, casi todo el mundo se salvaba. Entonces Gandhi se paró y lo suspendió por la revolución.

Gandhi fue la cabeza del Consejo Estudiantil en 1987, su último año en el Marco. El Frente Estudiantil Revolucionario apareció en el colegio, un grupito que se hacía pasar, sin franquicia, como una sucursal local de Sendero Luminoso. Con el glásnot, la Patrice Lumumba dejó de recibir tantos estudiantes. El Instituto Colombo Soviético lo tumbaron para construir la vía que sube de la Oriental a Manrique. Gandhi hizo las paces con Teresa, la Vaquera, y se graduó con el octavo rector en siete años. Gandhi terminó en la de Antioquia, en Derecho.

A Carlos Fernando Ríos, amigo de Gandhi, lo desaparecieron poco después de graduarse. Al profe Ochoa lo asesinaron. A muchos de la promoción del 87 los mataron rápido. Gandhi sobrevivió. Después de años de activismo se dedicó al litigio privado y, luego, a la burocracia pública. Tuvo una hija y no la dejó meter en tanta güevonada. 

2.

El Flaco, Costal de huesos, Muñeco, llegó al Marco en el 95. Tenía 11 años, era gigante y cargaba a todas partes un morral de Bart Simpson. No pasó al Fray Rafael de la Serna: le hicieron test sicológico y salió que tenía problemas mentales. Su mamá lo llevó arrastrado a Secretaría de educación, en Palacé con Los Huesos, buscando colegio público. Le dijeron a él y a su mamá que solo había cupo en el Marco. El Flaco se puso a llorar: yo no voy a estudiar allá.

Los primeros meses los pasó muerto de miedo. Por ahí, frente a los baños, donde se decía mataron a alguien a puñaladas, parchaban los punkeros, y a gomelo que veían cerca, le pasaban la rasuradora. Pasillo de neas, pasillo de metaleros. En la cafetería con techo de asbesto, contigua al San Ignacio, repartían el Bongo, que recibió el mismo nombre de la ración de Bellavista. Nadie se lo comía. Era para la guerra de comida. Si un duro, como le pasó al Flaco varias veces, creía que vos fuiste el que lo agarró a bongazos, entonces te ibas de pocetiada. La masa empezaba a gritar: ¡POCETA, POCETA, POCETA! y el Flaco terminaba en brazos de gente, camino a un chapuzón en la poceta; o si estaba verdaderamente de malas, a la fuente de la unidad deportiva, pasando la 70.

Periódico El Mundo, 6 de octubre de 1982.

El número de estudiantes matriculados llevaba varios años cuesta abajo. Los profesores evitaban andar solos por los pasillos. A los porteros les quitaban las llaves antes del tropel y los encerraban. Cualquiera te podía encañonar, sin importar la posición. Orgullosos, los muchachos hacían cuentas en el patio, yo llevo tres, yo llevo cuatro, yo llevo cinco muertos. Un rector le puso rejas al Marco y pintó un mural patrocinado por la Fábrica de Licores de Antioquia con varios deportistas: por ahí estaba el Pibe, sonriente.

El Marco tenía para entonces tres jornadas: día, tarde, y noche. La del día era la más cruenta. En el año 93, viernes hacia las siete de la mañana, un grupo de muchachos, con la camiseta del colegio amarrada como capucha, incendiaron un bus de Laureles. Parece que tenían ametralladora y arma corta. Adentro, como siempre, saquearon la cafetería. Los muchachos gritaban: ¡No al servicio militar obligatorio! ¡No queremos ser asesinos del pueblo! A Hamilton Chica, de quince años, guía de patrulla de los scouts de la Iglesia Santo Tomás de Robledo, centinela en el techo, le metieron un tiro en la cabeza. Lo llevaron a la Policlínica y murió poco después. Trece estudiantes del Marco fueron arrastrados a los calabozos. En respuesta a la muerte de su compañero, el Consejo Estudiantil se tomó el colegio por diez días.

Confusos hechos, reportó la prensa. A Hamilton lo mató un policía. La secretaria de educación departamental, Beatriz Restrepo, negó la oficialidad del arma. La diputada de la Unión Patriótica, Beatriz Gómez, afirmó la oficialidad. Gómez salió del país años después, una de las sobrevivientes de la UP.

El año siguiente, el 16 de noviembre de 1994, dos encapuchados entraron a la clase de Teresa, la Vaquera. Por exigente, por brava, por unas anotaciones de disciplina a alumnos del Consejo Estudiantil. No sé. Estaban en exámenes finales de álgebra: la abstracción de lo concreto. Solo se les veían los ojos a los gatilleros. Uno tenía un fierro, grande. Empezaron a golpear a la Vaquera, que gritó. Los otros alumnos estaban paralizados. Al del arma se le escapó un tiro, terminó en la cabeza de Hernán de Jesús Arboleda. Como en el caso de Hamilton Chica, apenas conozco vaguedades de sus vidas. Ambos estaban en octavo, aunque Hernán era un año menor: tenía catorce. Lo cargaron a la portería, todavía con vida, lo montaron a un Renault 4 que pasaba por ahí. Murió en la Policlínica. Marina, mamá de Hernán, declaró a la prensa que su hijo era lo único que le quedaba en la vida después de la muerte de su esposo en un atraco dos años atrás.

Pero volvamos al Flaco. El nuevo miedo se convirtió en el miedo usual. Hizo amigos en un retiro estudiantil, hablando de drogas. Casi todos de La Iguaná: como Dayron, que tenía como 16 y estaba en sexto; John Freddy, que en clase contó su primer descuartizamiento; Yhorman, un caballero, hermano del cacique del patio quinto de Bellavista; Víctor, de la Cruz Roja, ese perímetro letal entre Castilla y Kennedy. Iban al Éxito de Colombia a robar después de clases, o a jugar King of Fighters en las maquinitas del Obelisco. En el 068 de Manrique conoció a Dustin Garrin Camargo, un mono elegante que engallaba las camisetas del Marco con parches de Bugs Bunny, el Demonio de Tasmania y Marvin el Marciano. Vendía chorizos y picadas en el parque de Aranjuez. En el Marco los sicarios tenían armas, los elenos tenían armas, y el Flaco tenía armas. Lo volvieron carrito; llevaba los fierros de los más fuertes de un lado a otro, a necesidad de lo que correspondiera. Guardaba armas 38 y, una vez, una mágnum: el abismo del cañón como un sol negro.

El Flaco se metió al Consejo Estudiantil para capar clase y para estar a salvo. Ahí en el Consejo vio a Gustavo Marulanda por primera vez. Egresado del Marco en el 92, de Santo Domingo, arriba en la montaña, orador de la estirpe de Suárez, estudiante de Filosofía, asistente de Jesús María Valle, líder supremo de los pueriles revolucionarios suaristas. Gustavo se graduó en el 92, de 25 años, de la nocturna del Marco. Como cabeza del Consejo Estudiantil, la policía lo agarró después de un tropel. Lo devolvieron al otro día lleno de golpes. En el 94, ya graduado, pero parte integral de la vida del Marco, cuatro hombres enfierrados vestidos de civil fueron por él a las oficinas del Consejo. Estaban acompañados de un estudiante de décimo. Dijeron que se lo iban a llevar. Él dijo que lo tenían que matar ahí mismo. Sonó el timbre y el Consejo se llenó de niños, que lo salvaron. Gustavo creyó que los sicarios eran de la Sijín. Parece que otro estudiante, no sé quién y por quién, fue asesinado por entregar a Gustavo a los organismos de seguridad. Un comunicado posterior señala a varios miembros del Consejo Estudiantil, que saben quiénes son, dónde andan, quiénes son las novias y amistades, etc. Terminaba con la letanía: MUERTE – MUERTE- MUERTE-MUERTE.

Cuando llegaba la tomba a esculcar, todo el mundo sabía cómo era la vuelta. Dos veces, jugando, le pusieron al Flaco una pistola en la cabeza. En la entrada del colegio había una cartelera con los nombres de los últimos muertos. En julio del 95, Diego Alejandro Sánchez, de 14 años, se escapó de clase de matemáticas con otro estudiante. Tenían un 38 largo con cacha antihuellas, de los que el Flaco manejaba con el peso del vacío. Por una razón ya perdida, el otro muchacho le metió dos tiros a Diego, uno en el tórax y otro en la cabeza. Diego estaba en sexto y era el mejor en matemáticas de su curso. Quería ser cantante.

Periódico El Colombiano, 22 de mayo de 1999.

3.

Vanessa llegó al Marco en el 96, con las primeras mujeres. Era una adolescente triste e inteligente que venía del Vicarial Jesús Maestro de Manrique, un colegio privado del que salió cuando sus papás no pudieron seguir pagando la mensualidad. El Marco tenía, todavía, cierto prestigio. Y su papá la podía llevar en el taxi fácilmente. Le impresionó el mural del Che Guevara en el patio de asfalto y su subtítulo: solo muere quien renuncia a sus sueños.

Le gustaron las alusiones, reptantes en todas partes, al libre pensamiento, a la lucha, a la vida. Le gustó que ya no la obligaban a ir a misa cada ocho días. En clase los estudiantes armaron un camino de pólvora de la puerta del salón al escritorio del profesor y lo prendieron. Entró a la campaña electoral del Consejo Estudiantil, buscando debate y pelea: se hizo muy amiga de Gustavo. Le robaron la cartuchera LeSportsac, con la tarjeta de identidad dentro. Los documentos los encontró en el inodoro.

Al hermano de Vanessa, Rodrigo, lo mataron en el 94. Estaba estudiando en la Normal. Quería ser profesor de literatura y su esposa estaba embarazada. En su habitación colgaba una bandera del Che. Tenía 19 años. Ella encontró en el Marco y sus luchas una forma de honrarlo.

El Flaco seguía en las mismas. Su hermano entró también al colegio. El 068 los dejaba con Dustin en el Sena y desde ahí caminaban. Una vez braveó a un grupo de manes que iban por el puente. El grupo salió corriendo detrás de ellos y los cogieron arriba del puente. Dustin le reclamó: ¿Vos por qué tenés que revirarle a la gente? En unos días ya se estaban riendo. Cada tanto había tropel. La profe Lucila dio la orden: un estudiante en el techo y se cancela la jornada. Los punkeros aprovechaban y, en medio de gases y piedras, pogueaban en el techo.

Como la mamá de Dustin vivía en otra cosa, la del Flaco le reclamaba las notas. Cuando Dustin estaba en la olla, y al Flaco le habían quitado la plata, hacían causa común. Aprendió a nombrar el colegio: Marihuana Fresca y Suave, Maricas, Feos y Sapos, el Marco Piedras. Lucila Santamaría lo veía mucho en rectoría. Él parecía estar en el Consejo Estudiantil, pero no; parecía estar en el tropel, pero no; se juntaba con los malos, pero no del todo.

En educación física le daban la vuelta trotando al San Ignacio, un colegio cinco o seis veces más grande que el Marco. Si distinguían a un ignaciano tras la reja aprovechaban para hacer política: ¡Hijueputas niños ricos! Orinaban en una bolsa y la lanzaban a la perfumada cancha de fútbol de los ignacianos. Si los veían por fuera, lejos de rejas y camionetas, los ponían a perder. Dustin le dijo muchas veces al Flaco que quería escapar de Aranjuez, que ya no aguantaba más. En clase organizaban concurso de cicatrices: el que más tenía ganaba: estas dos de una puñalada, esta de la moto, esta de un balazo por mi casa, esta de cuando era chiquito, esta montando bicicleta. Pintaban las suelas de rojo y con los zapatos hacían un camino de huellas en la pared. Dustin dibujaba buses de Aranjuez, y el Flaco, de Manrique, luego intercambiaban.

Lucila inventó clases de teatro, ajedrez, marquetería, baloncesto, video y pintura; montaron a Enrique Buenaventura en el teatro, y el Flaco tocó ahí mismo con su banda un cover de Nirvana. Aparecieron emisora y museo. Cada tanto profesores y administradores le pasaban información a la policía. Gustavo, Vanessa, y el resto del grupo fuerte del Consejo Estudiantil intentaron montar una coordinadora estudiantil con los otros colegios revolucionarios de la ciudad, articulada con la Nacional y la de Antioquia. Gustavo dijo que si algo le pasaba a Jesús María Valle, a él lo tenían que matar. Alguien del Consejo le dijo a Vanessa que él había quebrado a Hernán de Jesús y una tía la intentó meter a una iglesia presbiteriana. Con Gustavo tuvo una discusión metafísica. Él ofreció una explicación materialista: la cosa es, hasta que no es.

En noviembre del 97, Valle y Gustavo organizaron las Jornadas estudiantiles por la vida y la libertad en la Universidad de Antioquia. Denunciaron masacres y despojo, acusaron a los paramilitares y a Álvaro Uribe de estar detrás. Y en febrero del 98, último año de Vanessa en el Marco, dos hombres y una mujer amarraron a Valle y a su hermana de pies y manos en su oficina del edificio Colón, junto a una esquina que daba a la ventana. Tranquila, Nelly, que ya estamos aquí, dijo Valle. Y lo mataron.

Periódico El Colombiano, 31 de julio de 1993.

El Consejo Estudiantil organizó la obra de teatro La silla, un monólogo. Al final, el actor se pone de pie, riega la silla de gasolina, y la prende en fuego. Junto a Gustavo y otro estudiante, Vanessa desmontaba la obra. Un hombre apareció. Q’hubo, dijo, Gustavo levantó la cabeza. Con cada tiro, Vanessa dio un paso hacia atrás. Uno, y uno, y uno, y uno, y uno. El tirador escapó por la puerta principal. Llegaron más estudiantes, levantaron a Gustavo entre todos y lo montaron a un taxi. El Flaco no estaba en la oficina del Consejo, pero vio salir primero al tirador, luego a Gustavo y compañía.

Sobrevivió: cuatro tiros en los brazos, y uno en la ingle que quedó como en un bolsillo. A los tres días ya estaba de pie. A Vanessa la interrogaron agentes de la policía en rectoría, en frente de Lucila. ¿Usted con quién está? ¿Usted va a la Universidad de Antioquia? ¿Marulanda es eleno? ¿Carga armas? En privado, un estudiante del Consejo Estudiantil pidió asesinar a Lucila. Vanessa le dijo que por nada del mundo: se acordó del niño que a veces la ayudaba en su oficina.

El 12 de noviembre, un comunicado firmado por el Movimiento Restaurador Estudiantil circuló por el colegio dirigido A LA OPINIÓN PÚBLICA. Acusaban al Consejo Estudiantil de acciones terroristas como encapucharse, tirar petardos, dañar enseres, amenazar profesores y directivas, y organizar eventos. Termina con: “FUERA GUSTAVO MARULANDA DEL MARCO FIDEL! NO TE QUEREMOS ASESINO! FUERA CAMILO! FUERA VANESSA! FUERA TODOS LOS MIEMBROS DEL CONSEJO ESTUDIANTIL! FUERA LA ANARQUÍA!”.

Vanessa se graduó con las primeras mujeres. No pasó a la universidad. Se alejó de la causa estudiantil: tenía que estudiar para volver a presentar el examen de admisión. En el Marco los tropeles crecieron con la guerra: contra el servicio militar, alerta, alerta, alerta que camina, ¡no queremos ser asesinos del pueblo! En el Consejo le dijeron a Gustavo que tenía que irse, que lo iban a matar. El 4 de mayo del 99, un escuadrón muy parecido al que acabó con Valle interrumpió una reunión de la Facultad de Ciencias Sociales. Se llevaron a Hernán Henao, brillante intelectual, y lo asesinaron. Los que lo señalaron para morir fueron casi seguramente profesores y directivos de la Universidad.

El Flaco estaba perdiendo diez materias y encima iba tarde. Era viernes 21 de mayo. Subía por Suramericana con su hermano cuando escuchó el clarísimo sonido de un tropel inmenso. Los capuchos lo reconocieron en la entrada. Habían sellado las puertas: nadie entraba ni salía sin permiso. Dejen entrar al Flaco, dijo una voz. Flaco, póngase la capucha, dijo otra, pero él esperó.

La pedrea creció en intensidad. La policía disparó gases lacrimógenos, muchos, muchísimos. Cientos de latas: en la estatua de Marco Fidel y su jardín, en las canchas de básquetbol, en los salones, en los techos. Los estudiantes saquearon la cafetería buscando lácteos. En uno de los pasillos que rodean la cancha, el Flaco vio a Dustin en el piso. Intentó pararlo y no pudo. Le trajo una bolsa de leche. Lo levantó de los hombros. Cuando pudo hablar, miró al Flaco, y le dijo que todo esto era una mierda. El Flaco se encapuchó: fue la primera vez. Se encaramó al techo, y respondió hasta que aguantó.

En el primer piso, los estudiantes treparon al techo de la cafetería para escapar al San Ignacio. Fueron tantos que el techo colapsó, con decenas arriba, y decenas abajo. Entre las explosiones, los gritos. Cualquier pretensión de solidaridad se desmoronó: cada uno intentó sobrevivir. El Flaco pensó que estaba en el infierno. Los que todavía estaban de pelea se abalanzaron contra la reja de la 70 y la hicieron colapsar. En medialuna, la policía esperaba. Un muchacho alcanzó a huir hasta la fuente, ahí lo alcanzaron y ahí mismo lo molieron a golpes hasta que la ley se dio cuenta de las cámaras de Teleantioquia: lo tuvieron que soltar. El muchacho corrió hasta donde Lucila que estaba parada en una esquina. La abrazó, llorando, Lucila, no deje que me peguen.

El Flaco recibió el primer golpe de bota platinera en su vida; se salvó. Desesperado, buscó a su hermano entre los heridos: lo vio bien, cagado de la risa, con un croissant y una bolsa de Tampico. Sobrevivió en el mejor escondite de todos: la panadería. El Flaco se llenó de ira.

La profesora de sociales lo vio encapucharse. Milagrosamente, nadie murió. El lunes, de regreso a clases, todo el colegio estaba enfilado en el patio de los combates pasados para el saludo semanal de Lucila. Sentado en una silla de plástico, el Flaco vio cómo otros encapuchados, está vez con brazalete de las AUC y armas largas, le agarraron el micrófono a la rectora. Leyeron un comunicado corto firmado por Carlos Castaño sobre los acontecimientos del viernes. Anunciaban el fin de la subversión en el Marco, la toma de las AUC del colegio, y remataba con un listado de estudiantes convertidos en objetivos militares. Los muchachos caían pálidos. Todo el mundo los miraba: acaban de matar a estos manes. El nombre del Flaco no salió, pero la lista de amenazados terminaba con un entre otros. Alguien se le acercó, Flaco, usted está ahí, usted sabe que la cagó.

Meses después, Vanessa pasó a la Nacional; Gustavo la regañó: te necesitamos es en la de Antioquia. Pero Gustavo no duró mucho más. En la Avenida del Ferrocarril, sábado 7 de agosto, lo alcanzaron por fin. Un grupo con el nombre de Autodefensas Universidad de Antioquia se adjudicó el asesinato.

En el 2000, la sede del Consejo Estudiantil volvió a ser un salón normal. El Flaco terminó estudiando en el República de El Salvador. La rectora de allá le dijo que borrón y cuenta nueva. El lunes 17 de julio, día de regreso de vacaciones, a Dustin lo mataron por cruzar una frontera en el barrio del que siempre quiso escapar. La mamá le dijo al Flaco que cogiera lo que quisiera: se llevó las camisetas, con los parches de los Looney Tunes.

Varios del movimiento en la de Antioquia y en el Marco salieron exiliados. Vanessa permaneció y terminó de profesora y siguió peleando. El Flaco se hizo dibujante y documentalista. El último tropel del Marco fue en el 2008, muy lejos ya. El colegio ahora es tranquilo y agrietado. La infraestructura está colapsando. Negros ibis, otros desplazados por la pérdida de su hogar, suspiran encima de nísperos raquíticos. Los murales del patio central desaparecieron.

El Flaco se tropezó con un profesor en el metro: Ve, yo pensé que a vos te habían matado, le dijo. Pero no. Otro día, el Flaco iba por el Estadio y le pusieron un cuchillo oxidado en la garganta. Bajate ese morral, hijueputa: era Víctor, del combo de los pillos. Se reconocieron y pidieron perdón. Víctor dijo que acababa de salir de Bellavista. Nunca volvieron a verse. Muchos años después de la muerte de Dustin, cuando yo estudiaba en el San Ignacio, el Marco solo era el silbido de las clases de violín tras la reja; jugábamos a tirarles piedras, las mismas de siempre: nunca respondían.

Fotografía de Juan Fernando Ospina. Marzo de 2023.