Señorita Maradona

Por JUAN CARLOS ORREGO
Ilustración de Puño

Hace más de un siglo, los antropólogos demostraron con solvencia que la relación con el tío materno es determinante en la vida de los hombres. Yo soy, en buena parte, una prueba ambulante de esa tesis: los hermanos de mi madre me hicieron hincha del Medellín, muy a pesar de que mi padre —mi difunto padre— estaba afiliado al partido verde. De hecho, por algún tiempo, el influjo avuncular —tal es el adjetivo especializado— se manifestó por partida doble: también por obra de esos tíos, mis hermanos y yo fuimos brasileños en España 82. Kiko —el hermano menor de mi madre— profesaba una pasión enfermiza por la verde-amarela, a tal punto que, cuando describía los regates y saltos de Pelé en México 70, agregaba jugadores gambeteados y centímetros de elevación con una creatividad propia del Realismo Mágico. A pesar de todo, lo entiendo: vivió ese mundial con la candidez ilusionada de los siete años.

Yo tenía ocho años cuando se jugó el mundial español, el cual fue, propiamente, mi primer mundial (de Argentina 78 guardo una sola imagen: un jugador holandés, con el pelo claro y largo sobre la cara, corre por la pantalla de un televisor a blanco y negro). Algunos partidos, como el 4-1 de Brasil contra Escocia, los vi en Bello junto a los tíos, y más que partidos fueron algo así como ceremonias, con inclusión de los gritos histéricos que acompañaron los goles. Pero otros encuentros los vi en Belén, en mi casa, junto a mis dos hermanos. Recuerdo particularmente el juego disputado en Barcelona el 2 de julio, en el que la Canarinha derrotó 3-1 a Argentina. Celebramos como un gol la expulsión de Maradona, a quien Kiko nos había enseñado a odiar no sé con qué argumentos, porque, por entonces, no se había escrito la primera página de la vida tras bambalinas del astro. Por esas licencias de la memoria, tan dada a hacer separaciones y fusiones absurdas, recuerdo estar viendo ese partido mientras abro un ejemplar de El Colombiano del día siguiente. En la portada de alguno de los cuadernillos —supongo que la sección deportiva— se ve una foto del Pelusa, visiblemente contrariado, y un titular en letras medianas: “Un Rey expulsado”. Quizá nada sea real, no sé; pero sí es cierto —como que Italia eliminó a Brasil pocos días después— que sentíamos una aversión profunda por Maradona.

Las cosas cambiaron a medida que fui creciendo. Las imágenes de Diego con la camiseta azul del Nápoles y, quizá, su paso por el Campín en 1985 —hay una foto memorable de los preliminares de ese partido eliminatorio, con Maradona abrazando a Willington Ortiz— me lo mostraron como una figura carismática. Acaso fue eso, o acaso fue que, cuando rodó el balón en México 86, yo tenía doce años y me sentía dueño de tomar ciertas decisiones. O, simplemente, estaba intoxicado con la monserga brasileña y pelefílica de Kiko —quien ese año estaba obsesionado con Josimar Pereira— y necesitaba, a como diera lugar, oponerme. Ya fuera por una cosa o por la otra, lo cierto fue que celebré el gol de Maradona en el empate contra Italia, y desde entonces hice fuerza por la albiceleste en los partidos que siguieron, al tiempo que descubría que los triunfos de Brasil me amargaban. Kiko no advirtió lo segundo, pero sí lo primero, y solía detener con silenciosos gestos de burla mis apologías del pibe de Villa Fiorito.

Cuando terminó el famoso partido del 22 de junio —el 2-1 de Argentina sobre Inglaterra— no pensé en otra cosa que en enfrentar a Kiko y enrostrarle el segundo gol del Pelusa, por más que me preocupara la flagrante ilegitimidad del primer tanto, el que, sabía muy bien, mi tío objetaría (podía jurar que lo haría con delectación, como quien pela una manzana). Un par de días más tarde, Kiko apareció en mi casa, pues era el recadero oficial de mi madre. No había cruzado el umbral cuando le pregunté:

—¿Viste el golazo?

—¿Cuál golazo? —preguntó, ya amoscado.

—El segundo de Maradona contra Inglaterra.

Hizo su típico mohín de burla y acabó de entrar, y apenas llegó el comedor se giró —mi hermano y yo lo seguíamos como falderillos— mientras sacaba, del bolsillo de la camisa, la cajetilla de Derby que no lo desamparaba. Entonces, con un cigarrillo apagado y cogido con la pinza de dos dedos, se contoneó de manera ridícula mientras decía:

—¿Cuál golazo?… “Pase, señorita Maradona”.

Hoy, cuando casi han corrido 35 años desde aquel día, mi tío se mantiene firme en su tesis de que los ingleses aflojaron la marca con descaro, de tal manera que cualquiera —como no fuera que lo agobiara algún tipo de disfuncionalidad motriz— hubiera hecho ese mismo gol, e incluso de mejor factura. Sucedió incluso que, a partir de 1987, empezó a decir que se había tratado realmente de un autogol, y no le temblaba la voz cuando declaraba que el último zaguero inglés había empujado la pelota contra el arco de Shilton, medio segundo antes de que el guayo de Maradona llegara para el último toque.

Sentí como propia, al siguiente domingo, la vuelta olímpica de Argentina, y tanto fue el entusiasmo que todavía quedaban algunas brasas en 1990. No era poca cosa, habida cuenta de que, por entonces, ya se había puesto en marcha el exitoso “ciclo Maturana”, lo que hacía innecesario robar las naranjas del patio vecino. Aunque es verdad que celebré el triunfo de Camerún sobre Argentina en el partido inaugural —supongo que un primer llamado de la musa antropológica se dejó sentir en la forma de una simpatía africana—, muy pronto acabé prendado del mismo equipo rotoso y abnegado, iluminado por la luz de un solo astro, que había visto jugar cuatro años atrás. El dramatismo de las clasificaciones a penaltis sedujo mi corazón literario; pero, sobre todo, ocurrió que el triunfo gaucho contra Brasil, por obra de un pase mágico de Maradona a Caniggia, avivó el furor experimentado en México 86. Solo lamenté no poder mortificar a Kiko con la derrota de su selección adoptiva, pues mi tío se había casado seis meses atrás y no solíamos verlo con frecuencia, parca rutina que hasta hoy se mantiene vigente. Pero alguien, en todo caso, hizo sus veces: ese año, mi madre le había arrendado el cuarto trastero a un don Juan de vereda que no sé a qué negocio se dedicaba. Media hora después de concluido el partido, llegó arrastrando su moto como a un caballo resabiado, deshecho en maldiciones. Apenas contestó al saludo de mi madre con dos frases tan hoscas como pueblerinas:

—Doña Gloria, perdió Brasil. Qué rabia con ese gordo.

Sobra decir quién era el gordo. En ese momento, Maradona ya se destacaba por formas y datos no muy afines con los que —imagina uno— deben llenar la vida de un deportista disciplinado. Mi hermana lo detestaba, o para decirlo con exactitud, seguía detestándolo, porque jamás se había curado del rencor transmitido por Kiko, y cada vez que veía aparecer al ídolo en la pantalla se dejaba ir con algo como “Marradona” o “esa marrana”, del todo ganada por ese odio irracional que puso a tanta gente contra el 10 (un odio similar al que ciertos antioqueños obtusos creen necesario albergar contra las personas y cosas bogotanas). Mi hermano, aunque no participaba en esa ojeriza popular, eligió hinchar por Alemania el día de la final. Yo fui el único que en casa, ese día, se vistió de azul y blanco, y aunque no lloré con Maradona tras la derrota, sí estuve amargado por un rato, algo que, por supuesto, mi hermana me echó en cara. Pero precisamente porque mantuve los ojos secos vi con claridad el penalti que, promediando el segundo tiempo, le hicieron a Gabriel Calderón; un penalti tan grande como el Estadio Olímpico de Roma y que Edgardo Codesal, el árbitro uruguayo, no quiso pitar. El Pelusa lo habría cobrado, rasante e imposible, y esa hubiera sido otra de sus páginas de gloria.

Después de haber sido testigo televisivo del 5-0 de Colombia en Buenos Aires, y ya del todo habituado a la fe solidaria y proletaria de la Universidad de Antioquia, me era imposible aferrarme a la pasión maradoniana en el mundial del 94. El corazón apenas latía por Colombia y las selecciones hambrientas. Cuando Diego convirtió el gol contra Grecia y corrió a celebrarlo frente a una cámara lateral, lo único que vi fue a un futbolista envejecido. Antes que al gladiador o —si se quiere— al Robin Hood de 1986, me pareció estar viendo una versión retocada de don Publio Trujillo, el magistrado jubilado que era nuestro vecino hacia el este. En los años que siguieron, Maradona fue disolviéndose en el álbum de la farándula: primero apareció como jugador con una raya de pelo teñido, como una mofeta nauseabunda; luego lo vi como director técnico, lanzándose a un charco al término de un partido que Argentina le ganó a Perú de manera milagrosa, y más acá empezó a ser el protagonista de mil memes y de muchos videos censurables —en uno de ellos, sin ropa—. En una misma nube se revuelcan Al Capone, Diomedes Díaz y el 10. Me arrastró, en parte, la ola vulgar del antimaradonismo, y todo porque ya no sentía, junto al oído, la injusta y estimulante ojeriza de Kiko contra el Pelusa. En dos décadas y media, muy rara vez asomaron caras amables de Maradona, como cuando —por ejemplo— apareció frente a un micrófono denunciando la rapacidad de la Fifa, o cuando posó, tabaco en mano, junto a Fidel. Pero no fue mucho más que eso.

Cuando murió el astro, el pasado 25 de noviembre, media Latinoamérica se quejó por haber perdido a su ídolo. A mí me sucedió todo lo contrario: vine a recuperarlo. Con la noticia, se animaron en mi cabeza los recuerdos entrañables de México 86. En los días corridos desde el fallecimiento, estoy aferrado particularmente a este, sin que pueda explicar por qué: mi hermano y yo estamos tirados en el corredor del segundo piso de nuestra casa, frente al televisor Beltek. Comemos donas y vemos a Argentina derrotar a Bélgica, en plena semifinal. El segundo gol es una obra maestra olvidada: Maradona se cuela en diagonal por entre cuatro zagueros y entra al área, y a la salida de Pfaff —realmente, apenas viene a medio camino—, la cruza imposible al segundo palo, mientras hace un giro y sale a los trompicones hacia el otro lado, para empezar la celebración. No importa nada más: es un momento real de mi vida y soy feliz.