Número 133 // Marzo 2023

Una vida a los trancazos

Por JASON COFFIE
Ilustración de Titania

Si la vida fuera una película o un comercial gracioso, cuyas escenas uno pudiera repetir de vez en cuando, pausadamente, acelerando y desacelerando cada detalle, Zamira Rosales volvería a aquel episodio de hace un par de años, cuando voló por los aires como un trapo que se avienta y fue a caer, por gracia de Dios, sobre una jardinera repleta de flores pequeñitas, cuscas de cigarrillo y cacas de perro. Una amiga de toda la vida, tocaya pero con S de Samira, le preguntó hace unos meses sobre ese asunto: “Zami, y qué pensaste mientras ibas por el aire”. La señora, que ya tiene 58 años de edad, aunque aparenta muchos menos por su devoción por el ejercicio y la comida saludable, le respondió con seriedad: “Sama, esa pregunta me parecería de lo más tonta, pero la verdad es que sí pensé, y lo que pensé sigue muy fijo en mi memoria. Mientras iba por el aire me dije: jueputa, se me va a romper la sudadera”.

A dos años de ese accidente, Zamira sigue divagando en ese pensamiento y cuenta la anécdota con mucha gracia, como si estuviera parada ante el público de Sábados Felices.

“Es que no lo puedo creer. Pensé que se me iba a romper la sudadera y que iba a quedar con el culo al aire”, dice a carcajadas, aunque sus familiares y amigos ya agotaron las risas para ese chiste.

“Mamá, dejá de contar esa bobada, además, te has vuelto a caer de esa bicicleta como otras cuatro veces”, le suelta Jesús, uno de los dos hijos que tuvo con Carlos Fierro, su esposo desde hace más de treinta años.

Zamira trabaja desde hace cinco años como domiciliaria para Rappi, trabajo que hace en bicicleta y siempre en la comuna de Laureles, porque no le gusta alejarse de su familia y porque, según ella, es la única parte plana que tiene Medellín.

Es oriunda de Maracay, en el estado de Aragua, Venezuela, y aceptó la tarea de llevar domicilios porque, luego de ocho meses repartiendo hojas de vida, nadie quiso darle la oportunidad en otra cosa. El hambre la empujó a la famosa startup que se inventó el caleño Simón Borrero hace menos de una década y que hoy es una de las empresas más importantes de Latinoamérica.

En Venezuela, Zamira y su esposo eran ricos, contaban con prometedores empleos y tenían muchas propiedades: casas, fincas, automóviles. Carlos Fierro, licenciado en Administración de Empresas con maestría en Finanzas y Negocios Internacionales, era el protegido de varios políticos importantes y tenía prometido un ministerio cuando se derrumbara el régimen de Hugo Chávez Frías. Como eso nunca sucedió, los sueños de Carlos se quedaron en sueños y las empresas donde llegó a ser gerente quebraron y desaparecieron. Su futuro como ministro de economía ahora parece más viejo que el chiste de la sudadera.

La vida de Zamira también dio un vuelco. La señora había estudiado Administración Pública y llegó a ser jefe de pólizas en Campoindustria y alta funcionaria de Invialta, organismo encargado de los peajes en Venezuela. Ambas instituciones fueron cerradas para siempre por Nicolás Maduro, heredero de la dictadura de Chávez Frías.

En cuestión de unos cinco o seis años, la idílica vida del joven matrimonio quedó destrozada. Ellos, que estaban acostumbrados a los restaurantes caros, a los fines de semana jugando golf en el Club Maracay o a las visitas recurrentes a las playas de Miami o Isla Margarita, terminaron empacando sus cosas para sumarse a la larga fila de migrantes. Expulsados por la crisis de su país, se vieron obligados a viajar a Colombia con sus dos hijos adolescentes, abandonando todo lo que habían logrado y dejando atrás amigos y familiares.

Cruzaron por la frontera del Táchira, legalmente, y luego tomaron un bus hasta Bogotá y de allí siguieron hasta Medellín. Ya habían hecho contactos con varios amigos que se habían instalado en la capital antioqueña unos meses atrás, y en ellos basaban todas sus esperanzas de empleo.

Llegaron con algunos ahorros y pudieron soportar bien los primeros meses. Carlos presentó su hoja de vida en varias importantes empresas y Zamira llevó la suya a otras tantas. Sin embargo, cada noche, cuando se reunían en casa, ninguno llegaba con buenas noticias.

Una mañana de octubre de 2018, Zamira fue hasta el restaurante de su amiga Samira, una venezolana-libanesa que tenía hermanos con muchas conexiones. Les pidió el favor de que mostraran la hoja de vida de su esposo a tantas personas como pudieran, porque ella se iba a dedicar a la venta puerta a puerta de productos Herbalife.

“Hay que despojarse del orgullo y de la vergüenza. Hay que aceptar cualquier trabajo para sobrevivir, pero sé que Carlos todavía tiene esperanza de volver a una gran empresa”, dijo en esa ocasión.

Zamira no solo vendió Herbalife. También trabajó recargando extintores e incluso alcanzó a vender fragancias por internet. Pero nada de eso le llenaba el vacío que llevaba por dentro. Lloraba sin parar al final de cada jornada, aunque en el baño o antes de llegar a su casa, para que no la vieran sus hijos. Recordaba con nostalgia sus días de abundancia, de compras en las boutiques de Caracas y Maracaibo. Cuando se miraba al espejo y notaba que su cuerpo era más ancho y sus muslos y brazos mucho más flácidos, inclinaba la cabeza y dejaba salir largos suspiros. Extrañaba ir al gimnasio y salir a dar largas caminatas con sus amigas.

Entre tanto, Carlos Fierro iba y venía de oficina en oficina. Subía hasta los pisos más altos de edificios donde pulcros ejecutivos lo despellejaban con preguntas vagas en amplias oficinas alfombradas. Ninguno de ellos le dio trabajo y el hombre, derrotado, decidió no insistir más en esa búsqueda.

“Zami, tenemos que emprender nosotros mismos. No podemos esperar a que nos llamen de alguna empresa”, le dijo a su esposa una noche, y ambos se durmieron pensando en una solución acertada e inmediata para sus angustias.

Samira, su amiga con S, le había dicho que muchos venezolanos conseguían trabajo como domiciliarios, y que les iba más o menos bien. Subrepticiamente le sugirió buscar trabajo en una de esas plataformas. Con esa idea se levantó al día siguiente y, durante el desayuno, se la comentó a su esposo. Sin embargo, quienes se entusiasmaron fueron sus hijos, Jesús y Carlos Jr, quienes le dijeron: “Mamá, si usted se pone a trabajar en eso, nosotros la seguimos. Trabajemos los tres y juntamos las ganancias cada día”.

Al papá se le ocurrió una idea: “Saben qué, yo puedo hacer arepas rellenas y perros calientes e ir a venderlas en las esquinas donde se aglomeran los domiciliarios. Ustedes podrían recomendarme y a todos nos iría bien”.

Zamira hizo un préstamo y se compró una bicicleta. Sus hijos alquilaron dos motocicletas en Laureles y el papá construyó un carrito de madera con ruedas de bicicleta pequeña. Tuvieron, además, que comprar el bolso Rappi, la chaqueta Rappi y celulares con planes ilimitados para descargar la app. Todo eso les costó casi dos millones de pesos, pero lo lograron. A la semana siguiente, comenzaron a trabajar con Rappi.

Se sentían felices. Estaban haciendo algo juntos, en familia, como un equipo, y eso los motivaba a seguir adelante. Al principio, la plata no era mucha, pero les bastaba para pagar las cuentas y comprar comida. Entonces Zamira voló por los aires cerca de una jardinera en Carlos E. Restrepo. La chocó una moto de otro domiciliario y tanto ella como los crepes que debía entregar en uno de los bloques cercanos a la plazoleta se elevaron y cayeron sobre las flores, las cuscas y las cacas de perro de la jardinera.

Apenas llevaba tres días como domiciliaria y ya había puesto su vida en peligro. El hombre que la chocó se detuvo a ayudarle, pero cuando vio que estaba consciente, volvió a su motocicleta y aceleró en dirección al barrio Los Colores. Zamira se quedó sentada unos cuantos minutos al borde de la jardinera y luego le escribió a su cliente para informarle que había sufrido un accidente y que no podía llegar. La respuesta fue una mala calificación y una queja a la plataforma que le valió una suspensión de doce horas.

Volvió a casa, con el hombro derecho luxado y la ropa sucia y maloliente. La bicicleta también tenía daños, aunque menores. El recurrente recuerdo de ese día, de ese accidente, es quizás una maniobra estratégica de su memoria para superar el trauma. Quizás, al recordarlo con humor, Zamira logra aceptar lo que le pasó como algo menor que no debe desmotivarla para seguir llevando domicilios.

Y es que esa caída la afectó profundamente. Sintió el acecho de la muerte, pensó que su cabeza pudo haber chocado con el borde de la jardinera y nunca más habría podido ver a sus hijos, a su esposo. Así que se echó a reír, para evitar las lágrimas y convirtió la anécdota en un chiste.

Después de un mes trabajando en Rappi, la familia perdió el gusto por las conversaciones durante la cena. Todos llegaban cansados y estresados y preferían irse a sus respectivas camas para cerrar los ojos y despejar la mente. Cada día era un evento que no querían volver a recordar.

Jesús y Carlos competían con otros domiciliarios por los mejores pedidos, los que no exigieran demasiados kilómetros, ni tantos riesgos vehiculares. Se parqueaban cerca del segundo parque de Laureles, a donde también llegaba su padre con el carro de comidas, y como zombis se perdían en sus celulares, mirando videos y memes mientras les anunciaban un nuevo servicio.

Al que mejor le iba era a Carlos, el padre. Sus comidas eras ricas y baratas y los domiciliarios motorizados le compraban por montones. Los transeúntes también lo buscaban y él podía terminar su turno cerca de las seis de la tarde, una o dos horas antes que el resto de sus familiares.

El más prometedor ejecutivo venezolano de otros tiempos, posible ministro de economía, ahora se quedaba lavando su carrito de comidas rápidas hasta las once de la noche. Asaba arepas desde las ocho hasta las diez a. m. y luego iba a ganarse la vida hasta las seis de la tarde. Zamira, la esposa delgada y elegante, funcionaria clave en empresas importantes del gobierno, ahora salía a montar bici desde las ocho de la mañana, casi que sin parar de pedalear hasta las siete de la noche. Yendo del Velódromo hasta la 70, o desde la Avenida Nutibara hasta Carlos E., esquivando motos, buses y carros particulares para poder llegar a tiempo y no ganarse un nuevo castigo de doce horas.

Los cuatro almorzaban juntos, sentados en la acera junto al carro de arepas y perros del padre. En ese momento, cada uno comentaba sus hazañas, sus tormentos. Jesús narraba cómo se había pasado tres semáforos en rojo consecutivos para llevar un arroz mexicano hasta Belén La Palma, y que aun así había llegado tres minutos tarde. La persona que lo recibió no le puso mala calificación de milagro, pero le negó la propina.

Por su parte, Carlos Jr contaba que un jeep Rubicon lo había chocado en la 65 con la 33, y que la moto tenía una abolladura en el tanque. Y claro, Zamira volvía a contar que había volado por los aires en Carlos E., y que casi queda con el culo al aire delante de un montón de testigos. Ella se había vuelto a caer varias veces, cruzando San Juan y bajando por Colombia. Tenía varios moretones que prefería no divulgar, y por ello insistía una y otra vez en la misma anécdota.

Tras cinco meses de arduo trabajo, la familia de Zamira comenzó a progresar. Empezaron a pagar el alquiler de un apartamento familiar en San Joaquín, se inscribieron en un gimnasio y los muchachos presentaron exámenes universitarios para iniciar sus estudios. También dejaron de alquilar motocicletas y se compraron un par de Boxer CT 100, de esas que se anuncian en las redes sociales con la promesa de “sin cuota inicial, únicamente la cédula”.

La vida les sonreía, por fin, pero era una vida a los trancazos, con demasiadas magulladuras y moretones, con exceso de estrés y una colección de infracciones de tránsito incalculable.

El trabajo en equipo hacía que el dinero rindiera. Si Zamira se hacía apenas sesenta mil pesos, no importaba, porque sus dos hijos se hacían 220 o 230 mil. Carlos, por su parte, podía llegar, él solo, con doscientos mil pesos diarios. Es decir, se hacían cuatro millones y medio libres a la semana y alrededor de trece al mes. La plata se contaba como familiar, no individual y, lo que sobraba, lo repartían según las necesidades.

No era siempre así, a veces, Zamira y sus hijos terminaban bloqueados uno o dos días por no llegar al destino a tiempo o por perder el domicilio en el camino, en un accidente. Cuando eso ocurría, los tres se doblaban para recuperar el dinero, o trabajaban bajo la lluvia, contingencia en la que suben las ganancias pues escasean los domiciliarios dispuestos a arriesgar sus vidas en el pavimento mojado.

A los domiciliarios de Rappi, se supone, se les da un porcentaje por el domicilio que se calcula por el tiempo de entrega y los kilómetros recorridos, pero la plataforma les hace trampa constantemente, pues el kilometraje empieza a contar desde que sale el pedido del restaurante y no desde que el domiciliario sale a buscarlo. Esos kilómetros perdidos son tiempo y gasolina, pero la app no los repone. Por si fuera poco, desde hace poco a Rappi se le ocurrió la idea de juntar domicilios, de hacer promociones de dúos o tríos para que los clientes logren un mínimo ahorro, pero para el domiciliario cuenta como un solo servicio, aunque tenga que ir a tres o dos direcciones diferentes.

Lo peor, sin embargo, son las calificaciones y los castigos en la app. Los domiciliarios pueden llegar a ser diamante o platino, calificación que les permite quedarse en las estaciones Rappi, una suerte de cuarteles donde la empresa tiene a la mano productos de supermercado y salas de descanso para los trabajadores. Los que no logran esas calificaciones tienen que esperar el llamado sentados en las aceras, en las jardineras de las avenidas o autopistas, o en los parques y plazoletas de la ciudad. Esos “rappi-domiciliarios” son los que se aglomeran como moscas en los semáforos, esperan la luz amarilla para lanzarse a la vía como kamikazes y reducir el tiempo de entrega.

Es un sistema que los somete a un constante estrés por entregar rápido y así ganar mejores calificaciones. Bajo esa presión, los domiciliarios motorizados se meten por las aceras, en contravía, se roban semáforos en rojo o incluso atraviesan parques donde juegan niños y adultos mayores pasean sus perros. Es tan despiadado el sistema, que los domiciliarios terminan inventándose todo tipo de argucias para eludir a las autoridades policiales y de tránsito. Tapan las matrículas con una mano mientras manejan con la otra. Se amarran buzos por la cintura para que parte de la prenda oculte parcialmente la placa, o incluso trabajan con una placa falsa que cambian cuando se ven acorralados por “los azules”.

Lo importante es no perder el pedido y llevarlo lo más pronto al destino, como si se tratara de un caso de vida o muerte. Por eso, según el observatorio de la Agencia Nacional de Seguridad Vial, en 2022, debido a graves accidentes, perdieron la vida 4900 motociclistas y resultaron lesionados 22 100. De ellos, según esa misma entidad, el cuarenta por ciento eran domiciliarios.

Zamira vive matándose la cabeza pensando en cómo abandonar ese trabajo. Recientemente solicitó audición en una cadena de restaurantes y también estaría dispuesta a vender fragancias, con tal de alejarse de las calles. Sus hijos, por su parte, también están buscando otra forma de ingresos, pues el trabajo en Rappi les ha impedido obtener buenos resultados en la universidad.

Carlos, en cambio, está feliz con su emprendimiento y ya no piensa en ser alto ejecutivo o ministro. Solo le preocupan sus arepas y sus perros calientes. Él, que no es tonto, es consciente de que a su esposa sí la afectó haber volado por los aires, y por eso cada noche le insiste en que se quede en casa o que salga a buscar otro tipo de empleo, pero a ambos les puede el pasado, ese pasado de abundancia, de riqueza, de mimos, y por eso no son capaces de resistirse a ganar unos cuantos pesos de más, para poder pagar el gimnasio y, de vez en cuando, salir de paseo a la costa o comprar tenis o vestidos de marca.

Zamira y su familia llevan tres años haciendo domicilios para Rappi. Tres años chocando y rebotando contra el pavimento, o llevándose por delante espejos y retrovisores. No les gusta vivir como delincuentes, escapándose a toda velocidad cuando el semáforo pasa a amarillo, o tomando una curva como Marc Márquez en su Ducati, rozando el pavimento con la rodilla.

En Venezuela, mientras tanto, sus propiedades siguen solas, deteriorándose por el abandono, perdiendo valor a cada instante. A los cuatro les encantaría volver para rescatar algo de la vida que alguna vez tuvieron, pero el peso de la nostalgia es muy fuerte y prefieren quedarse acá, en sus nuevos roles, como si nada de aquello hubiese existido jamás.

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