Archivo restaurado

Universo Centro 031
Febrero 2012

Tribulaciones sobre la arepa

¿Tienen futuro las cocinas campesinas?

Por JULIÁN ESTRADA OCHOA
Fotografías de
Juan Fernando Ospina

Pocas veces me habían hablado tan elocuentemente de un diccionario gastronómico. Además, viniendo los comentarios de quien venían, la idoneidad del libro era incuestionable. Jamás lo había visto en mis librerías de costumbre. Llegó a mis manos como regalo, venía en bolsa plástica de oficina especializada en mensajería y correos. Diccionario Internacional de la Gastronomía de Guido Gómez de Silva (Premio Gourmand World CookbooK 2003). Hice lo que hago siempre cuando tomo por primera vez un diccionario, pensé una palabra y procedí: árbol, arce, ardilla, areca, arenque, arilo… ¡Imposible! Páginas 12 y 13. Una vez más: árbol, arce, ardilla, areca, arenque. Se pifió el licenciado Gómez de Silva, se le embolató en su mesa de trabajo ni más ni menos que la palabra “Arepa”. Tranquilo Guido, de esto en Antioquia, tierra de areperos, nadie se entera.

No sé de quien fue la ocurrencia, si de mi taita o de la vieja: me llamo Gregorio y esto nada complica; pero mi padre es Gutiérrez y mi madre González ¿Total? Después de 135 años de muerto, fui bautizado con el nombre del vate. Hoy soy otro Gregorio Gutiérrez González, más viejo que el original y con más de medio siglo de existencia contestándole a todo el mundo de la misma manera, la misma pregunta: Sí señor, sí señora, yo soy homónimo del letrado; pero que algo quede en claro: no soy poeta y aunque admiro el ingenioso poema de mi tocayo he tratado de que su nombre y su obra no se metan en mi vida… bueno, he tratado y muy poco he logrado y tengo algunas razones. En Antioquia, todo niño que pisa la primaria inmediatamente le cae un apodo, en mi caso, aun no conocía un pupitre y mis primos mayores me llamaban arepita. Sobra decir que hasta la fecha —varón hecho y derecho— pocos familiares, ningún amigo y nadie en el gremio me llama Gregorio.

Claro está que por llamarme GGG la Memoria Sobre el Cultivo del Maíz es una especie de conjuro, sobre el que no logro definir si me ha dado o me ha quitado, y faltón seria si no confieso lo mucho que lo conozco, razón por la cual hace rato vengo maquinando con cacumen algunas reflexiones que hoy quiero plasmar en éste folio, las cuales no pretenden ser apocalípticas, pero ante la realidad de lo que ha pasado en los últimos cien años, y de lo que viene pasando en la última década en los avatares culinarios alrededor de la arepa, me veo obligado a titular tal y como inicié ésta crónica.

Comenzando a desgranar

Lejos estaba GGG (el del siglo XIX) de ser antropólogo, sin embargo, su Memoria sobre El Cultivo del Maíz, es lo que en esa profesión llaman monografía. Descresta el jurista con su profunda observación de costumbres y saberes expresada en sencillo verso, razón por la cual escribe:

No usaré del lenguaje de la ciencia, para ser comprendido por el pueblo; Serán mis instrucciones ordenadas, con precisión y claridad y método. No estarán subrayadas las palabras poco españolas que en mi escrito empleo, Pues como sólo para Antioquia escribo, Yo no escribo español sino antioqueño.

Pues bien, antes de iniciar éstas tribulaciones, emulando al poeta, aclaro que lejano estoy de teorías científicas, conceptos epistemológicos y verdades hermenéuticas, puesto que la obvia sencillez del tema motiva a expresarme en un lenguaje peatonal, es decir, de una manera amable y sencilla, permitiendo estar de acuerdo o en desacuerdo con mis quejumbres, desde el más profano de los areperos, hasta el mas erudito antropoarepólogo.

Por culpa de mi madre y de media docena de mujeres (María Francisca, Carmen Rosa, Mariela, Carmen, Concepción, Amada) todas cocineras campesinas y alquimistas del sabor y del amor, hace más de 40 años que estoy estudiando “qué comemos y por qué comemos lo que comemos en Colombia”. No soy cocinero profesional, pero nada que me guste más que andar estorbando entre una cocina campesina; también soy un asiduoPor culpa de mi madre y de media docena de mujeres (María Francisca, Carmen Rosa, Mariela, Carmen, Concepción, Amada) todas cocineras campesinas y alquimistas del sabor y del amor, hace más de 40 años que estoy estudiando “qué comemos y por qué comemos lo que comemos en Colombia”. No soy cocinero profesional, pero nada que me guste más que andar estorbando entre una cocina campesina; también soy un asiduo visitante de plazas de mercado, y cuando viajo, las carreteras no me rinden porque me encanta estar parando en todos aquellos lugares en los que al borde del camino inventan un fogón de leña para ofrecer a propios y extraños las maravillas culinarias del paisaje.

Soy goloso, casi glotón, y por lo tanto vivo con un apetito permanente, el que gracias al aguardiente aflora sin prejuicios hipocondríacos y mucho menos de vanidad. Llevo más de 30 años viajando por éste continente que es Colombia, dedicado a probar cuanto menjurje y manjar se me ofrece; es así como he podido constatar la inmensa y desconocida riqueza de nuestras cocinas regionales en la costa Caribe, la Guajira y las Sabanas de burrolandia, igualmente en el africano Choco, el dulce Valle del Cauca, el enigmático Pacífico, en Los Llanos Orientales, en el altiplano Cundiboyacense, en los Santanderes, en la Amazonía, en el Gran Tolima y en Antioquia la Grande (léase: Eje Cafetero), regiones todas donde proliferan las más diversas preparaciones ora de dulce, ora de sal y cuya lista de genéricos es sorprendente: aceites, vinagres, encurtidos, ajíes, almíbares, turrones, sopas, potajes, sancochos, empanadas, tamales, amasijos, bollos, envueltos, pasteles, mazamorras, chichas, sudados, migas, cecinas, confites, cernidos y finalizo esta lista con una de las preparaciones más importantes de la cocina colombiana: las arepas, pues es por ellas por las que estoy “tribulando”.

Alzando el maíz para poner a hervores

No soy persona que guste de las clasificaciones y las competencias, jamás en mi trabajo culinario he tenido el propósito de encontrarme con la mejor o la más representativa de las arepas de la cocina colombiana. Ese embeleco se lo dejo a los folcloristas o a los promotores de turismo; para mí, todas las cocinas regionales de Colombia tienen maravillosas arepas y es imposible pretender una clasificación de méritos.

Parte de la alquimia y del mundo esotérico que se esconde en todas las cocinas regionales, consiste en constatar que una receta que lleva los mismos ingredientes y el mismo proceso técnico de preparación, cambia diametralmente de una cocina a otra. En ella inciden no sólo la mano con una sazón exclusiva, sino también una manera de pensar y de entender la vida, y éstas a la vez influyen en la manera de picar, de fritar, en la forma de alzar el fuego, en la forma de guardar y mantener las viandas, así como en las múltiples formas de las ollas, las pailas, los peroles, los calderos, los cestos o canastas, los metates, las piedras, las callanas, los garabatos, los mecedores… Conformándose en la redondez de aquella masa, la receta se convierte por antonomasia en icono identidad regional.

Razones habrá tenido el filólogo mexicano para la omisión de “Arepa” en su diccionario; sin embargo, mientras esperamos su explicación (ya solicitada), voy a refregarle dos o tres argumentos más sobre su importancia como símbolo perfecto de territorialidad. Para los antioqueños la arepa es todo y la vida no existe sin arepa, así las cosas: arepa significa familia, significa mamá, significa tierra de crianza, significa historia, significa fortaleza, significa pujanza. En el lenguaje paisa, arepa es sexualidad, es ponderación, es suerte, pero a la vez es torpeza; paradójicamente, los antioqueños han convertido esta bola de masa en su más ilustre condecoración adulando a propios y extraños con un collar de arepas.

Y como de culinaria escribo, de manera breve y a guisa de ejemplo, voy a comentar lo que hace muchos años aconteció y lo que actualmente acontece en mi cocina de crianza, esperando que tan sutiles comentarios permitan a Don Guido Gómez de Silva, reconsiderar para la segunda edición de su diccionario la importancia de la palabrita que también es palabrota, no sólo como sinónimo de tortilla, sino como símbolo de cohesión cultural y regional en una región de Colombia, conocida como Antioquia.

Empecemos a moler

Sin ánimo de entablar una polémica con los especialistas de esa nueva rama del saber que en el mundo contemporáneo se conoce como Gastronomía, yo, el Gregorio Gutiérrez González del siglo XX, me atrevo a considerar que en Colombia no existe una cocina nacional, sino varias cocinas regionales, susceptibles todas de mostrar su originalidad histórica, su dispersión geográfica, su recetario aborigen, sus variadas etnias, su tradición campesina, su evolución y sus arepas.

Veamos: la manera como se formó Antioquia es bastante diferente a la de otras tantas regiones de Colombia. Antioquia nunca ha sido tierra propensa a la agricultura extensiva, mucho menos a la ganadería, en otras palabras, Antioquia no es tierra de grandes haciendas y por su vocación minera la finca pequeña, que los doctores en economía llaman minifundio, es lo característico en el Departamento. Paradójicamente, en Antioquia decir minifundio es decir gran familia o aun mejor, es decir “prole en abundancia”. Así las cosas, a principios del siglo XX abundaban en esta comarca familias campesinas y urbanas con 8, 10, 12, 15, 18 y hasta 22 culimbos, quienes para poder seguir parpadeando comían, según costumbre, hasta cinco veces al día. Todo gracias a la presencia de un auténtico taller de producción culinaria, regentado obviamente por una autoridad materna, quien iluminada no propiamente por el espíritu santo, sino por un gran ingenio, e implementando una enorme recursividad, hacía milagros en ollas y fogones, demostrando silenciosamente la pujanza de éste ethos campesino.

Dichos milagros respondían a un conjunto de preparaciones derivadas del aprovechamiento de las sobras de días anteriores. La cocina campesina antioqueña es la cocina de la recuperación, es la cocina del recalentado, es la cocina de las sobras, de las migas… es la cocina que hoy se llama de reciclaje. A esta cocina pertenece la más conspicua de las conspicuas: la carne en polvo; también el más sabroso de los sabrosos: el sancocho de espinazo; de ella hacen parte el picadito de mondongo con pierna y junca, el tamal de costilla, las torticas de choclo y cilantro; la sopa de guineo, la sopa de arracacha, la sopa de patacones, la sopa de ahuyama, el chicharrón carrilero y los mejores y más famosos del fogón campesino: los frijoles verdes con garra, pezuña y aguacate.

Pero semejante recetario queda trunco y mis cuatro décadas de observación hubiesen pasado en vano, si no lo complemento con el alimento más importante de la cocina antioqueña, su pan diario, aquel que se hace en los 125 municipios, incluyendo corregimientos y veredas, y que además acompaña todos los alimentos sea en la mañana, sea en la tarde, sea en la noche… me refiero a aquella masa que se le embolató a Don Guido Gómez de Silva.

Armando, asando y volteando

En mis correrías destapando ollas, viendo lavar tripas, aprendiendo de hojas y envoltorios, he sido testigo de la desaparición de productos que hasta mediados del siglo XX se incluían todos los fines de semana en mercados rurales; es el caso del algarrobo, la cañafístula y la quinua. Médicos como Alonso Restrepo y Jorge Bejarano, y etnobotánicos como Víctor Manuel Patiño, les llegaron a considerar tanto o más importantes que el maíz entre algunas comunidades indígenas de Antioquia, Valle de Cauca, Cauca y Nariño. Algo similar acontece con la mafafa o malanga y con la cidra o cidrayota, las cuales, aunque continúan arraigadas entre minorías indígenas y afrocolombianas, han desaparecido completamente de los mercados urbanos.

Mi quejumbre no es un drama inventado. Los cambios y acontecimientos que están transformando las cocinas regionales colombianas son demoledores y quien va a pagar el pato es la cocina campesina. Desafortunadamente, la influencia rural que tuvieron todas las cocinas regionales comienza a desdibujarse a pasos agigantados. Hoy en día en las principales capitales departamentales de Colombia y en una gran mayoría de municipios, hasta hace muy poco de arraigada estirpe campesina, la alienación de los paladares jóvenes en pro de los sabores de otras latitudes es galopante. Las nuevas generaciones asumen que New York y Miami son las capitales del mundo. Pizzas, hamburguesas, hot dogs, comida china, comida mejicana, sushi y todo un apogeo de comida tailandesa, vienen consolidándose entre los jugos gástricos de aquella que yo llamo la generación Nestle, la cual sin la más mínima reflexión o conocimiento de su cocina de crianza, está mandando para el jardín de los recuerdos todo aquello que durante años se conoció como mecato criollo, en el que durante muchos años reinaron las arepas.

De la arepa artesanal a la fábrica

Las cocinas de los pueblos viajan, pero viajan muy mal. Quiero decir que hoy en día uno puede comer de todo y en todas partes, pero la calidad de lo original sigue siendo cuestionada. La pizza viaja, los espaguetis viajan, el pollo a la Kiev viaja, la paella viaja y la arepa viaja… pero las arepas que comemos en Londres, Paris, Madrid y Roma son caricaturas de sabor. Nada que ver con una arepa hecha en una vereda campesina sobre brasas de carbón, untada de mantequilla y reforzada con quesito ¿de acuerdo? Pues bien, hace 500 años que el maíz fue llevado de América a Europa, al principio sólo alimentó caballos, vacas y marranos, actualmente la panoja y sus semillas están consideradas como uno de los tres alimentos más importantes de la humanidad y todo comenzó con la presentación que Colón le hizo al maíz ante los reyes de España.

Fácil es imaginar —al regreso de su primer viaje— a don Cristóbal Colón actuando y gesticulando ante los reyes católicos como un auténtico bufón con dos mazorcas en la mano, y todo para explicarle a sus patrocinadores la manera como las mujeres de las tierras descubiertas, ayudadas de un mazo de madera, machacaban dichos granos boleando sus tetas y cantando, para finalmente transformarlas en una redonda masa que puesta sobre un plato de barro y encima de las brasas, terminaba convertida en un insípido bocado muy consumido por aquellos salvajes recién descubiertos.

En otras palabras, desde finales del siglo XV se conoce por rumores de buena fuente sobre la arepa; pero es desde principios del siglo XVI que este proceso culinario es comentado en detalle, pues pocos son los cronistas que habiendo pisado suelo americano no hayan escrito una referencia acerca de tan conspicua receta aborigen.

Uno de ellos, Cieza de León, comenta así al respecto: “…entre los indios que voy tratando, se hace el mejor y más sabroso pan de maíz, tan gustoso y bien amasado, que es mejor que alguno de trigo que se tiene por bueno”. Tal y como lo comenté en líneas anteriores, no es osado afirmar que la arepa se constituye en la receta indígena por antonomasia, cuya difusión va desde el norte de Méjico hasta el sur de Chile, con mínimas variaciones en su proceso de elaboración, pero a la vez con múltiples denominaciones, siendo las más comunes: tortilla y arepa. Que no se nos vaya a olvidar entonces que este legado de Aztecas, Muiscas e Incas continua vigente en muchos países americanos después de 500 años de conquista, colonización y mestizaje, demostrándose así la fuerza que posee la arepa como elemento de identidad cultural y símbolo de territorialidad, rebasando en importancia acendrados conceptos ideológicos tales como himnos, escudos y banderas. Mejor dicho: en asuntos de identificación regional, arepa mata heráldica.

Hace algunos años llegó a mis manos un interesante documento correspondiente a una elogiada investigación hecha por la Academia Colombiana de Gastronomía. Su boletín de decía: “la arepa hace parte de nuestro patrimonio cultural y puede ser considerada como un símbolo de unidad gastronómica nacional”. Y mas adelante anotaba: “la investigación recoge también un glosario de términos relacionados con la arepa y sus ingredientes, lo mismo que la descripción de elementos que intervienen en la preparación, como hornos, parrillas y moldes, además de la friolera de 75 recetas que van desde la que indica cómo preparar la arepa cariseca de Cundinamarca hasta la que dice cómo hacer la arepa de garbanzo verde del Valle de Tenza, en Boyacá, pasando por la fórmula de las arepas de anís de Magangue, las arepas de Majaja de Guapi, las arepas de arriero de Antioquia, las arepas chichiguare de la Guajira, las arepas del árbol del pan de San Andrés, las arepas de corrido de Santander, las arepas de yuca dulce del Cesar, las arepas de choclo en caldero de Boyacá, las arepas de maíz remolido de La Capilla y las arepas evangélicas de Guayatá”.

Para el colombiano común, el que se le diga ahora que en nuestro país disfrutamos de 75 tipos de arepas es algo que merece pregonarse. Aquello que hasta finales del siglo XIX se preparó siempre tal y como lo describió Colon a los Reyes de España, es decir, molida en el pilón indígena y asada en callana, actualmente se hace en casa como por arte de magia con harina de maíz deshidratada o bajo automatizada producción en fábrica de arepas, y más aún, la pequeña y clásica arepa de bola que durante siglos acompañó frijoles y sancocho hoy comienza a ser opacada por la arepa cuadrada, presta a prepararse en versátil tostadora.

Insisto: no quiero parecer apocalíptico, la arepa como alimento de nuestro pueblo no desaparecerá, pero día a día, la arepa doméstica, o mejor, la arepa artesanal y rústica, es decir aquella arepa grande, redonda, gruesa, moldeada con manos húmedas y con huellas digitales, y asada sobre brasas de carbón o sobre callana en troneras de fogón de leña, se convertirá en costosa preparación para quienes jamás renunciaremos a alimentarnos así sea —con la añoranza.