Número 132 // Diciembre 2022

Rokil

Por JULIO CÉSAR DUQUE CARDONA
Ilustración de Gabriel Duque

Les tenía mucho miedo. Hace muchos años, cuando en la familia paterna éramos celadores del viejo Columbus School, al frente del Hospital Pablo Tobón, en la comunidad de Robledo, papá pateó una que fue a caer sobre mi humanidad desnuda cuando, inocente de la persecución, salía de la ducha. La fiera adolorida chilló, me subió por la pierna izquierda, se afincó en mi toalla y en un instante llegó a mis hombros, para saltar desde allí hasta reencontrar una mejor vía de escape. Todavía recuerdo el grito de mi mamá, “bruto”, las patas frías, esas uñas hirientes pegadas de mi pecho y la cola larga y calva cerca de mi cara. Desde entonces nunca he estado a su favor, por miedo, a pesar de que organizaciones de animales griten por las calles contra todo maltrato. No, cualquier método contra ellas a mí me sirve, así sea enfrentarlas a balazos.

La primera víctima de mi miedo se instaló debajo de un horno empotrado que teníamos en mi casa en Envigado. De allí salía ella hacia la despensa de plátanos maduros que protegíamos debajo del lavadero de ropa. Las huellas sobre la cáscara del plátano eran inobjetables: una rata, con unos dientes tan grandes como los rastrillos de un tenedor casero.

Uno siempre cree que tiene en su casa a una sola rata; mentiras, pueden ser varias. Uno cree que es una cucarachita; mentiras, es un nido entero. No te fíes si ves un solo zancudo, alrededor tuyo deben volar por decenas. Azuzados por el terror e inspeccionando su ruta de alimentación, concluimos que el nido estaba tras el horno. Metí la mano enguantada y temblorosa por debajo del electrodoméstico y encontré la puerta de entrada y salida de su nido. Se había instalado allí en los veinte días de nuestras vacaciones. Nadie la iba a molestar en esos días. Tampoco tenemos, ni siquiera, un gato. El horno por debajo tenía una brecha grande que hubiera sido posible controlar con una pestaña de cualquier material que impidiera el paso de un intruso pequeño, pero como no se veía, el constructor solo se interesó en cubrir las defensas visibles de la casa.

Fui donde el especialista que por unos pocos pesos me dio la solución inmediata. “Déjele los plátanos en el mismo sitio. Y a la salida de la cueva, le pone este papel pegante. No lo toque, que se le quedan pegados los dedos. Simplemente levante esta banda protectora y deje el cartón sobre el piso. Caerá de inmediato. No lo dude ni se asuste”.

Cometí el error de dejar la trampa al acostarme, después de las once de la noche.

A la una de la mañana nos despertó un chillido agudo y terrible, como si alguien estuviera siendo torturado; era peor que el llanto de un bebé hambriento. Me levanté pensando que era un mal sueño, esperé, fui hasta la cocina de donde provenían los chillidos y encontré allí, adherida al cartón, a una rata del tamaño de mi brazo. Abría la trompa para chillar de tal manera que toda la urbanización debió haberse dado cuenta del suceso. Yo veía la fila de sus incisivos y a continuación, sus muelas; pero esta vez esa dentadura no me desafiaba, era un lamento. Mi familia se encerró en una de las piezas, bajo la protección de mi esposa. Con una escoba saqué hacia la puerta el cartón pegajoso, con la rata como trofeo de caza, adherida a él por las cuatro patas y la cola, y de allí lo lancé a la calle de algo más que un escobazo. Pensé que con el estrujón el animal se zafaría del cartón, pero no pasó nada. La rata chilló más.

Traté de dormir, pero a los minutos me llamaron de la portería que algunos vecinos se habían despertado con los chillidos y uno de ellos amenazó con ir a quejarse ante la secretaría ambiental del municipio, porque esa no era la manera de abandonar una rata recién caída en una trampa. Le pedí al celador que me ayudara, pero me dijo que a él le daba mucho pesar maltratar a un animal así, pero que, al menos por ahora, dejara de interrumpir el sueño de mis vecinos, y que, si yo mismo no la podía matar, al menos la pusiera lejos de ahí.

Así que a esa hora de la mañana tuve que conseguir una caja y con la ayuda de un rastrillo, hacer malabarismos para meter la hoja de cartón con la rata a la caja, y transportarla a pie, por cien metros, hasta la portería, donde encontré la conducción para tirarla: una alcantarilla de aguas lluvias, y así, dejar de molestar a mis vecinos. Levanté la rejilla metálica y puse la boca de la caja contra el piso. Sin embargo, con los cien metros de caminada, la hoja de pegamento se había volteado un poco contra el cartón y no quería despegarse de la caja, ni siquiera a golpes; qué buen pegamento les vendieron a estos empresarios antirratas. Tuve que golpear con fuerza la pared de la caja donde el pegamento se había adherido, mientras el celador se carcajeaba por los problemas en los que me estaba metiendo a las dos de la mañana. Cuando la rata con pegamento y todo cayó a la conducción, cerré la rejilla. El agua de lluvia haría el resto.

Por las siguientes horas, los chillidos del animal me resonaron como si tuviera una enfermedad grave en los oídos y esa noche literalmente no dormí, aunque ninguno de mis vecinos me dio las gracias al otro día por la aventura de quitarles una rata de su sueño.

Ahí aprendí. El método del pegamento era demasiado cruel e inoperante. Había hecho bien mi papá en sacar a patadas las ratas del Columbus School, así se le atravesara en el camino el hijo más débil, recién bañado y con la toalla en la cintura. Nunca volvería a utilizar ese papel pegante. Ni riesgos.

Al otro día le pagué al trabajador de servicios varios para que sellara esa brecha bajo del horno. Una tablilla sin pulir, de algo más de medio metro de largo por quince centímetros de ancho fue suficiente para cerrar de una vez por todas la posibilidad de que algún roedor volviera a asentar su nido.

Pero el asunto no terminó ahí.

En el nido sellado quedaron ratas atrapadas, seguramente crías sin terminar de amamantar. Por eso era que la rata chillaba de una manera tan lamentosa y nada agresiva: sus crías, caramba, se quedarían solas. La trampa de pegamento había dejado a unos hijos alejados de su madre, sin leche, sin quién los cuidara. No puedo decir que fuera yo el criminal que aceptó la estrategia terrible del especialista, pero todos somos culpables de una medida tan inhumana, desde el inventor del pegamento hasta el comercializador y, obvio, el ejecutor implicado: yo. Entonces las raticas, sin poder encontrar la salida y teniendo hambre, en las siguientes dos semanas destrozaron los cauchos de protección de los cables que traían la electricidad al horno y produjeron un pequeño corto circuito que hizo operar la protección de interruptores, pero que impidió que mi esposa volviera a poner el horno a funcionar.

Tuve que llevar un técnico que se demoró ocho días en cumplir su cita, pues la fábrica de hornos daba garantía al electrodoméstico, solo si los técnicos contratados por ellos eran los que hacían la revisión. Este hombre sacó el horno de su cueva y descubrió, además de los cables pelados por los dientecillos de las ratas hambrientas, tres esqueletos de ratas pequeñas y uno de una rata grande. Así que no pude saber si la rata que cayó en la trampa del pegamento era hembra o macho, pero lo que es seguro es que hacía parte de una familia compuesta por hijos, madre y padre. Y entonces los recuerdos de sus chillidos en mis oídos se hicieron más delirantes.

Pasaron varios años para que a mi casa de Envigado volviera a entrar un roedor. Sucedió en otras vacaciones, cuando me fui con toda la familia a un paseo jubilatorio. Me demoré los noventa días de la visa, exactamente ochenta y nueve. Fue el tiempo preciso para que debajo de mis muebles de cuero se volviera a instalar una familia, esta vez de ratones, que son pequeños y ágiles, pero no tan tontos.

“Me parece que estoy oyendo chillidos y creo que son de ratones…”, me dijo mi esposa. Son sonidos agudos pero sutiles y en la noche en que no hay grillos, se pueden escuchar. Hay pocos grillos en el campo cuando hay luna llena. Mejor dicho, los grillos no salen a la hierba en campo abierto durante las noches de luna llena, porque son fácilmente cazados por los sapos y las ranas, las que logran camuflarse del mismo color del brillo de la luna. Es la mejor oportunidad para detectar ruidos de animales en la casa. En la mía, por ejemplo, yo tengo unas salamandras que hacen unos ruidos inolvidables y románticos, como si alguien tirara besos cuando se acerca la madrugada. Y cuando hay salamandras en una casa, desaparecen los zancudos.

Pues estos ratoncillos se me convirtieron en una verdadera obsesión. Hasta que los vi pasar. Hicieron hueco en la tela que se pone por debajo del mueble de cuero. Tuvieron noventa días para abrir el hueco; robar algunos hilos de algodón los cojines interiores del mueble; hacer nido, enfiestarse de tal modo hasta tener descendencia. Una tía que quedó encargada de remojar las matas una vez por semana no se dio cuenta del desastre que estaba comenzando a vivir nuestra casa.

Entonces volví donde el especialista. Quedé impresionado porque era el mismo, un poco más canoso. Me alegré de la estabilidad laboral que yo pensaba que se había acabado luego de veinte años de poder omnímodo de las clases empresariales en el gobierno. Lo primero que le dije, con rabia, es que ni se le ocurriera aconsejarme el pegamento que me había vendido hacía una década. Ni se acordaba de eso. “No, hombre, eso ya pasó de moda”, me dijo, “ahora tenemos el Rokil, para todo tipo de roedores, con la ventaja de que los animales no morirán en las cuevas, dejándole malos olores. El roedor tendrá que salir del nido”.

—¿Y eso cómo funciona? —le pregunté.

—Es un anticoagulante con eficacia del ciento por ciento. Necesitarán salir a buscar el aire. Por eso morirán fuera del nido.

—¿Me matará unas salamandras y unos sapos que tengo en el patio?

—No. No afecta las mascotas, a menos que ingieran directamente el veneno.

—Bueno, yo no tengo mascotas estrictamente hablando, excepto algunas salamandras y dos sapos que tengo en el patio, que me cayeron de alguna parte y no pudieron volver a salir. Pero el efecto es que no tengo zancudos. Es un antídoto muy eficaz.

—Lleve el Rokil, no se arrepentirá; roedor comido, roedor muerto… —mientras el hombre miraba con orgullo el frasco de polvo blanco.

—¿Y cómo se suministra?

—Simplemente se pone en un recipiente pequeño en el sitio donde el animal come. Puede ser hasta una tapa de gaseosa.

Entonces me dejé convencer. No era un maltrato lo que compré, es algo mucho más discreto que el pegamento. ¿Hasta dónde podrá llegar la inteligencia humana? “La rata tendrá que salir del nido”, como me repitió el hombre. ¿Cómo lo hacen? El asunto no parece ser de forma. ¿No nos están quitando las semillas de maíz para volverse ellos los únicos proveedores? ¿No vienen al trópico para encontrar nuevas especies y patentar sus descubrimientos como si nuestra selva fuera de ellos? Se inventarán el robot que mate a una rata. Son unos genios.

Puse el Rokil polvo en dos tapas de gaseosa, cerca de los plátanos que pongo debajo del lavadero, porque si de algo estoy seguro es que a estos animalejos les gusta todo lo que tenga caloría o azúcar. También puse una tapa cerca del nido, con un poco de agua, como decía en las instrucciones, junto a uno de los muebles, a modo de bebedero y debajo del lavadero para que acompañara el consumo del plátano. Me burlé de mi enemigo. Me iba a vengar de un todo y por todo de aquella rata que me subió por el estómago. Pero ocurrió lo contrario.

Los ratones son más peculiares que las ratas, no sobra anotar que son de diferente especie. No comen todos en el primer encuentro de una nueva variante de comida. Un miembro del nido, que generalmente es el macho, está destinado a probar la comida antes de que la pruebe toda la comunidad. Y ese probador amaneció muerto en medio de nuestra sala, bocarriba, con los ojos vidriosos y la boca completamente abierta y seca, los dientes suplicantes, tratando de aspirar la mínima cantidad de aire que pudiera encontrar en el ambiente. Debió tener una muerte lenta, sin aire. ¿Pero cómo lo lograban?

Yo necesitaba saber más detalles de lo qué había pasado con ese ratón, visitante de mi casa, comensal dueño del mismo derecho de existencia que tengo yo, mis hijos o ahora, mi nieto. No puede ser que otra vez yo cayera en la crueldad y el desapego a lo natural, a la corriente obvia del proceso de nacer, crecer, reproducirse y morir.

Entonces me puse unos guantes amarillos de caucho, de los que se pegan a la piel, los mismos que usan los médicos de consulta para mirarnos el color de la lengua; tomé un bisturí del taller de pintura de mi esposa, y le puse una cuchilla de afeitar, de las viejas, de las que usan en barbería; me armé de un alicate largo de aluminio y de una pinza para depilar, desechada; llamé a mi hija la científica, que me dio instrucciones.

“Primero que todo creo que es una de tus locuras querer saber lo que no vas a poder comprobar, si no tienes pruebas químicas de laboratorio sobre el efecto de los venenos. Pero como te conozco, sé que lo vas a hacer con laboratorio o sin él, conmigo o sin mí. Entonces, para que sigas teniendo en tus manos la estructura ósea del ratón, rompe de abajo hacia arriba y no al contrario. Eso te garantizará que el occiso no se te desintegre”.

Abrí entonces la panza del ratón, apenas rompiendo la tela suave y blanca que les cubre el cuerpo debajo de la piel. Era un héroe machito que había cumplido su función con valor. Honor a su entrega, ninguno más murió.

La sorpresa fue tremenda: como si hubiera explotado una pequeña bomba de plástico, los intestinos regurgitaron disparados por una presión acuífera incomprensible que por poco me llega hasta los ojos. Las tripas estaban inflamadas, aprisionadas unas contra otras, como en una lata de sardinas. Los riñones y el hígado habían sido diluidos por el anticoagulante, que debió ser el primer efecto del veneno. La verdad es que no los encontré a pesar de las instrucciones de mi hija para que los buscara de las tripas hacia arriba. “No puede ser, papá, si es un mamífero debe tener un hígado y dos riñones, los necesita para procesar las grasas de la leche materna. Sin esos dos órganos no habría sobrevivido ni la especie humana…”, decía mi hija por el celular. Pero esos órganos habían desaparecido. Se lo expliqué removiendo sus tripas, aunque ella no lo podía creer. “¿Qué pasó?”, gritaba, “¡qué cosa tan rara!”.

Llegué hasta el costillar y partí el cartílago que une los hemisferios izquierdo y derecho, repasando el filo de la cuchilla. El corazón era una hilacha. Liberada el aguasangre de su cuerpo, los pulmones parecían recuperar su estado de inhalación, pero encontré que el corazoncito había explotado seguramente por la presión de la masa de agua en que se había convertido su sangre, ante la falta de hígado y riñones, que se confundieron en la disolución de todo lo que fuera coágulo. La presión de los líquidos sanguinolentos de los órganos inferiores impidió el funcionamiento normal de las conducciones respiratorias, las inundó hasta ahogar al animal, que tuvo que salir de su cueva a buscar la zona más rica del oxígeno, abrir manos y patas pidiendo clemencia al cielo; poner contra el piso su columna vertebral, hasta morir con los dientes pelados y secos, cuando sus pulmones aplastados no pudieron pasar algo de aire.

Quedé devastado, sin ganas de volver a hablar, pese a los consejos de mi hija que desde el país en que vive trató de darme ánimos durante varios días. “La ciencia es así, pa, hace descubrimientos dolorosos y alegrías hirientes. Te dije que sería doloroso…”. Yo ya no la oía.

Lo peor de todo es que muchas preguntas me han surgido desde entonces y no sé cómo contestármelas. ¿Quién sigue? No sé si las odio, no sé si les tengo miedo o respeto o lástima, o si correré con la próxima que encuentre en mi camino.