Archivo restaurado
Universo Centro 022
Abril 2011
Por PASCUAL GAVIRIA
Fotografías de Albeiro Lopera “9”. Reuters
Cuatro fotos con una tropa del ELN en una emboscada, marchando con el pañuelo para lectura de comunicados, rodeando al comandante que habla desde el púlpito de una tabla sobre ladrillos y gozando del alto al fuego al pie de una fogata no son más que clásicas escenas de una guerra vieja y deslucida; escenas en que la guerrilla ha perdido el resplandor del heroísmo y está cerca de perder su último destello: la curiosidad que despierta entre los citadinos. Pero si el fotógrafo dice que, en el 2004, esos guerrilleros deambulaban por las montañas de San Carlos (Antioquia) en busca de quién documentara su voluntad de desmovilizarse y habla entre susurros de una cuadrilla extraña por ordenada y miserable al mismo tiempo, la historia mejora: ahora cada detalle —los fusiles, los ojos sobre las máscaras, las manos, las actitudes— merece una mirada de desconfianza.
Cuando el reportero inicia su relato ya las fotos importan poco, y sólo cuenta su aventura en zona de guerra, sus impresiones, el miedo, las noches tétricas. “Me llaman de Reuters y me dicen que me va a contactar Wilson Arenas, un jugador con fichas en el periodismo y en el gobierno; que hay 40 guerrilleros del ELN que se van a desmovilizar, que ya todo está hablado, que me vaya para un hotel en la 70 que allá llega mi contacto…”. Ante el retraso del contacto, el fotógrafo piensa convertir su espera de hotel en una tarde de motel. Llama a una de sus posibilidades y recibe un desplante. A las 4 de la tarde aparece por fin Arenas, disfrazando el afán y el nerviosismo de diligencia y audacia.
Albeiro Lopera —apenas ahora les presento al fotógrafo— ha recorrido el norte de Antioquia en busca de los estragos que dejaron las FARC, el ELN, los paras y los narcos sin siglas ni brazalete. Entre 2002 y 2008, el municipio de San Carlos pasó de 21.000 habitantes a 6.000 porfiados que se negaron a abandonar sus casas. “Paro armado” se convirtió en una expresión obligada para esa ruta del oriente de Antioquia, y sólo faltó una señal de tránsito que la anunciara. Albeiro le notifica a Arenas las reglas que rigen un viaje a esas lomas: “Allá están en guerra todos contra todos, no se mueve una gallina sin la venia de los armados. ¿Está seguro de la vuelta? ¿A qué hora salimos mañana?”. Arenas no cede la iniciativa, su obligación es pasar al ataque: “Salimos ya, vamos por otros dos periodistas de Reuters y cogemos camino”.
Albeiro blinda su Renault 9 rojo cuando los últimos grillos los despiden luego de pasar Guatapé. Un parqueadero, cartulinas y cinta. Letreros de “Prensa” dignos de película de guerra en El Salvador y la infaltable bandera blanca adornan al único carro que se atreve por entre esa carretera enmontada. La resignación desprevenida de los otros periodistas de Reuters —un experto en contactos con las FARC y un oficinista que mordió un anzuelo— hicieron que Albeiro se apuntara en ese viaje a deshoras. Por su parte, los otros dos invitados sintieron que la presencia del hombre de la zona era garantía suficiente. Sin darse cuenta, los tres comensales de Wilson Arenas cerraron un pacto de confianza con tres patas chuecas.
Durante el camino oscuro, hecho sólo para la ambulancia de San Carlos, Albeiro mira manejar a su contacto y piensa: “Esta es mucha loca hijueputa”. No termina de entender por qué se embarcó en ese chárter. Las luces que alumbran una subestación de EPM marcan la primera parada en territorio vedado: aparece una guardia tranquila a cargo de los militares, y luego de las preguntas y respuestas sobre un trabajo social que vienen a cubrir en la zona hay una conversación entre Albeiro y el jefe de la escuadra. Hablan del clima: “Qué, ¿mucha agua por aquí?”. “Ojalá fuera sólo eso: ¡agua y plomo como un putas!”. “Bueno, al menos hay camellito”. “Eso sí, porque viendo llover se aburre cualquiera”.
En medio de la charla, una pelada pone un dedo en el hombro de Albeiro y le pide un aventón carretera arriba. Él la espanta como a una chapola, deja que sus preguntas se pierdan entre el monte. De pronto la misma chica le clava el mismo dedo debajo de las costillas, con fuerza, y le dice bajito: “Cuando yo le diga que me lleve, usted dice que me lleva”. Termina la conversación con el militar y ya Albeiro le está abriendo la puerta a la imperiosa pasajera. “Hágale p’arriba, hasta una tienda a mano izquierda”, dice la nueva guía. Allá se queda el Renault 9 y una camioneta los lleva unos kilómetros arriba. Llega el momento de la trocha: empieza la marcha y se larga el aguacero que prometió la milicia. Los truenos retumbaban como si hubieran metido al mundo en una caja. Cuando aparecen los guerrilleros entre el monte, Albeiro intenta que los disparos de su cámara coincidan con el resplandor de los rayos, queriendo abusar de su intuición. Hay un río crecido y los elenos cruzan de lado a lado con los fusiles en alto; ofrecen ayuda a los periodistas y muestran su mejor ángulo.
El campamento no es más que una casa derruida y una fogata menor: muy poco para ser el cambuche de 40 guerrilleros. “Es el peor recibimiento que me han hecho en el monte”, lo dice un fotógrafo experto en tratar comandantes de todas las orillas. Ya no hay regreso, afuera la ropa mojada, una capa impermeable como cobija para los compañeros de viaje y a dormir como un confite entre un trapo palestino, un nudo en la cabeza y otro en los pies (el peor error: no haber comprado una media de ron el la única tienda disponible). El comandante apenas saluda; dice que eran un frente con presencia en Argelia y que llevan unas semanas sin radio: “Por celular hicimos un contacto en Bogotá y nos queremos desmovilizar”. Buenas noches con la pañoleta de por medio y mañana será otro día. Es extraño que esos guerrilleros, supuestamente acosados por las FARC, las AUC y el ejército, con intenciones de dejar el monte y dar la cara, insistieran con sus máscaras de trapo y una reserva inverosímil.
En la madrugada, uno de los caballos que acompañó al grupo de periodistas se enreda con el lazo que lo sujeta a una cerca: el táparo da cabezadas, se retuerce, jala los línderos, resopla, relincha. El caballo ha contagiado su agitación al frente y sus invitados. Los guerrilleros gritan, putean al encargado de las bestias. El ojo aterrado del caballo es el de todo el campamento. Después de unos minutos vuelve la calma espesa. Albeiro ya no puede dormir y se levanta a echar una meada contra la noche. En el camino se topa con un flash revelador: el comandante está prendiendo un cigarrillo y la llama de su mechera le alumbra la cara somnolienta. Un saludo temeroso de parte del fotógrafo y de nuevo a esperar la mañana en su envoltura.
Amanece sin más sobresaltos y la tropa hace sus ejercicios para el fotógrafo mientras el comandante entrega sus declaraciones a los otros dos periodistas. Wilson Arenas pasa de contacto a simple chofer; siente que ya hizo lo suyo y se distrae por los alrededores. Hecho el trabajo, los guerrilleros y los periodistas se miran con recelo: “ellos con ganas de que nos fuéramos y nosotros con ganas de irnos”, dice Albeiro. Antes de la despedida la tropa se esfuma. Los periodistas y Arenas están solos en compañía del hombre de los caballos, un montañero que lleva tres días de rehén y palafrenero extraoficial.
Un río crecido hace de muralla cuando vuelven hacia el Renault 9. Cuando los gritos son la única opción —van tres intentos de cruzar fallidos— aparecen dos campesinos bien vestidos. Son los samaritanos que ayudan a pasar con indicaciones y una vara. Hay una cara y una voz conocida: Albeiro reconoce el perfil que vio alumbrado por la llama en la madrugada. Uno de los periodistas también se mosquea: “Ese güevón hablaba igual al comandante”. Pero qué va, ya están al otro lado, lejos de esos guerrilleros ciertos o simulados. Al final, los dos campesinos que sirvieron de guías ribereños pasan en una camioneta roja y no en la chiva que decían esperar. Esa misma camioneta está parqueada en el puesto militar, del que se despiden los periodistas levantando una mano y agitando la bandera blanca. Días después, Reuters presenta las fotos de un frente del ELN dispuesto a desmovilizarse. Para los periodistas ha quedado claro que cubrir una puesta en escena también puede ser azaroso. Y que Wilson Arenas les había metido un buque. “¡Mucha loca hijueputa!”.
Coda: La desmovilización nunca se dio. Ese frente apócrifo todavía se estaba cocinando, presentaba sólo un ensayo general ante la prensa. Más tarde, en marzo de 2006, se desmovilizó el Frente Cacica Gaitana en Alvarado (Tolima): una comedia que sí llegó a su fin. Es seguro que al reparto de San Carlos le tocó guardar los pañuelos y devolver los fusiles. Ya en el Renault 9, camino a Medellín, el radio entregó declaraciones del presidente Álvaro Uribe sobre las desmovilizaciones guerrilleras producto de la presión militar.
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