Número 142 // Diciembre 2024

Salvar el mundo

por SIMÓN MURILLO MELO
Fotografías de Juan Diego Cano – Presidencia de la República

En Cali encontré a unos manifestantes sobre el Puente España. Eran campesinos, una contingencia nutrida que acababa de bajarse de sendas chivas. Hacían rondas, cantaban y bailaban con banderas de Cuba y Palestina. Conversé un rato con uno de sus líderes, un hombre alto de ojos duros. Venían del cañón del Micay, algo más al sur por la cordillera. Solo hacía un mes, el ejército se había tomado El Plateado, corregimiento de López de Micay, y los ministros desfilaron con tanqueta de fondo. Era esa zona, decían los generales, el nido de la subversión de Iván Mordisco. Según los campesinos las intenciones del gobierno eran construir una hidroeléctrica y desplazar a treinta mil personas.

Los campesinos del Micay eran apenas un grupo más de los muchos que protestaron contra la COP16 los tres días que estuve allá. La Minga de Cali, una de las organizaciones que quedaron en la ciudad después del paro del 21, pidió soluciones de tierra para una ciudad que se asa apeñuscada. Bomberos de la Orinoquía y el Amazonas llevaron sus camiones a la zona azul y la bloquearon por horas. Nasas de Caloto estuvieron a unos pasos de darse con la tanqueta del Esmad parqueada también afuera de la zona azul, el centro de convenciones donde se alzaba la bandera de la ONU y sucedían todas las negociaciones diplomáticas, congregación de ecologistas, políticos, lobistas, depredadores y lagartos.

Para entrar a la zona azul había que pasar una sucesión de filtros: militares adormilados reposando el fierro en la sombra de un guayacán, policía, policía de la ONU, seguridad de Presidencia. Adentro, miles hormigueaban entrando y saliendo de un aguacero de eventos. La Convención de la Biodiversidad no es un lugar para hablar de las maravillas de la vida, sino de las realidades del billete. El tema de la versión 16 volvía a ser cómo acabar con cientos de billones de dólares en subsidios a la agroindustria, las pesqueras y la industria forestal y convertir esa plata, con lógica de economista, en una que proteja la biodiversidad del planeta. A Cali llegaban también años de discusiones sobre la secuenciación digital genética: ¿quién es el dueño de la información genética de, digamos, una planta del Vaupés usada por la industria farmacéutica suiza? “¿La humanidad?”. ¿Los suizos? ¿Colombia? ¿La gente que vive ahí?

Debajo de unos árboles, en los límites enrejados de la zona azul, Charry, consejero político de la OPIAC (Organización Nacional de Pueblos Indígenas de la Amazonía Colombiana), murui muina del Putumayo, “gente de tabaco, coca y yuca dulce”, me dijo que “nos han dejado a los pueblos indígenas apartados de la discusión. Llevamos más de veinte años luchando para que nuestra voz sea reconocida…”. “Aléjense de la malla”, nos ordenó un escolta. Charry vaciló apenas un segundo y siguió: “Deberíamos de tener más incidencia en las decisiones, pero no es así. Nosotros dependemos de la voluntad que tengan las partes acá”.

La primera apuesta de los pueblos indígenas en la COP16 era lograr la aprobación del artículo 8(j), lo que los haría cuerpo subsidiario de la convención, un subidón de peso político que los haría participantes reales y permanentes del proceso y voz en la distribución de billones de dólares. Su fuerza era palpable en todas partes de Cali, en las protestas de la calle, en los foros, en las salas de discusión. La presencia diplomática latinoamericana, especialmente de Colombia y Brasil, era extensa, y en cada delegación había decenas de indígenas.

En la zona verde, varias organizaciones del Amazonas lanzaron un grupo político transfronterizo indígena, el G9. “Para competirle al G7”. Tanto Charry como la coalición del G9 se refirieron a su preocupación por los pueblos no contactados de la Amazonía, algunos de los últimos que quedan en el planeta. “¡Sin pueblos aislados no hay biodiversidad, sin biodiversidad no hay vida!”. Los pueblos indígenas parecían ser algunos de los pocos en la COP con la enervación que uno encuentra entre biólogos y meteorólogos meditando la catástrofe. En buena medida, la convención y sus asistentes también evitaban hacer hincapié en la serie de datos resabiados: la sexta extinción masiva, la desertificación del Amazonas, el blanqueamiento masivo de los corales, la interrupción de la corriente del Atlántico, el camino a los 2.6 grados.

Las primeras semanas en las convenciones de biodiversidad, grupos de estudio preparan versiones de textos en los que han estado trabajando los últimos años. Luego, en un tedioso ritual de escritura entre cientos, los diplomáticos terminan en un texto consensuado. El zumbido gris del lenguaje internacional está repleto de verbos ahoga-promesas: “encourage”, “ensure”, “develop”, “the voluntary complementary actions”. Si un solo país no está de acuerdo, no pasa. Y si pasa, tampoco pasa nada. La anterior convención, la de Kunming-Montreal, prometió que para el 2030 los países ricos deberían contribuir con doscientos billones de dólares solo para la biodiversidad. Para la de Cali, la promesa debería subir a cuatrocientos. Se creó un fondo para hacerlo, pero hasta la fecha el único contribuyente es China, que le ha metido míseros siete millones. El Ministerio de Medio Ambiente colombiano anunció en Cali dos fondos nuevos, uno para el Chocó y otro para la reserva Seaflower en Providencia, pero sus donantes están todavía por verse.

El primer día de lo que la ONU llama las negociaciones de alto nivel, la activista Yolanda Perea me dijo que “no creía en nada de esto”. Tampoco en la integración de negros e indígenas en el convenio: “Hasta la comida es de blancos”, dijo mirando con asco sánduches helados. Petro abrió el segmento con un discurso sobre “la significancia de la muerte para la reproducción ampliada del capital” y profetizó que “una gran batalla por la vida se acerca”. Coronas de plumas y kufiyas emergían entre las cabezas diplomáticas. A la salida un grupo protestó con las fotografías de algunos de los 166 defensores del medio ambiente asesinados en América Latina este año, 79 de ellos colombianos. Los primeros en el mundo.

La tarde era hermosa. Un delicado calor cobijaba la zona azul. Camino a la salida los guayacanes se mecían con la brisa de las cinco de la tarde. Las delegaciones más humildes o discretas viajaban en bus y las más ostentosas, en caravanas de carros diplomáticos. Como las grandes delegaciones llenaron todas las plazas del Inter y el Marriott, delegados del Pacífico Sur o el oriente africano terminaron durmiendo en el motel Sensaciones.

En los cuarenta, Rojas Pinilla era el comandante de la Tercera Brigada de Cali. La muerte de Gaitán le dio la excusa a políticos y hacendados para lanzar una higiénica campaña contra campesinos y bandoleros del norte del Valle. Decenas de miles terminaron muertos, perdiendo tierras y arraigos. Fue uno de los periodos más violentos de nuestra historia. Pedro Antonio Marín, que sería Manuel Marulanda, vendía obleas en Ceilán y sobrevivió a cuatro masacres en su juventud antes de cumplir 25 años y cruzar la cordillera.

Desde hacía años que la caña transformaba el Valle, una cobija verde que con las tardes ardía en nubes dulces y espesas. Pero solo fue hasta los años sesenta que un grupo de industriales, entre ellos Carvajal y Éder, implementó las ideas del demócrata gringo David Lilienthal, uno de los arquitectos de la bomba de hidrógeno. Aprovechando que el campo estaba vaciado, construyeron la Corporación del Valle del Cauca y desecaron decenas de miles de hectáreas de ciénagas, canalizaron y taparon ríos, tumbaron monte. Ese proceso se replicó en el valle del Sinú y, con otras formas, en el del Magdalena Medio, provocando enorme destrucción ecológica y social. Entre 1980 y 2000, cien millones de hectáreas de bosques tropicales desaparecieron en el planeta, 42 millones en América Latina. A Álvaro Cogollo, el botánico colombiano más importante de nuestro tiempo, se le reveló el bosque con intensidad y belleza por primera vez en el Opón, en el Magdalena, una selva brillante que unos años después sería pasto y vacas.

La mayoría de los habitantes de Cali viven en islas de concreto y humo, rodeados por la caña y ríos moribundos. El agua de la canilla está contaminada del mercurio que baja de la minería de oro en los farallones. En el Centro de la ciudad, la multitud hervía alrededor de la zona verde, la novedad de esta COP. Cientos de eventos gratuitos al tiempo sobre el lugar en el que se vive.

En la zona verde, científicos ecuatorianos anunciaron el descubrimiento de cuatro ranas de lluvia para la humanidad. Las Pristimantis satheri, broaddus, robayoi y praemortuus. Ninguna supera los dos centímetros y medio y se camuflan en hojas y raíces. Viven en un estrecho valle a medio camino entre los Andes occidentales y las selvas del Chocó, donde se encuentran las cuencas de los ríos Mira y Mataje. El herpetólogo Mario Yáñez dijo que: “Decidimos tomarla y poner el epíteto praemortuus, el cual significa ‘previo a la muerte’. La mayoría de los biólogos de conservación estamos colectando especies que, en gran medida, están en riesgo o proceso de extinción”.

Nada de la urgencia de Yáñez se sentía en la zona azul. Le pregunté al ministro de Medio Ambiente de Perú cómo coincidían sus promesas de cuidado del medio ambiente con las concesiones forestales legales en la Amazonía preandina. Me habló de una nueva metodología de “trabajo articulado”, y una propuesta de “desarrollo integral”. La inmensa mayoría de la degradación medioambiental del mundo es legal y promovida por nuestros gobiernos. Luego le pregunté qué pensaba del nombramiento de Martín von Hildebrand a la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica, el único mecanismo multilateral amazónico. Se supone que la OTCA debía de tener jefe desde febrero, pero Perú no quería aprobar el nombramiento. El ministro se mostró verdaderamente sorprendido y declaró al auditorio que no tenía ni idea qué era la OTCA, ni quién Von Hildebrand.

Las negociaciones avanzaban paquidérmicamente. Progresos en la negociación de los beneficios genéticos y poco más. El segundo día, las organizaciones indígenas estaban nerviosas: la aprobación del 8(j) peligraba. La meta de limitar los subsidios a los pesticidas también se vio envenenada después de fuerte presión lobista. La siniestra Confederação Nacional da Indústria brasileña contrató a la consultora McKinsey para mover conciencias. Representantes de Shell, Exxon y Ecopetrol ofrecieron públicamente “integrar a las comunidades indígenas en la conservación de la biodiversidad dentro de la industria de los hidrocarburos”.

Conocí a otros campesinos del cañón del Micay, integrantes de la Confederación Nacional Agraria, quienes me contaron que los campesinos con los que había hablado en el Puente España los habían desplazado a ellos y a decenas de comunidades negras para instalarse ahí. Tenían un proceso de restitución de tierras y otros en la Fiscalía. Según contaron, sus banderas ecológicas enmascaraban los intereses cocaleros de Iván Mordisco.

En Kunming se prometió que todos los países entregarían un plan para enfrentar la biodiversidad, pero menos de un cuarto cumplieron, aunque algunos países grandes y megadiversos sí lo hicieron, como China, Indonesia y Colombia. Otros, como México, entregaron borradores hechos a las carreras. Los talibanes presentaron plan de biodiversidad, así como los palestinos. (Un mullah afgano les dijo a sus seguidores a principios de este año que la huella de carbono de cada quien va a pesar el día del juicio final). Incluso Fabio Valencia Cossio, jefe de la mesa de negociación con la guerrilla del EMB (Estado Mayor de los Bloques), y Calarcá Córdoba, jefe de esa guerrilla, presentaron un plan para el cuidado del medio ambiente y la “transformación territorial”.

Las negociaciones de la plata encontraron el bloqueo de los sospechosos de siempre. Dos años atrás, un paquete de financiación fue finiquitado por China, ante el horror de los países pobres. En Cali, Australia, Japón y la Unión Europea bloquearon cualquier intento de canjear deuda por naturaleza, rechazaron la constitución de cualquier tipo de fondo nuevo, resistieron actualizar sus promesas del año pasado y en general se negaron a cualquier caridad.

La sugerencia colombiana de introducir una referencia a la “transición de los combustibles fósiles” previamente negociada en Dubái fue inmediatamente ofuscada. Palau y un grupo de naciones isleñas del Pacífico intentaron avanzar un párrafo prometiendo “prevenir experimentos de geoingeniería solar y marina” y Vanuatu, que el ecocidio fuera un crimen. Varias organizaciones protestaron contra mecanismos financieros como los créditos y las compensaciones de biodiversidad. Sostenían carteles apresurados: “La naturaleza no está a la venta”. La seguridad de la zona azul les permitió protestar, pero instaló un cordón alrededor de los seis o siete protestantes, como una pieza de museo.

Sobra decir que aquí Estados Unidos no está por ninguna parte. No es común ver gringos en la zona azul. Es el único país del mundo que no suscribe la Convención de la Biodiversidad Biológica, y el mayor delincuente ecológico. Rusia tiene una presencia fuerte y mete el martillo en cuanto subcomité pueda. Los chinos están en todas partes y son la única potencia mínimamente consciente de la escala del problema.

El embajador de China en Colombia, Zhu Jingyang, me dijo en un español difuso y elíptico que “en principio veía con mucho interés” la propuesta de Petro de canje de deuda por clima, pero que había que ver “quienes son los deudores” (China es uno de los mayores deudores del planeta). Luego habló de la “civilización ecológica” y el “progreso” de las civilizaciones. Dos mujeres nos grabaron de cerca y con atención todo el tiempo.

El 2022, la Unión Europea pasó una legislación que les impide comprar cualquier producto de la deforestación posterior al 2020. Indonesia, Malasia y, especialmente, Brasil lo vieron como una sanción económica. Los europeos actuaron alarmados por las ambiciones agroindustriales del sur. Si el proyecto bolsonarista continúa, por ejemplo, el Amazonas perdería su capacidad de regenerarse y el continente se desplomaría a un abismo de hambruna y sequía perpetuas. Le pregunté al embajador Zhu por eso y me contestó que era “un tema muy específico sobre el que no tenía mucha información”, pero que “el desarrollo de China no se traduce a reemplazar a nadie ni a estancar otro país”.

Brasil presentó un nuevo plan para combatir la deforestación: los europeos, los gringos y los Emiratos Árabes les prestarían veinte cinco billones de dólares a seis naciones megadiversas, “la Opep de las selvas”, entre ellas Colombia, con una tasa fija de retorno por veinte años. Eso sería el capital semilla para que individuos extremadamente ricos invirtiesen cien billones más. Nigeria criticó la idea: “Nos preocupa un cambio hacia una meta abrumadoramente concentrada en la banca privada”. Bernadette Fischler de la WWF opinó que “seguir las discusiones sobre el financiamiento de la biodiversidad aquí en Cali fue tan agradable como una cirugía dental de conducto”.

La aprobación del artículo 8(j) tambaleaba. En las negociaciones, decenas de indígenas de todo el mundo se sentaban en las sillas del fondo del auditorio, atentos a cada palabra. La comunicación era trabajosa para muchos. Buena parte de las discusiones era en inglés y la traducción simultánea era deficiente y con frecuencia imposible.

Hace unos años, un industrial azucarero, miembro de la familia Éder, me invitó a su casa en Cali. Su chofer pasó por mí. Vivía apenas a unos diez minutos en carro desde el Centro de Cali. Era una gran hacienda con caballos y vacas. En el fondo, edificios de la mafia brillaban como montañas. El hombre emergió de traje claro y pantuflas. Las paredes se acercaban al metro de grosor y la mueblería era más antigua que la república. Almorzamos mariscos del club. Él y su esposa eran encantadores, apuestos, inteligentes. En un momento le pregunté: “¿No era la caña de azúcar algo terrible?”. Procedió a hacerme un recuento exhaustivo de todas las razones sociales, económicas y ecológicas por las que la caña era un problema. Creo que no se le olvidó ni una. Mencionó la desigualdad de la tierra, la degradación de los suelos, la contaminación del etanol, los bajos salarios, la violencia en los pueblos cañeros y la dificultad de la expansión. Al final, encogió los hombros: “Es muy complicado, mano”.

Susana Muhammad, ministra de Medio Ambiente y presidenta de esta COP, se enredó en el proceso y las cuestiones de financiación, las más importantes, terminaron el último día. Indonesia y Rusia pretendían aplazar la discusión del 8(j) para la COP17 de Armenia. La República Democrática del Congo y el bloque africano pasaron una parte importante de la conferencia intentando reformar sin éxito el sistema de transferencias del único fondo funcional, el GEF. Era difícil acceder a él y controlado por las naciones más ricas. La desconfianza era tan alta que cualquier consenso se veía lejano.

Frustrada, el Congo impidió que avanzara el marco de monitoreo de la pérdida de la biodiversidad, y al hacerlo estancó lo último que quedaba de las negociaciones. No llevaban absolutamente nada sobre la financiación, el tema más importante. El estrés de los negociadores en la zona azul contrastaba con la euforia de Alejandro Éder, el alcalde, que bailó toda la noche en la zona verde con su esposa, la exmissmundo Taliana Vargas. Tocaban los Hermanos Lebrón, el público los ovacionaba. Pidió una canción más antes de cerrar el concierto: “Maestro, Sin negro no hay guaguancó“.

La mediación de Muhammad entre India y Suiza y la relativa disposición europea a los impuestos logró la aprobación a última hora del Fondo Cali, que recibiría las contribuciones de un nuevo impuesto global a la información genética. La legislación anuncia que las farmacéuticas, agroindustrias, cosméticas y otras “deberían” contribuir con el 0.1 por ciento de sus ingresos a la protección de la biodiversidad. La ambigüedad del lenguaje efectivamente implica que todavía faltan unos añitos para que sea real. Las sugerencias de Palau y Vanuatu, la prevención de la geoingeniería marina y la gestación del delito de ecocidio fueron derrotadas.

La fuerte presencia indígena en la delegación de Brasil fue decisiva para lograr la aprobación del 8(j). Hubo celebración en las sillas de atrás. Los pueblos indígenas tendrían un órgano subsidiario en la Convención de Biodiversidad Biológica, lo que garantizará su independencia en las futuras negociaciones y los hará probables receptores directos del dinero internacional. En los próximos años, las ambiciones políticas de los pueblos indígenas de América y especialmente del Amazonas crecerán con la crisis.

A las 3:30 de la mañana del último día, Muhammad intentó forzar una decisión sobre un borrador que incluía la creación de un nuevo fondo. Pero el texto no pudo pasar: el quorum se había agotado. Las delegaciones dormían sobre las mesas o habían partido hacía tiempo. Aun así, las discusiones continuaron, el monólogo de la mesa, el zumbido del micrófono, las últimas palabras de la COP16. A las 8:30 de la mañana, con el auditorio desolado, Muhammad clausuró con un martillazo. Las delegaciones más pobres se fueron primero: reagendar vuelos era imposible. Las discusiones deberán continuar en una reunión interina en Bangkok el año próximo. Fue imposible llegar a un acuerdo.