Más pronto que tarde aparecerá la edición millonaria del libro, escrito por un periodista inglés necesitado de dinero y de notoriedad, sobre los motivos que llevaron al papa Ratzinger a renunciar al trono de San Pedro. Allí se nos dirá que fue a causa de las amenazas del cardenal Bertoni, aupado por la mafia siciliana; que fue llevado a tomar la decisión inesperada por un combo de banqueros, socios del Banco Vaticano en una productora de películas pornográficas con niños; o a causa de un desfalco hecho a sus espaldas por uno de sus secretarios en la tesorería de una red de prostíbulos regentados por jorobadas en Rumania. Y podrá ser cierto. Pero también podrá no serlo.
El Papa estaba muy cansado, tanto como se le veía en la cara y en el paso vacilante, porque los rottweiler de Dios –así se le llamó al principio de su principado, El rottweiler de Dios–, también se cansan. Y porque no estaba dispuesto a darle al mundo el espectáculo más triste que sagrado del Papa anterior, muertovivo, llevando su santo cuerpo lleno de secretos malsanos con dificultad, deformado por el peso de las penurias físicas y los remordimientos. Porque los papas, por más que sean inspirados por el Espíritu Santo, también han de sufrir remordimientos como todos nosotros. Sobre todo cuando dirigen una organización milenaria plagada de porquerías desde el comienzo, con la herencia de todas las lacras de los seres humanos que no podemos ser mejores de lo que Dios nos hizo a partir de una bola vil de barro sacada de una orilla podrida de los ríos que forman la Mesopotamia, donde dicen que estuvo el Paraíso.
Yo creo que el Papa se apartó por cansancio. Aunque no haya sido solo por el cansancio de los huesos y los músculos que aquejan la procacidad de la vejez, sino también por la fatiga espiritual, como él mismo confesó en el discurso de abjuración, rendido de lidiar con las corruptelas de los cardenales, los obispos y la multitud de los párrocos, unidas a las innumerables que aquejan a los fieles del rebaño de Cristo en todas partes, a los de la Santa Mafia, que es el otro nombre del Opus Dei, tanto como a los simples de pata al suelo.
“Guías ciegos, coláis el mosquito pero tragáis el camello”, clamaban los profetas en tiempos de Jesús. Y es inevitable recordarlo otra vez al repasar la historia del papado desde los tiempos del papa Esteban que hizo exhumar a su antecesor Formoso para acusarlo de usurpador y cortarle los tres dedos que usaba para bendecir, pero que murió estrangulado un año después. Y desde Juan X que también murió estrangulado. Y Juan XII que hizo arrancar la mano derecha a uno de dos curas adversarios suyos y al otro la lengua y la nariz. Y desde Gelasio II que huyó de Roma a Gaeta protestando: “salgamos de Sodoma…”.
La lista de los papas conflictivos es larga. No se pueden achacar a la pobre modernidad problemática los vicios de Roma hoy. Ya un dulce de brevas envenenó a Benedicto XI. En los umbrales de la modernidad la sede de la iglesia de Cristo ya era famosa por las miserias que albergaba su seno. Un papa ejemplar fue Alejandro VI, perteneciente a la ardiente casta española de los Borgia, una familia tan unida como ya no se ven, en la cual los tíos compartían sus lechos con sus sobrinas y los hermanos con sus hermanas en una confraternidad que superaba con creces el ágape que a partir de Platón practicaron los primeros cristianos.
Ese Alejandro fue el primero en proclamar la idea de la inmaculada concepción de María, vaya uno a saber por qué compensación de su lujuria, de la Inmaculada convertida en dogma siglos más tarde. Y fue en su época cuando en el papado aparecieron las inclinaciones a la piromanía que infestó de hogueras a Europa, para que miles de protestantes, lectores de la Biblia, librepensadores y yerbateros, acabaran abrasados, a veces en presencia de sus pequeños hijos. Porque como dijo un inquisidor de nota, era bueno que los hijos asistieran al sacrificio de sus padres para que crecieran en el santo temor de Dios.
Clemente XIV suprimió la compañía de Jesús en 1773 y temiendo que los hijos de Loyola lo envenenaran se dedicó a comer huevos pasados por agua que él mismo se hacía, y que acabaron matándolo por consunción. Un Pío entre los Píos píos condenó la libertad de prensa, de modo que en sus tiempos este artículo nunca hubiera podido ver la luz. Pío Nono no tuvo par pues con él fueron confinados los papas al Vaticano para ceder sus habitaciones en el Quirinal al rey Víctor Manuel, que a su vez debió dejarlas a los presidentes de la república. Pío X condenó la separación de la iglesia y el Estado. Pío XI solía decir que cuando obraba como papa le dejaba la responsabilidad al Espíritu Santo. Pío XII, un políglota famoso, proclamó el dogma de la Asunción de María. Y Juan XXIII se declaró prisionero del Vaticano, el Papa Bueno, el que avaló las teologías de la liberación que acabaron por llevar a muchos curas rasos a las guerrillas. Y de Juan Pablo I, uno de los papas más efímeros en los tiempos modernos, se sospecha fue envenenado. Juan Pablo II, que dejó fama de justo, encubrió con su silencio a los curas rijosos, a los pederastas incorregibles como el famoso padre Maciel, que además llenó de hijos a sus parroquianas y dicen que se comportaba con estos como cualquier Borgia.
Lo misterioso para mí, lo que me habla de la misión sagrada de la Iglesia y de su probable origen divino, es que una organización tan corrompida haya podido sobrevivir dos mil años y haya influido de un modo tan poderoso en la sociedad por tanto tiempo. Asombra que el Papa en un mundo pecador y escéptico aún convoque multitudes como un cantante de rock. Se comprende que Mick Jagger llene los estadios, pues brinca, aúlla y llama a la felicidad del desorden. Pero que un anciano mascullando una lengua inteligible, quien además nos reprocha nuestros besos privados, condena el humilde condón y nos conmina a cuidar de los pobres tan engorrosos e inacabables aunque él mismo no lo haga, fascine al mismo tiempo las masas, tiene que deberse a alguna razón misteriosa.