Número 143 // Marzo 2025

A María Ignacia, nacida en esa Antioquia que le rendía pleitesía al rey de la lejana metrópolis peninsular, la sedujeron. Su “galán”, que alguna vez le había prodigado amores, promesas y madrigales, se convirtió en una víbora dispuesta a destilar injurias y procurar ultrajes. Aquí, la historia de cómo el engaño y el deseo —sobre todo el deseo—, disfrazados de amor y compromiso, burlaron el nombre de una antioqueña.

Honor tiznado

por FELIPE OSORIO VERGARA
Ilustración de Josefa Watanabe

“Basten ya tus engaños; / mira que lo pasado, aunque ha pasado, / te deja desengaños, / porque conozcas que de aquel estado / solo quedó presente / lo que debes llorar eternamente”.

Sor Josefa del Castillo y Guevara en Desengaños, exhorto a penitencia y acto de contrición.

María Ignacia Marín estaba triturando el maíz. Con ese ritmo constante, cadencioso, iba machacando grano tras grano en la piedra de moler. Pronto, esa masa pastosa se convertiría en arepas, estacas, tejas, o un sinnúmero de amasijos con los que alimentaría a su prole. Mientras ella estaba concentrada en el metate y en pasar el maíz ya molido a la batea de madera, escuchó que Juan Miguel Duque, de 56 años, la llamó desde la puerta. Ella, que estaba en la cocina de esa casita de embarrado situada en el sitio de San José de la Marinilla, fue a la puerta a atender al recién llegado. Tras saludarse, Duque le propuso cambiar una cerdita que ella criaba en el patio de la casa, por otra que él estaba engordando en un terreno del sector conocido como la Quebradita Honda. Tras aceptar el trueque, él aprovechó para cobrarle tres pesos de una fanega de maíz que esta le debía desde hacía tiempo: “No espero más por mi dinero, a la vuelta téngame los tres pesos”, y se fue. Lo que María Ignacia no sabía es que Ambrosio de Cárdenas, de 21 años, la estaba espiando, oculto en la huerta contigua. 

Ese episodio del trueque de los cerdos y del cobro de la deuda, sería usado por Cárdenas para romper su palabra y sustentar, posteriormente, su calumnia. Era finales del año del Señor de 1774.

Una castiza pobre

María Ignacia Marín había nacido hacia 1746 y era, según los censos de la época que se encuentran en el documento 6498 del Archivo Histórico de Antioquia, una “blanca de segunda clase”. Esto, en aquellos tiempos marcados por una fuerte estratificación social soportada en un sistema de castas, la clasificaba como castiza o cuarterona, a medio camino entre los criollos (hijos de españoles nacidos en América) y los mestizos. Sin embargo, era una blanca pobre que se dedicaba a cosechar algunas verduras y hortalizas en una pequeña huerta y a la cría de lechones en el solar de su casa. De hecho, el historiador Mauricio Gómez apunta en su artículo Cerdos y control social de pobres en la provincia de Antioquia, siglo XVIII, que si bien en el período colonial antioqueño no se puede generalizar el hecho de que todos los pobres fueran criadores de marranos, sí hay una importante correlación entre la pobreza y la cría de lechones como una manera de sustento para cubrir las necesidades básicas, especialmente entre las mujeres de escasos recursos. Incluso, añade que las élites antioqueñas de ese momento privilegiaban el consumo de carne de res, pues el ganado vacuno era también símbolo de estatus en tanto requería de grandes hatos para su cría, a diferencia de los cerdos, criados en patios, solares, huertos y, muchas veces, vagando libres por las aldeas. 

Pero a la pobreza de María Ignacia había que sumar su viudez. Se había casado en 1768, a sus 22 años, con José Joaquín Arias, con quien tuvo a Vicente, Fermín y María; no obstante, su esposo murió en 1772. Así, ella quedó sola, con tres hijos a cargo, y sumida en las penurias económicas. “La viuda era un ser común de la sociedad colonial, en cada ciudad eran muchas en este estado y sus roles se desempeñaban en muy diversos escenarios. […] De otro lado, la habitual idea de la ‘viuda feliz’ parecería ser una ficción. El común de las viudas eran mujeres adultas agobiadas por las cargas y la pobreza”, explica el historiador Pablo Rodríguez en Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada. Según el censo de Marinilla en 1786, de 4462 personas que habitaban el sitio había 52 viudas y dieciocho viudos.

Para paliar su viudez y encontrar auxilio financiero, María Ignacia soñaba con contraer segundas nupcias. Era difícil, pues en la “feria” matrimonial los pretendientes preferían a las mujeres vírgenes o a las viudas jóvenes con cierto nivel económico y con solo uno o dos hijos; cualidades ajenas a María Ignacia que, para la fecha del caso, tenía 28 años, tres hijos y escasos bienes.

Una viuda honesta y recogida

En 1774, dos años después de la muerte de su marido, empezó a recibir coqueteos de parte de Ambrosio de Cárdenas, un mozo de 21 años que era pariente lejano. “Yo era una viuda recogida, pero como mi anhelo era siempre el no dar qué decir, procuré ponerme en el estado del santo matrimonio con dicho Ambrosio de Cárdenas”, narró María Ignacia Marín el 6 de septiembre de 1774 ante José de la Cruz Duque, alcalde ordinario del Valle de la Marinilla. 

María Ignacia pensaba que por fin había conseguido en Ambrosio a un compañero de vida. Aunque era mucho más joven que ella e igual de pobre, vio en ese muchacho que la pretendía la posibilidad de recomponer su familia y de dejar de dar lástima como la “pobre viuda”, para ser de nuevo una mujer casada. Probablemente, pensó que Dios y el destino le habían sonreído, así como en la Biblia la viuda Ruth logró casarse con Booz. Sin embargo, otro fue el desenlace. “Ambrosio asintió contraer esponsales conmigo y bajo futuro matrimonio tomó entrada en mi casa y por ello resultó tener cópula carnal conmigo de que me hallo embarazada”, se lee en la declaración de María Ignacia que hace parte del expediente 1934 del Archivo Histórico de Marinilla. 

Tras haber obtenido la relación sexual que quería, Ambrosio empezó a alejarse de María Ignacia, dilatando su promesa y contradiciendo su palabra. Por eso, temiendo que su honor quedara en entredicho, ella lo acusó por incumplimiento de promesa de matrimonio y el alcalde —conocedor de las habituales fugas de los seductores— lo apresó en la real cárcel de Marinilla mientras se resolvía la demanda. “Hallándose el susodicho en captura, suplico al señor alcalde, rendidamente, se sirva el no darle soltura, compeliéndolo por todo rigor de justicia a que se ponga en el estado del santo matrimonio conmigo, costeando la dispensa o precisándome al dicho Cárdenas que sea dotada […] mediante a que se constituye deudor en la recompensa de mi honor, que así lo ordenan las leyes divinas y humanas. Así, espero su recta administración de justicia, sirviéndose vuestra merced el ampararme como pobre viuda, sola y desamparada en esta demanda”, exigía Ignacia Marín.

Marín enfatizó a lo largo del expediente su situación de desvalimiento, no solo porque fuera cierta, sino también para que su caso tuviera prioridad entre el universo judicial que debía resolver el alcalde. Además, al menos en el papel, tenía a las leyes indianas de su lado: “Los virreyes y presidentes sobre el gobierno de las audiencias […] Nos avisen si se guarda justicia a las viudas y personas pobres y miserables, anteponiendo el despacho de sus pleitos y causas a los demás, como es justo”, reza en la Ley V, Título 14, Libro 3° de la Recopilación de Leyes de Indias.

Por otro lado, en cada una de sus declaraciones ella recalcó el hecho de que era “público y notorio que he sido honesta y recogida”. Esta necesidad de resaltar su intachable conducta buscaba: primero, blindar su demanda de los rumores o calumnias que pudiera levantar el seductor, pues en la Colonia —y hasta que la “seducción” dejó de contemplarse como delito en el siglo XX— fue común que los hombres salieran indemnes de los litis judiciales aduciendo la mala conducta de las féminas. Segundo, para asegurar que las leyes la ampararan, pues solo aplicaban si se trataba de viudas de buena fama y honestas. Sobre esto, las Siete Partidas castellanas —de origen medieval, pero que también estuvieron vigentes durante la Colonia— exponen en el Título 19 de la Séptima Partida que: “Hacen muy gran maldad aquellos que sonsacan por halago o de otra manera a las mujeres vírgenes o a las viudas que son de buena fama y viven honestamente”. 

Portada del expediente. Archivo Histórico de Marinilla, Fondo Alcaldía, Caja 50, Carpeta 1, Documento 1934. Foto: Felipe Osorio Vergara.

Guerra de cartas

Cuando el alcalde notificó a Ambrosio de Cárdenas sobre la petición de Ignacia, este contestó tres días después, el 9 de septiembre de 1774, en una carta donde exponía cuatro razones por las cuales se debía “despreciar en un todo” la demanda de ella:

1) “Aunque es cierto que con repetidas instancias se propendió a que yo palabra le diese de casamiento fue mi respuesta que me impondría a la voluntad de mis padres para deliberar, y estos no consagraron […] de que se le dio noticia por mí a la dicha contraria y con esta sabiduría me admitió en su casa.

2) Se ignoraba el parentesco que entre ambos media, por lo que no se puede verificar el matrimonio sin expresa dispensa del señor obispo.

3) Disuadido de que mis padres no gustaban verificase con la dicha el propuesto matrimonio, se convence que si algún desmedro ha tenido en su crédito por mi entrada en su casa fue por ella suplido, pues estaba desengañada del ningún efecto del matrimonio. 

4) Si tuvo pensamiento de que yo la habría de dotar, esta fue una moralidad muy supina, pues es público que yo soy un hombre tan pobre y despojado de bienes, que no tengo otros que con los que abrigo mis carnes”. 

Asimismo, pedía al alcalde “darme libertad y condenar a la contraria en costas, jornales y manutención o alimentos desde el día en que por esta causa se originen, obligándola a ello como temeraria litigante”. 

Días después, el 13 de septiembre, María Ignacia pidió al alcalde que le tomara una declaración juramentada a Ambrosio, y envió tres preguntas:

1) Si había propuesto esponsales con el fin de tener matrimonio. 

2) Si bajo ese pretexto habían tenido relaciones sexuales en casa de ella. 

3) Si le constaba que ella era una viuda honesta y recogida.

Ambrosio respondió a la primera pregunta que la madre y los hermanos de María Ignacia le habían propuesto que se casara con ella al ver el gusto existente entre ambos, pero él se limitó a decir que, en ese momento, solo prometió casarse siempre y cuando sus padres así lo aprobaran. A la segunda contestó que, efectivamente, “entraba a casa de dicha María Marín como también haber tenido cópula carnal con ella por su voluntad, sin ofrecimiento ninguno de casamiento”. Con la respuesta a la tercera pregunta, y probablemente viendo que la justicia se estaba inclinando hacia la agraviada, decidió sacar su “artillería” y tramar un subterfugio con miras a girar la acusación. “Sabe que es viuda la expresada Ignacia Marín, pero no sabe que sea honesta y recogida, antes lo contrario. Y le consta porque estando […] en casa de la referida un día llegó un hombre cuyo nombre se reserva y principió a acariciar a la dicha con la oferta de tres pesos de oro que le hizo, y quedaron pactados para donde se habrían de topar en el monte a causa de haber puesto la dicha María Ignacia el reparo de que en la casa era peligroso porque estaban los muchachos […] pero que en el paraje donde se habían quedado de topar cumpliría su deseo”.

A las dos de la tarde del mismo día, el alcalde ordinario de Marinilla, José de la Cruz Duque, visitó la casa de Ignacia Marín para ponerla en conocimiento de la declaración juramentada de Ambrosio. Puede imaginarse a esa mujer, analfabeta, escuchando la lectura de las respuestas del seductor mientras la invadía la indignación. Seguramente, a la decepción que ya tenía de Ambrosio, debió añadirse el hecho de sentirse traicionada por esa acusación tan deshonrosa que él había formulado. Pero ella, como buena hija de la Colonia, no dejaría que su reputación quedase en entredicho, y contraatacó el 15 de septiembre con un tercer escrito.

En las dos páginas del texto —que debió pagarle a algún conocido para que se lo escribiera, dado que difiere de la caligrafía del escribano que documentó el caso— arremetió contra la declaración de Ambrosio de Cárdenas:

“Una indigna y muy falsa declaración, indecente y estrepitoso narrar […] tan indecente y mal formado se halla dicho escrito, como lo que declara la parte contraria, por lo que se me hace preciso sujetarle la pluma a aquellas falsas declaraciones […] y no me atrevo, vuestra merced, a mancharle sus nobles oídos por las arrojadas y ardientes explicaciones que se hallan en su errada supuesta declaración y menguado alcance, que con tan licenciosa circunstancia ha vertido contra mi buena opinión y cristiana conducta, queriendo desacreditarme. Por lo que respecto a la rigurosa mancha con que ha tirado a tiznar mi honor pretende por ese medio librarse”. 

De igual manera, aclaró el episodio narrado por Cárdenas, explicando que se trataba de Juan Miguel Duque quien había aparecido en su casa con miras a cobrarle tres pesos que ella le adeudaba por una fanega de maíz y para proponerle el trueque de dos marranas. De hecho, solicitó la declaración de Duque para comprobar la falsedad del suceso descrito por Ambrosio, lo que se ejecutó el 24 de enero de 1775 y donde este confirmó la versión de María Ignacia, refutando la de Cárdenas. 

En dicho escrito, aparte de reiterar su solicitud de dote o del cumplimiento del matrimonio prometido, ella pedía que el alcalde, en tanto encargado de impartir justicia, tomase la declaración de Ambrosio de Cárdenas como calumnia y se sumara este delito a su prontuario, toda vez que, al dañar su reputación, directamente le haría imposible conseguir un nuevo marido: “(…) es conocida su malicia de no querer cumplir con la legalidad de hombre de bien, que pudiendo honrarme es atrevido al desdoro de mi honor. Pues, con semejante descrédito y falacia, perderé igual casamiento y no habrá quién quiera casarse conmigo”. 

Posteriormente, el alcalde José de la Cruz determinó el 23 de septiembre de 1774 darles nueve días a Ignacia y Ambrosio para que reunieran las pruebas para soportar, la una su demanda, el otro su defensa. Adicionalmente, dio libertad a Ambrosio para que pudiese preparar sus argumentos: “Atendiendo a la larga prisión que Ambrosio de Cárdenas ha sufrido en la cárcel pública con un par de grillos, se le alza por ahora de dicha prisión y se le redunda a que la guarde dentro de la demarcación de este sitio, con apercebimiento de que si la quebranta se volverá a poner en la misma”. Cabe anotar que, en la época virreinal, los seductores solían fugarse para evitar responder por la dote o los embarazos de sus seducidas, por lo que con el apercebimiento a Ambrosio, que se hizo también a su padre José de Cárdenas, se buscaba frenar cualquier posibilidad de huida.

El “suspenso”

Al final, escritos fueron y vinieron (seis de Ignacia y tres de Ambrosio), una acusación tras otra, un intento de concertación y hasta el cambio de alcalde, pues el caso inició en septiembre de 1774 bajo José de la Cruz Duque, y en 1775 lo continuó Vicente Gómez de Castro por acabársele la legislatura al primero. Hasta José Cárdenas, el padre de Ambrosio, resultó inmiscuido en defensa de su hijo y apersonándose del caso; mientras que María Ignacia contaba con el apoyo de Andrea Hernández, su madre, y facultó a Juan Ignacio de Salazar —presumiblemente alguien más conocedor del intríngulis judicial— para que prosiguiera con su causa. No obstante, el nuevo alcalde decidió el 30 de enero de 1775 que “en virtud de las excepciones dilatorias que impiden el conocimiento de la causa principal, según derecho, […] quede suspenso el principal”. 

En otras palabras, el caso quedaba suspendido, pues el alcalde conceptuó que el proceso no avanzaba y solo se dilataba inútilmente; una especie de sobreseimiento. En esa medida, María Ignacia perdió el caso, porque tampoco hay registro en los tomos del Archivo Histórico de Marinilla de que dicha causa fuera reabierta. Además, aunque el expediente no lo indique de manera específica, lo más probable es que ella tuviese que sacar de su exiguo pecunio los costos de la tinta, el papel sellado, las rúbricas y las firmas del alcalde que se habían gastado en los escritos que presentó. Además, Ambrosio quedó libre y no tuvo que responder ni por el incumplimiento de promesa, ni por la calumnia—con el consecuente daño reputacional a Ignacia—. Por si fuera poco, el vientre de ella, cada vez más crecido, le recordaría día tras día la burla de la que había sido víctima, mientras que su comunidad, sus vecinos y parentela, harían de su tragedia objeto de chismorreos, manchando su honor en una época donde este era uno de los más invaluables patrimonios de las personas. Para rematar, su hijo sería un “hijo natural”, por lo que no gozaría de los mismos derechos de los hijos legítimos, pudiendo, incluso, ser sujeto de exclusiones y discriminaciones dentro del rígido aparato colonial. 

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Al revisar archivos complementarios, como padrones de población y documentos eclesiásticos, se identificó que Ambrosio de Cárdenas se casó con otra mujer, llamada Laura Bedoya, en la iglesia de Rionegro en 1778. Suerte que no tuvo María Ignacia Marín, quien hasta el censo de 1786 seguía figurando como viuda, lo que demuestra que, al menos hasta ese año, no logró contraer segundas nupcias. Igualmente, tuvo otros cuatro hijos, todos bautizados como “hijos naturales”, lo que refleja que se vio involucrada en otras “relaciones ilícitas” que, tal parece, solo se tradujeron en promesas infructuosas de matrimonio y más bocas que alimentar.