Mucho licor ha corrido desde el antiguo frenesí. Primero el de los griegos, luego el de los romanos. Fiestas dionisíacas, en Grecia, saturnales en Roma. De allí la antorcha del carnaval pasó a la Edad Media, con una copa en la otra mano. El oscurantismo de las catedrales se encendió con el esperpento de las misas de locos, monaguillos disfrazados de obispos y diáconos travestidos de brujas que recitaban coplas obscenas, mientras se libaba y se comía en el altar los manjares prohibidos. Hasta se incensaba con excrementos, según rezan las crónicas. La Edad Media, como creía Passolini, de oscura no tenía sino la fama, porque más pagana y más colorida no pudo ser. Desde esas épocas vino en galeones a América la consigna de iniciar, antes del ayuno de cuaresma, un “echen todo por la borda”. Y con la cruz y las pestes también llegó la dispensa de invertir las normas por unos días. Con la ilusión del desmadre, en Pasto, donde empezaba el imperio inca, el carnaval fue indígena, antes que negro o blanco. El cacique y su tribu bajaban al altiplano el cinco de enero con su mojiganga. A su paso iban bailando y tiznando la cara a los parroquianos. Inocuo y todo, como una fiesta patronal en honor a las cosechas, el ritual solo se pintó de negro casi un siglo después.
En una mina de Remedios, Antioquia, en 1607, los esclavos se amotinaron. Se sabe que el zafarrancho agitó el ánimo insurrecto y sus pregones se oyeron hasta en el sur. En Popayán, la Ciudad Blanca, los negros eran muchos, y pidieron a sus amos andar libres al menos un día. La Corona, en aras de mantener el orden, concedió que fuera el 5 de enero. Así que los vasallos saltaron a las calles, bailaron sones africanos y mancillaron los muros conventuales con pintas negras. El pueblo nariñense también fue pasto de las llamas carnavaleras. Dice Francisco Calvo Serraller que: “Sin el contraste entre el blanco y el negro, no se podría concebir la existencia humana, cuyo drama se desarrolla en el tiempo: o el paso del blanco al negro y viceversa. No hay duda de que el origen del mundo fue en blanco y negro, contracolores entre sí, por ser ambos absolutos, ya que, cada uno, por su parte, contiene todos los colores y, así mismo, su negación”.
Quiere la tradición, que el juego de Blancos, naciera en la casa de citas más ilustre de la ciudad, la de las señoritas Robby, de la Calle Real, en 1912, cuando don Máximo Erazo, cliente asiduo, un 6 de enero, extrajo las polveras de las damas y esparció la testa de los presentes con talco francés perfumado, mientras arengaba: ¡Vivan los blanquitos! Apócrifa o no, la leyenda señala esa fecha como la indicada para tirarse polvo blanco las gentes de todos los colores.
Desde antes de la peste, no se echaban tanto talco los pastusos. Doscientas cuarenta toneladas de polvillo cruzaron sin sospechas los peajes en ocho tractomulas. Iban destinadas al juego callejero del 6 de enero, cuando los festejantes saltan a la calle dispuestos a empolvar a todo el mundo, en nombre del acabose oficial que pone en entredicho los deberes y formalismos. Ese es el día en que las carrozas con sus muñecos gigantes, de colores estrafalarios, desfilan por una ruta establecida durante años y que se conoce como la senda. Por ella marchan los disfrazados a dar rienda suelta a su extravío. Con murgas, carrozas y comparsas, avanza la fanfarria. A a su paso, los tiratalco van blanqueando al distraído o al resignado que ya va de rucio hasta el apellido.
En enero pasado el talco se vendió como pan. Eva Rosero, una cajera de una tienda de ropa, contó que su hermano la llevó en su camioneta a comprar dos bultos, a razón de 26 000 pesos cada uno. Volvieron a casa para disfrazarse, vaciaron el contenido de los sacos en el volco. A la tropa se unieron tres primos que subieron al capacete y salieron a espolvorear al que diera tiro. El que lo vive es el que goza, reza con desacato el ademán de carnaval. Por eso, aquel que no esté dispuesto a entrar en el trance colectivo debe escapar, ni siquiera a otro municipio, porque en los pueblos, según los pastusos, es mejor. Cunde el delirio por decreto. Y al que no quiere juerga se lo lleva el Diablo.
Como todo juego, este es muy serio. Tiene reglas, como eso de no blanquear las partes nobles. Sin embargo, ¿queda intacta alguna norma en un carnaval? La gente sale con ponchos viejos y ropa que ya no usa, dispuesta a que la empolven. Y de nada sirve que diga, “a mí ya me echaron”. Un turista recién llegado disparó el atomizador de una espuma marca Carioca a una muchacha, y ella, apenas chistó con una corrección: “Señor, la carioca fue ayer, que era el día de Negros, hoy toca talco”.