Así conocí yo a la Poderosa:
La luna llena alumbraba la espuma de las olas y alumbraba también su piel, que brillaba negra por el sudor. La fiesta ocurría alrededor suyo: unos bailaban reguetón o champeta o merengue, otros tomaban, otros reían, los melómanos elegían la música, y la Poderosa permanecía en el centro de todo, impávida, inalterable, una esfinge de turbante y trenzas concentrada en el rugido del mar de leva que por esos días azotaba al Golfo de Urabá.
—Cuando yo era pescadora solía meterme al mar a llorar para que las lágrimas se me confundieran con el agua salada —dijo—. Todavía vengo mucho a la playa, pero ya no me meto al mar porque la sal me lastima la piel. De cualquier forma, con solo tocar la arena el mar se lleva todo.
Su papá también era pescador, pero no alcanzó a enseñarle el oficio porque murió cuando él —entonces llamado Esmith Rivera— tenía apenas ocho años. La Poderosa lo recuerda inmenso, fuerte, nadando hacia la playa con la canoa delante de él y un sábalo de dos metros ocupando la totalidad de la embarcación. Fueron sus hermanos quienes le enseñaron el arte de pescar, hace ya más de media vida.
Al cabo de un rato, la fiesta hizo silencio y la furia del Caribe en leva invadió a todos los que celebrábamos en el hotel Cocoloco, uno de los pocos alojamientos en una playa casi virgen de más de dieciséis kilómetros en San Juan de Urabá. La rueda de bullerengue había empezado unas horas antes con Renacer Ancestral, el grupo de Haroun Valencia, uno de los maestros más reconocidos del municipio, pero los jóvenes habían aprovechado el cansancio de los tamboreros para prender el picó y ponerlo a traquear con ritmos más modernos y mundanos.
Ahora, de nuevo, la noche volvía a ser sagrada. Los músicos sacaron el alegre, el llamador y la totuma de loza y sin decir nada se dispusieron en torno a la Poderosa, que los miró coqueta, cómplice:
—¡Oyeleleeee, oyele lelee caramba! ¡Qué sabroso que yo tomo mi café en la madrugada eeee!
—¡Ay ae aeeee, ron café, sabroso para beber iaeee!
La Poderosa ruge de nuevo el llamado y la gente contesta como respondiendo a un salmo, solo que con más sabor y misterio. Entonces, entran los tambores y el chasquido de la loza china en la totuma, y el ritmo de la percusión empieza a contagiar caderas y palmas y ahora todo es ritual, danza, conquista y verseo: versea la Poderosa y versea también Brayan Minota, de la agrupación Renacer Ancestral, en un ring de palmeras y brisa que esta noche será testigo de la rapidez mental de los dos poetas.
La Poderosa no hace parte de la agrupación de Brayan; ella tiene sus propios tamboreros y bailaoras, Ecos de Tambó. Los bullerengueros son celosos y competitivos. Como en todas las artes, hay rivalidades, egos y rencillas, y no falta el que se niegue a tocar con el otro por algún motivo del pasado que ya ni siquiera es importante. Pero no es así la Poderosa. La Poderosa no se niega a cantar con nadie, y por eso todos la invitan. A la Poderosa no le importa si son negros o blancos, mujer u hombre, pobre o rico, heterosexual o marica, de aquí o de allá: ella canta con los que quieran contagiarse con su sonrisa; ella canta con los dispuestos a dejar sus tristezas en la rueda.
A diferencia de maestros como Haroun, que lleva los tambores en las venas por tradición familiar, la Poderosa se encontró tarde con el bullerengue —tarde, pero no tanto, pues en el 2008, con treinta años recién cumplidos, aún faltaba mucha rueda por delante—.
Su familia era cristiana, como ella misma lo fue en su niñez y juventud, y solían decirle que el bullerengue era un ritual del Diablo. La música de negros no podía entrar en su casa, que era una casa de Dios (y de negros), aunque el ritmo amenazara con correrles por las venas. El prejuicio es de vieja data: los evangelizadores de la corona española se dedicaron a esparcir por el continente la mala fama de los esclavos africanos. En el siglo XVII, en un documento sobre el proceso de beatificación de san Pedro Claver, quedó registrada esta historia:
“El padre Claver hizo un gran esfuerzo y empeño con los señores obispos y ordinarios de este obispado a fin de suprimir cierta reunión que hacen los negros ya adoctrinados, de noche, que ellos llaman lloros, o como dicen amanecimientos. En ellos se junta una gran cantidad de negros y negras a bailar toda la noche, según la costumbre de sus tribus, con tambores. Estos actos se aproximan mucho a los ritos y supersticiones de los gentiles y en ellos se hacen grandes ofensas a Dios Nuestro Señor”.
San Pedro Claver hablaba de los cimarrones, los negros sublevados que escaparon del yugo de españoles y se escondieron adentro, muy adentro, donde no pudieran callar sus cantos. Muchos de ellos llegaron al palenque de San Basilio, al sur del departamento del Bolívar, y ahí fue donde el bullerengue cogió forma y se hizo costumbre y empezó a regarse por las costas del Caribe colombiano y la provincia del Darién.
Ese primer bullerengue era cantado por hombres y bailado por mujeres, acompañados por alegre, llamador y una totuma con decenas de pedacitos de loza china. Con los años, como pasa con todo, la tradición se transformó, y ahora los hombres también bailan y las mujeres también cantan (aunque ninguna toca los tambores), y personas como la Poderosa, que no es ni lo uno ni lo otro, son bienvenidas a versear en las ruedas.
Qué se iba a imaginar el joven Esmith Rivera, el pescador de San Juan de Urabá, que estaba destinado a cambiar la historia del bullerengue vestido de turbante y adornado con trenzas.
Entonces —cuando su familia le decía que esas cosas eran del diablo— tenía quince años y aún era virgen. Esmith, llamado así por el revólver Smith & Wesson de las novelas de vaqueros que leía su papá, se pasaba los días pescando con sus hermanos mayores, luchando con las tormentas, los peces gordos y los mareos que nunca lo dejaron disfrutar en pleno de la belleza inconmensurable del mar abierto. Los Rivera pescaban con anzuelo y pescaban con redes, y Esmith pasaba días enteros sin poder probar bocado, achicopalado por la marea.
También nadaban en el río, porque el pueblo es tan rico que tiene los dos: las aguas saladas del golfo y las marrones del río San Juan, que cada que hay sequía se tiñe de un rosado intenso por las microalgas rojas que abundan en el estuario.
Esmith trabajó en construcción, en las plataneras, aprendió el arte de la peluquería. Era uno más entre los varoncitos aguerridos que había criado su padre —nueve hijos en total—, pero adentro, en silencio, en la intimidad de sí mismo, estaba escondida la Poderosa, a la espera del momento indicado para salir.
A los diecisiete comenzó su infierno; porque en realidad “no se vive, se sobrevive en medio de la zozobra”, dijo hace unos años en una entrevista de la Comisión de la Verdad. En su casa no podían concebir para él un destino distinto que el de casarse y tener hijos, y en el pueblo, las personas con sexualidades diversas eran perseguidas, acosadas, desplazadas y asesinadas. Le tocaba callar lo suyo, andar a hurtadillas, fingirse uno más entre los hombres del puerto.
Y parecía funcionarle, hasta que un tipo se enamoró de él y empezó a chantajearlo con que iba a contarle a su familia que era homosexual. “Ahí comenzó mi calvario, porque él me obligaba a tener sexo con él, aunque él ni siquiera me gustaba”, cuenta la Poderosa. Después no era uno, sino dos, los que abusaban de Esmith: el tipo y su hermano, los dos juntos, varias veces. Y eso que le estaba pasando, eso que cuesta decir incluso en un texto, eso que la Poderosa se demora en nombrar, pero que al fin nombra, valiente, en ese momento no podía contárselo a nadie. No quería que su familia supiera que era gay y que dos hombres lo habían violado. Tampoco quiso contarles que había ido hasta la casa del tipo, que tenía esposa, y le había dicho muy de frente que prefería morir antes que seguir sometiéndose a su tortura. Y el tipo lo dejó en paz, sí, pero después fue un grupo de paramilitares el que lo secuestró y abusó de él. Esmith no le dijo a su familia que los muchachos lo obligaron a tener sexo oral y que lo violaron un poco de veces. Que cuando volvió a su casa, quería morirse. Que sentía que su vida no valía nada. Tampoco les contó que cuando quiso resistirse, cuando dijo: “¡No más!”, le pegaron en la cabeza con la cacha de un revólver y le dieron una hora para abandonar el pueblo, y por eso cuando llegó a su casa bañado en lágrimas y la familia quiso saber, Esmith les dijo que era que extrañaba a su papá, que por nada más estaba llorando, metió lo que pudo en un morral y salió caminando monte adentro en busca de un mejor destino.
En Colombia, casi una cuarta parte de los desplazados del conflicto armado son afrodescendientes —el 22,5 por ciento, según los datos de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento, Codhes—. Al igual que la Poderosa, 1 210 325 negros tuvieron que huir a otros pueblos y ciudades para proteger sus vidas: una diáspora descomunal que ubica a Colombia como el segundo país del mundo con más desplazamiento interno, después de Sudán.
Esmith caminó 280 kilómetros y llegó hasta El Bagre, un municipio minero del nordeste de Antioquia, donde se encontró con su mamá. Después viajó con ella a Guamocó, en el sur de Bolívar, que entonces era territorio guerrillero, eleno y fariano, y en dos años que estuvo allí fue minero y trabajó como raspachín en el verdor de los cultivos ilícitos y la guerrilla abusó de él, como lo habían hecho los paramilitares, y de nuevo fue incapaz de decirle a su familia por qué lloraba y por qué volvía a San Juan y por qué su vida no parecía tener un norte claro, un rumbo pacífico, un rato de sosiego. “Malparida vida”, dice ahora la Poderosa.