Archivo restaurado

Universo Centro 037
Agosto 2012

La cacería del tigre

Por PASCUAL GAVIRIA

Todos son tigres. No importa. Así les dicen quienes se topan con ellos en los límites entre los bosques y las hidroeléctricas o los corrales campesinos. Hace poco murieron dos en los municipios de Amalfi y Guadalupe. No estamos en los tiempos en que el jaguar acariciaba a las jóvenes refregándolas con la cola. Y el Vaupés está muy lejos. En Guadalupe el ritual fue un accidente. Un Toyota camino a la casa de máquinas de Porce III encandiló a un tigre y al día siguiente viajó a Medellín hecho un cuero en el platón de una Chevrolet. Fue el segundo cuero en dos semanas. Antes fue un tigre con un apellido más sonoro: el de Amalfi. Hacía años el mito no aparecía por esas tierras y el acecho fue inevitable. Un pueblo con un tigre en la plaza principal y una vaca en el escudo jugará siempre a las cacerías. Siete yeguas, seis vacas, treinta gallinas y dos perros fueron razón suficiente para armar la cuadrilla campesina. Cuando les dijeron que la criatura estaba en la categoría de “amenaza vulnerable” según la resolución 572 de 2005 expedida por el Ministerio del Medio Ambiente, se limitaron a señalar el camino que conduce al Centro Educativo Rural Mangos Calientes, donde estudian los hijos de las 23 familias de la vereda. Igual salir de caza es recordar las más sonada hazaña de esas montañas. Las malas lenguas dicen que fue una mujer quien mató al macho de la familia. La hembra y su cría siguen deambulando. En la celebración se dijo que la carne es muy “pulpa”, y parece que bebieron de más: nadie sabe quién quedó con el cuero.

Luego de la reciente cacería fue necesario rastrear la faena de noviembre de 1949, cuando tres hermanos Vásquez, papá e hijo Jaramillo cazaron el Tigre y le dieron un mito a un municipio de minas y café. De la historia quedaron algunos nombres como Chapolo, el único perro identificado entre los seis que completaron la proeza, y Antonio Peláez, un alcalde destituido por gastar 20 pesos de la caja del municipio en la celebración. Debieron perdonarlo, hoy se hablaría de presupuesto participativo.

Pero en los periódicos fue imposible encontrar la cacería del tigre. Quedan las entrevistas con los implicados y dos párrafos que tienen las palabras “sigilosos” y “certeros”. Será mejor acudir a las experiencias de Jorge Isaacs. En María murieron tres perros en la caza del bicho. Fueron cinco cazadores como en Amalfi y todo terminó igual: con un tiro en la frente y un pie sobre el “cogote” del animal.

***

Éramos cinco los cazadores: el mulato Tiburcio, peón de la Chagra; Lucas, neivano agregado de una hacienda vecina; José, Braulio y yo. Todos íbamos armados de escopetas. Eran de cazoleta las de los dos primeros, y excelentes, por supuesto, según ellos. José y Braulio llevaban además lanzas cuidadosamente enastadas.

En la casa no quedó perro útil: todos atramojados de dos en dos, engrosaron la partida expedicionaria dando aullidos de placer; y hasta el favorito de la cocinera Marta, Palomo, a quien los conejos temían con ceguera, brindó el cuello para ser contado en el número de los hábiles; pero José lo despidió con un ¡zumba! seguido de algunos reproches humillantes…

***

-Es un gatico, y está ya herido.

En diciendo las últimas palabras nos dispersamos.

José, Tiburcio y yo subimos a una roca convenientemente situada. Tiburcio miraba y remiraba la ceba de su escopeta. José era todo ojos. Desde allí veíamos lo que pasaba en el peñón y podíamos guardar el paso recomendado; porque los árboles de la falda, aunque corpulentos, eran raros.

De los seis perros, dos estaban ya fuera de combate: uno de ellos destripado a los pies de la fiera; el otro dejando ver las entrañas por entre uno de los costillares desgarrado, había venido a buscarnos y expiraba dando quejidos lastimeros junto a la piedra que ocupábamos.

De espaldas contra un grupo de robles, haciendo serpentear la cola, erizando el dorso, los ojos llameantes y la dentadura descubierta, el tigre lanzaba bufidos roncos, y al sacudir la enorme cabeza, las orejas hacían un ruido semejante al de las castañuelas de madera. Al revolver, hostigado por los perros, no escarmentados aunque no muy sanos, se veía que de su ijar izquierdo chorreaba sangre, la que a veces intentaba lamer, inútilmente, porque entonces lo acosaba la jauría con ventaja…

***

José disparó: el tigre rugió de nuevo tratando como de morderse el lomo, y de un salto volvió instantáneamente sobre Braulio. Éste, dando una nueva vuelta tras de los robles, lanzóse hacia nosotros a recoger la lanza que te arrojaba José.

Entonces la fiera nos dio frente. Sólo mi escopeta estaba disponible: disparé; el tigre se sentó sobre la cola, tambaleó y cayó.

Braulio miró atrás instintivamente para saber el efecto del último tiro. José, Tiburcio y yo nos hallábamos ya cerca de él, y todos dimos a un tiempo un grito de triunfo.

La fiera arrojaba sanguaza espumosa por la boca: tenía los ojos empañados e inmóviles, y en el último paroxismo de muerte estiraba las piernas temblorosas y removía la hojarasca al enrollar y desenrollar la hermosa cola.

***

En La Marquesa de Yolombó de Tomás Carrasquilla la caza del tigre es un asunto risueño, con menos drama y más fiesta. Hace parte más de los alardes de la época que de los grandes mitos. Estamos en tiempos de la Colonia, pero el tigre no es símbolo del demonio al que temían los españoles sino un manjar extraño y prohibido. El corrillo de perros y curiosos alrededor del tigre será siempre el mismo. Solo cambiarán las botas y las escopetas.

***

Como no todos los mozos principales podían estar en las minas, y como no tenían otras ocupaciones perentorias en el lugar, vivían en cacerías y en pescas, más o menos distantes, más o menos largas, y siempre muy aparatosas, cacareadas y ladradas. Bien así como los deportes actuales. Pescaban desde doradas hasta fiebres; calzaban desde tigres hasta tortolitas de Eva. Si esta última era una cacería un tantico reservada, aquélla resultaba una gesta gloriosa, celebrada con pólvora, con hurras y gritería.

Traían el cadáver de la fiera en florida y enramada barcaoa, a hombros de cuatro jayanes, más denodados de olfato que de ánimo; y, después de pasearla por todo el pueblo, entre los perros heroicos y los tiradores barraganes, se iban, entre el rebullir de los curiosos, con el más hábil de los matanceros a sacar, con arte y sutileza, aquella piel que a las veces se remitía a la metrópoli, como regalo para algún gran señor del Consejo de Indias. ¡Qué espectáculo! Aquel ¡fo! ¡fo! de muchachas y de viejas, aquel taparse las narices, era para revolver el estómago del más difunto; pero no perdían ripio de aquella disección peregrina. Lástima que no pudieran comerse la carne de ese animal, tan bien cebado con las pobres reses; lástima que no se pudiera beneficiar aquel tripitorio.