Número 137 // Diciembre 2023

Matador

Por FERNANDO MORA MELÉNDEZ
Ilustración de Verónica Velásquez

Tenía dieciocho años ese día, cuando me pusieron el delantal de carnicero y me tocó pararme detrás del mesón, dispuesto a atender. Me dio hasta risa disfrazarme de un oficio del que apenas sabía un par de cosas, como esa de afilar el cuchillo con el filo del otro, y calcular a ojo el corte preciso de cada porción, a medida que se verifican los gramos en el tablero de la báscula. Avíspese, me dijo el dueño, que en este pueblo si uno no aprende algo, le chupan hasta el tuétano. Esa fue su primera lección, con el tiempo me enseñó otras cosas, unas técnicas de corte que eran sobre todo mañas. De eso sabía mucho. Había que hacerle creer a los clientes que se llevaban la carne más pulpa y tierna, pero con disimulo iban con algo de ñervo, aunque fuera un poquito, para compensar pérdidas. Así, con los días se notaba mi pericia, al mismo tiempo que las manchas de sangre en mi atuendo. Llegué al local apenas terminé el bachillerato, por recomendación de mi tío Gerardo. No es bueno que el joven esté solo, de balde por ahí, en el parque, mirando pal páramo o cogiendo malos vicios, busquémosle un destino a este muchacho, fue lo que dijo él, que también era mi padrino. Y don Miguel, el dueño, le hizo caso.

A final de año, el puesto se llenaba de clientes. La gente del pueblo hacía paseos a la quebrada, subían a la montaña y cruzaban por caminos de herradura hasta los otros municipios. La carne para sancocho y para asar se vendía mucho. Casi no me quedaba tiempo de ir a jugar futbol a la manga. Estudiaba para presentar el examen de ingreso a la universidad. Y como casi no salía con los amigos, a ellos les gustaba ir a darme vuelta por el local, para mostrarme una moto que habían comprado o a mamar gallo viéndome siempre de cuchillo y untado de carne. Don Miguel se timbró, me dijo que no le gustaba que esos zánganos vinieran a distraerme, sobre todo después de que tuve un error en una cuenta y me tocó pagar el faltante. El único que le caía bien era Freddy, porque trabajaba. Era ayudante de otra venta de carnes, a una cuadra de allí. Yo lo conocía desde chinche, él llevaba más tiempo en el negocio, era más amiguero y sabía más chismes que yo.

Vino con el cuento de que para ese fin de año había tantas marranadas que los matarifes no se daban abasto para ir a todas las fincas. Es la tradición comprar un lechón o un cerdo grande, según el número de la parentela, contratar a un matarife, y asistir al sacrificio, antes de carnearlo para el festín. Freddy tenía tantos encargos de matanzas ese diciembre que no podía cumplir con todos, y me propuso que fuera a algunos de esos sacrificios a domicilio. Vino a decírmelo otra vez, mientras atendía esa mañana a una anciana.

—Ya te dije, ome, que yo no hago eso.

—¿Por qué?

—Pues porque yo no soy capaz.

Si no quería quedarme pesando carne toda la vida, menos quería vivir de matar cerdos. Pero aún no le decía a nadie que mi sueño era ser reportero, salir a la calle para ver lo que sucede y volver para contarlo, ¿por qué no?, ver mi nombre publicado en letras de molde, a ocho columnas.

Freddy iba a decirme algo más, pero como en esas entró don Miguel, dio la vuelta y se largó. Una clienta enfurruñada aguardaba. Terminé de cortarle unas postas y seguí con el resto de los turnos. Menos mal que el viejo andaba animado por las ventas y metió mano para ayudarme a despejar la fila. ¿Y si no ganaba el examen en enero? A mi edad sentía este trabajo como un escampadero. A fin de cuentas, no había otro empleo a la vista.

—Aquí está su carne, señora. Ya le hago la cuenta.

—Muy buena, vea —dijo don Miguel a otra clienta, al otro lado del mesón—, se la doy larga, más de la libra, para que vuelva, ¿oyó?

Y además de atender los regaños del dueño, había que espantar las moscas con un trapo, o a los chandosos callejeros que velaban en la puerta.

Esa tarde, cuando salía, Freddy me alcanzó para decir que el interesado en mis servicios de matarife era un tipo de mucha plata. Había en su finca una pista de motocross, camionetas blindadas y guardaespaldas.

—Tiene con qué ligarte muy bien, hacele. Yo, la verdad iría, si pudiera, pero ese día tengo tres sacrificios ya contratados, y no me da el tiempo, ni yendo en la moto.

—Pero es que, güevón —le recalqué—, yo no sé matar.

—Yo te enseño —me dijo.

Nos metimos al café. Freddy desbarató una cajetilla de cigarrillos, le pidió un esfero al cantinero y dibujó algo. Cómo se veía, por ese mamarracho, que lo suyo no eran las artes plásticas sino el atroz cuchillo. Era más claro hablando que pintando.

—Una cuarta más abajo de la pata izquierda. Usted le manda el cuchillo sin vacilar, de un solo envión, y eso es inmediato. El animal no se da ni cuenta cuando se muere. Sí patalea un poquito, pero allá le ayudan a tenerlo mientras tanto…

Nunca había matado ni un ratón a golpes, ni pájaros con cauchera, ni cucarachas con chancleta. Lo miré, irresoluto. Era carnicero de día y, en las noches, aspirante a escritor. ¡Qué contradicción! Y esa falta de coherencia en la vida no era nada fácil de resolver. Le repetí que no, que no iría a la finca esa.

—Pero ya les dije que ibas a ir —insistió—. Y esa gente es de respeto.

Quince días más tarde era el 31 de diciembre. El tiempo se escurría como vísceras en un balde. No había escapatoria. Por la mañana una camioneta blindada, cuatro por cuatro, me recogió en el parque. Ya los altoparlantes molían música parrandera cuando el conductor emberracó por una cuesta. En el trayecto hasta la entrada conté tres porterías. Avanzamos por una vía destapada, de cascajo fino, entre un bosque de pino pátula. Fue cuando vi un aviso alto, pegado a un poste. Se leía: “Amigo visitante, sea bienvenido. Por su seguridad y la de los demás, siéntase vigilado”. El conductor era parco en exceso, con esa reserva calculada que raya en el desprecio. Apenas abrió la boca al final para decirnos que habíamos llegado. Parqueó el campero frente a una arcada enorme de piedra, con herrajes ostentosos y dos faroles de estilo colonial recién envejecido, a lado y lado de la portada.

El estruendo de los parlantes atronaba con alguna canción norteña de delirio arrabalero. Pero apenas caminé por el prado, entre los arbustos del jardín, vi que eran los músicos de un mariachi completo, con los trajes de luces y los sombreros mexicanos de terciopelo. Vi niños que correteaban y a dos mujeres, tal vez las madres, que se desgañitaban para imponer su voz por encima del volumen de la música. Era un caserón con forma de herradura. A la izquierda, donde terminaba el zaguán, pude ver la piscina repleta de gente y una parrilla que humeaba. Desde el techo del segundo piso un señor de guayabera blanca me saludó con la mano e hizo una señal para que aguardara. Al momento, bajó las gradas con dos hombres armados. Debieron ver la expresión cándida de mi juventud porque soltaron una risa. El anfitrión me estiró su mano regordeta y embambada con pulseras de oro.

—Qué tal hombre, mucho gusto, Abel Franco… Freddy me habló muy bien de usted.

Reparó en mi jíquera de cabuya donde traía el arma envuelta en un periódico. Me palmoteo dos veces en el hombro y luego ordenó.

—Bueno pues, sírvanle un aguardiente al matarife.

Y cuando pasamos por el lado de los músicos ni siquiera los determinó. Tampoco había nadie que les pusiera atención, era apenas la música en vivo, contratada de fondo para la fiesta.

Caminamos por el prado hasta un declive que caía en el pequeño valle por donde corría un arroyo. Desde el altico vi a dos campesinos. El más bajo llevaba al lechón atado de un lazo. El animal berreaba y tiraba de la cuerda en un intento desesperado por liberarse. Mi padre siempre dijo que los animales de campo presienten su final. También había una señora en un banco, con ollas y cucharas, para aparar la sangre del ajusticiamiento, sangre para morcillas que tenía que revolver para evitar que se volviera grumo antes de tiempo. Así lo hacían mis tías. Y al igual que ellas, también tenía un montón de helecho seco para chamuscar la piel del cerdo. No sé cómo hice para ver esto, si en ese momento no hacía sino oír en mi cabeza las instrucciones de mi amigo como un acto de fe. Había que insertar el cuchillo en medio del cuello, a una cuarta de la pata izquierda, en la parte honda que se forma antes del esternón del puerco.

—Tómeselo pues —dijo don Abel.

Sentí el ardor del guaro como un metal fundido en la garganta. Entonces, los dos gregarios, el bajito y el alto, inmovilizaron al cochinillo en el piso, a la espera de mi estocada final. Me arrodillé, calculé el lugar y embestí. El cuchillo entró en la piel, pero en ese instante, el animal se estremeció con una fuerza inaudita, en un bamboleo violento que le permitió zafarse de sus verdugos. Dio un salto, mientras un chorro de sangre como de manguera rota regaba el campo. Se detuvo frente a la quebrada, pero desistió de cruzarla para correr a lo largo de la orilla. Fue cuando don Abel sacó un revólver de su cinto. Debí palidecer creyendo que el finquero me iba a disparar a mí, por inepto, pero luego lo vi perseguir al cerdo por la cuesta, entre los rosales y una mata de plátano, y cuando iba a seguir por el lado de la piscina, le apuntó y disparó.

El cerdo agónico cayó cinco metros adelante, levantó los cuartos traseros en el aire y estiró dos patas, ya tal vez como un acto reflejo. Los ayudantes fueron a recogerlo y lo arrastraron con ademanes patosos. Las mujeres se quedaron aturdidas, no tanto por el disparo como por la reacción repentina del dueño del jolgorio. Los mariachis callaron por fin.

Entonces, los dos hombres arrastraron el lechón hasta la quebrada donde la mujer esperaba con las ollas, con gesto azarado, como si no entendiera con qué sangre llenaría las tripas de las morcillas. Don Abel desgranó una carcajada, se acercó y me abrazó con un achuchón extraño. Cualquiera al verlo hubiera creído que yo era su pariente más querido. Creo que ya los tragos se le habían subido a la cabeza.

—¡Qué hijueputa tan liso!, ¿cierto? —comentó—. No se quería morir.

Me pareció raro que excusara mi falta de pericia en la destreza del marrano.

Y volvió a decir:

—Venga pues, ¡muchachos, otro aguardiente para el matarife!

Cinco o seis años más tarde, mientras trabajaba como reportero en la ciudad, recibí una llamada. Se me conminaba a suprimir las noticias que contaban las villanías, por decir poco, del Cartel. El propio capo di capi, decía, por boca de un trovador, en verso telefónico, que estaba jugando con mi vida. La orden era que me retirara de inmediato de ese empleo. Ya desde antes de oír ese mensaje, nuestra redacción funcionaba en casas clandestinas. Cada cierto tiempo nos mudábamos para otro barrio. Y en el intento desesperado por salvar el pellejo, le pedí a don Miguel que me permitiera trabajar por las tardes en la carnicería. Era mi negocio fachada, si así puede llamarse, para disimular lo que seguía haciendo por las mañanas en la redacción.

Mi antiguo patrón comprendió mi situación, acaso porque ya era un carnicero profesional del que podía fiarse. Me las apañaba con un radio transistor de bolsillo y un audífono. Entre la picada de carne para el sancocho, los cortes de entretela y los troceos de punta de anca, me atrevía a hacer llamadas para verificar datos o para pedirle a una fuente que me confirmara unos nombres.

Fue en ese tránsito, en medio de las rutinas de corte y pese, con los parroquianos de la clientela, que irrumpieron dos jóvenes de gorra y camisetas holgadas, color pastel, de los ochenta. Iban armados y dispuestos a acabar con todo. Me ordenaron salir a la puerta. El parrillero me tiró al piso y me puso la suela del tenis blanco, como bota de astronauta en la mejilla.

—¿Cierto que seguís trabajando en el periódico?

—No, hermano —dije con voz suplicante desde el piso—. ¿No ven que trabajo aquí?

—Eso es caspa. Y no te quebramos porque un amigo del doctor dijo que te conocía, y que no te hicieran nada. Pero si seguís en esas ya sabés a qué atenerte. ¡Mosquita muerta!

Me quitó la presión del caucho de la suela, y aún en el suelo, antes de irse, me descerrajó un escupitajo en la mejilla.

Todavía, en mis noches de buen retiro, me despierto con la imagen de ese tenis en mi cara. Freddy no duró mucho después de que se enroló como escolta. Tampoco supe si fue él quien habló por mí.