Número 135 // Julio 2023

Casa por jaula

Por LAURA ALMANZA

Apenas llegamos salió a nuestro encuentro, frentero. Se movía inquieto, mostrándonos sus dientes a través de la reja, mordiéndola, colgándose de la cola para que viéramos sus güevas de frente. Ahí les está mostrando que tiene con qué defenderse, nos dijo Jorge, que no parecía impresionado por su actitud agresiva. Su reacción no era para menos, un poco más atrás la mona aulladora estaba en una tabla con su cría, pendiente, cautelosa.

Para agarrar una cría de mono aullador hay que matar a su madre y a todas las hembras de la manada que comparten su cuidado. Ese monito tan lindo que le ofrecen a los niños en carretera básicamente viene de una masacre. Y por más pañales, gafas oscuras o correas de perro que le ponga, tener fauna silvestre en casa es un delito.

Jorge Aguirre lleva 28 años trabajando como promotor de bienestar animal. Le pregunto qué se necesita para trabajar cuidando animales en el zoológico y me dice que lo primero es dejar de decirle así, que ahora se llama Parque de la Conservación. Lo otro, entender que los animales silvestres no pueden ser cuidados como mascotas, aunque eso implique dejar a un lado la ternura inevitable que provocan sus miradas curiosas, sus pieles de colores llamativos, sus gestos malinterpretados como cariñosos.

Mientras hablamos, al ver que no somos una amenaza, la actitud del mono aullador pasa a ser indiferente. Se aleja balanceándose por una cuerda y sigue con su vida. Este aullador llegó al Parque en 2012 siendo ya un mono adulto, después de ser decomisado por la autoridad ambiental. Cuando lo encontraron estaba amarrado como un perro, tenía marcas de una soga por todo su cuerpo y desnutrición severa. Las personas que lo tenían pensaron que dándole banano era suficiente.

El problema es que su alimentación es mucho más compleja. Los aulladores son folívoros, o sea que comen principalmente hojas. Rara vez tocan el suelo…, se la pasan de rama en rama por la selva tropical buscando brotes de ojoche, caucho sabanero o yarumo. En el Parque les preparan ensaladas con pepino, papaya, habichuelas, hojas de apio, espinaca, caucho y pomarrosa. A veces también compotas de mango. Cada individuo tiene una dieta especial diseñada por un nutricionista veterinario. En el centro de alimentación animal pican, trocean o trituran cada ingrediente para después pesarlo y servirlo en un horario específico. Después de observarlo, la idea de que un mono solo come banano me parece ridícula.

En El origen del hombre, Charles Darwin describe el sonido de los aulladores como un concierto horrísono que dura a menudo muchas horas. Como no tuve oportunidad de escucharlo, lo busqué en YouTube pensando que me encontraría con un coro de bramidos de perro herido; pero en realidad es un rugido, un sonido gutural que cualquier vocalista de death metal ansiaría tener.

Hace un tiempo este mono aullador rojo perteneció a uno de los grupos que rehabilitaron para regresar a la selva del Magdalena Medio. De algún modo el Parque de la Conservación es también un centro de rehabilitación, un campo de entrenamiento para regresar a la vida al natural. Le presentaron su nueva familia, le trataron los parásitos que le pegaban las palomas y las ratas de la ciudad, le enseñaron a recolectar su propia comida, a no depender ni confiar en los humanos. Tres años y medio le costó a su manada estar lista. Los llevaron por carretera, a cuestas, y hasta en lancha por el río Cauca. Por fin en el sitio, los biólogos pusieron el guacal en el piso y abrieron la puerta con cuidado, expectantes. El macho alfa salió a explorar primero y con un aullido le avisó al resto que sí, que era segura esa nueva casa sin mallas metálicas. Poco a poco la manada fue saliendo a treparse en los árboles, arrancar hojas frescas y balancearse patas arriba. Todos, excepto uno. Los biólogos intentaron darle unos días, quizá se animaba a salir tras los otros. Pero cuando volvieron a monitorear el sitio, seguía ahí, parado en la puerta del guacal esperando una cara conocida que lo montara en lancha para cruzar el Cauca de regreso a Medellín. El tiempo que pasó con los humanos había dejado una huella imborrable.

No hubo más remedio que volver a traerlo al Parque y descartar de una vez que participara en otros grupos de rehabilitación, era un hecho que el resto de su vida sería en cautiverio. Pero su historia no terminó ahí. Ya en su casa de ciudad, por pura casualidad, una de las aulladoras que estaba al lado de su espacio de aislamiento comenzó a hacerle ojitos. Se cortejaban y en las tardes se les veía cogiéndose las manos a través de la reja. Los cuidadores decidieron juntarlos a ver qué pasaba. Parece que en las noches en vez de aparearse se dedicaron a hacer planes de escape, porque la aulladora aprendió a abrir los pasadores de las puertas y huía saltando. Aunque el mono salía detrás, no se trepaba a los árboles. Quizá eso impidió que ambos terminaran en Nutresa robando galletas.

Unas semanas más tarde, ya abandonado el ímpetu de fuga, la barriga de la aulladora empezó a sobresalir. Seis meses después nació la cría, pero a pesar de darle todos los cuidados posibles, no sobrevivió. La que veo hoy es su segunda cría, un monito aullador con nueve meses cumplidos que pronto dejará de estar colgado a la espalda de su madre.

Le pregunto a Jorge cuáles son las probabilidades de que un mono nacido en cautiverio sea liberado en la selva. Desvía la mirada. Me dice que no tiene un número, que tal vez sea posible porque ya han liberado a un par de monos nacidos en el Parque, pero que es difícil. Probablemente la única selva que conozca sea un islote rodeado de tortugas y un par de cisnes, escuchando los carros que pasan por la Avenida Guayabal.