Número 129 // Junio 2022

CAPÍTULO UNO

Primeras preguntas

Por ESTEFANÍA CARVAJAL
Ilustración de Hansel Obando

Dicen que no hay peor dolor que perder a un hijo, pero el día que se murió el tío Enrique la abuela no se inmutó. La velación fue en Los Sauces y apenas duró media hora. Él había dicho alguna vez que no quería que su cadáver estuviera a la vista de las viejas chismosas que llegan a los velorios a tomar tinto gratis aunque no sepan el nombre del muerto, pero el abuelo insistió tanto en la importancia de seguir las tradiciones fúnebres que mamá resolvió el asunto partiendo diferencias entre la voluntad del difunto y los deseos del padre: sí habría velorio, pero sería cortico. Tan cortico que no alcanzamos a rezar un rosario completo.

Los Sauces queda en la misma manzana que la dentistería del abuelo, la odontología del tío Rodrigo y las confecciones de mamá y papá. A una cuadra está el parque principal de Bello, y a dos, el apartamento donde encontraron el cadáver de Enrique. A mis abuelos les dijeron que su hijo había muerto en medio de una borrachera y a las nietas nos mandaron a vigilarlos para que no fueran a encontrarse con el edificio acordonado por los agentes del CTI, pero solo tuvimos éxito con el abuelo. La Fiscalía se demoró un día y una noche con la necropsia y el abuelo empezó a preguntarnos por la tardanza del funeral: le dijimos que Los Sauces no tenía disponibilidad sino hasta el día siguiente y que no íbamos a desgastarnos buscando otra funeraria cuando ellos habían sido vecinos nuestros por casi cincuenta años.

La sala de velación se llenó a punta de primos lejanos que no conocía más que por el nombre y de viejos amigos de mamá y papá. Yo había pasado cientos, tal vez miles de veces por ahí, pero nunca había entrado. El salón principal era tan grande como una parroquia de barrio y terminaba con unos ventanales semipolarizados de pared completa. El féretro estaba adornado con dos ramos de flores y dos candelabros de hierro forjado con espacio para siete velas, pero sin velas. La sala olía a esa mezcla de tinto de greca, incienso y formol que se siente hasta en la calle, cuando uno baja hacia la plaza, y que en los días de mucho viento se cuela también por las ventanas de las confecciones, pero al rato me fui acostumbrando y luego ya no me olía a nada: apenas a los perfumes de las amigas de mamá que se arrimaban a darnos el pésame.

Entre el medio centenar de asistentes solo reconocí a un amigo del tío Enrique: un tipo menudo y encorvado de orejas grandes al que todos llaman Ratón. Fue él quien tomó la iniciativa y empezó con el Oficio de los difuntos, esa oración que termina con un salmo que la gente no canta sino que murmulla, como para no molestar al muerto. Después recitó los primeros avemarías de un rosario mientras los asistentes desfilaban con curiosidad hacia el cajón.

Casi todo el mundo se asomó, pero yo no quise ver el cuerpo de mi tío. Le dije a mamá que me parecía una falta de respeto que lo exhibieran ahí después de lo que le había pasado, como si fuera un recién nacido en la cuna, indefenso, incapaz de cerrar la tapa del cajón para esconder sus vergüenzas. Eso fue lo que le dije, pero la verdad es que me daba miedo: nunca había visto un muerto y qué tal que el primero fuera precisamente el tío Enrique, precisamente muerto así, con la cara con la que quedó. Mis primas, que sí fueron hasta allá y estuvieron un rato rezando y dándole picos al vidrio del cajón, me dijeron que el maquillaje no logró esconderle la cara de susto: el tío Enrique quedó con la cara que hacen los muertos que no se querían morir.

Esa fue la cara que le tocó ver a mi abuelo cuando se paró apoyado en el brazo de la tía Fabiola, caminó con su vaivén de pato hasta el ataúd y se asomó por la ventanita que revelaba el busto del menor de sus cuatro hijos. La voz de Ratón enmudeció y todos giramos la cabeza hacia el centro del salón, donde estaban el tío Enrique, acostado y muerto, y el abuelo vestido de negro con la camisa que solo usa en los funerales.

El clóset del abuelo está lleno de camisas de seda de Costa Azul de distintos colores y estampados, pero todas con la misma forma: cuello almidonado, manga corta, botones contramarcados y un bolsillo delantero en el que guarda un lapicero y un billete de cincuenta mil. Cada año compra dos camisas nuevas, una para su cumpleaños y otra para Navidad. Tiene cincuenta o sesenta camisas, y ninguna está repetida. Las usa durante dos días seguidos antes de meterlas en el canasto de la ropa sucia. Los pantalones le duran cuatro o cinco días. Las medias y los calzoncillos sí se los cambia a diario, y los lava él mismo con un jabón rey que mantiene en la ducha. Los viernes, una mujer que se llama Nidia recoge el resto de la ropa y la lleva a la lavandería. Vuelve con ella oliendo a Soflán y la cuelga en el mismo clóset en el que el abuelo guarda una caja fuerte con sus pasaportes y un revólver Smith & Wesson cargado de balas calibre 38.

El abuelo, que siempre está impecable y sonriente, peinado, bien puesto, con la ropa planchada y oliendo a Soflán, se asomó al cajón y vio la cara de susto de su cuarto hijo y lo que vio le ensució de lágrimas la única camisa de seda negra que tiene en el clóset.

Mamá me contó después que era la primera vez que lo veía llorar: ella —como yo, como todos— lo creía inmune a la tristeza. El viejo apoyó su mano chiquitica y rechoncha sobre el féretro y acarició la madera fina, como si así pudiera acariciar también la mejilla horrorizada de Enrique. Lo miró por poco más de un minuto —que en tiempo de velorio se sintió como una hora—, se echó la bendición y volvió a buscar su lugar en la sala, en el otro extremo de donde estaba sentada la abuela.

Una vez el viejo estuvo en su sitio le llegó el turno a ella. La abuela se paró sin ayuda, caminó reclinada sobre su bastón y lo apoyó en el ataúd. Como no tenía ropa negra en el clóset, mamá la había vestido con una falda larga beige, una blusa blanca con detalles en canutillo plateado, medias antiembolia hasta las rodillas y zapatos ortopédicos marrones. Sobre su cabeza canosa y casi calva tenía unas gafas oscuras de mala calidad que usaba como si fueran una corona, incluso bajo el sol del mediodía. La abuela había asumido la decrepitud de la vejez de forma prematura y parecía disfrutar de la lástima que despiertan los ancianos desvalidos: cuando cumplió sesenta años compró una vela para la torta con el número setenta y empezó a usar bastón, aunque el médico le dijo que no lo necesitaba. Tenía dos hábitos que me sacaban de quicio: cada vez que terminaba de comer pedía un vaso de agua y zambullía en él su caja de dientes —esto lo hacía incluso en los restaurantes ante la mirada incrédula de los meseros—; y siempre buscaba la ayuda inútil de hombres desconocidos y preferiblemente jóvenes cuando iba a cruzar la calle, a bajar unas escaleras o a subirse al carro de mamá. Entonces, con las manos ásperas de los muchachos entre las suyas, hinchaba el pecho y exclamaba  “¡ochenta son ochenta!”, aunque en realidad tuviera setenta, y los miraba con cara de perrito faldero para que ellos, a su vez, le devolvieran una mirada de compasión.

La abuela se acercó al cajón y observó el cuerpo de Enrique con la misma indiferencia con que miraba a los mendigos que piden monedas en la calle. Traté de buscar el dolor en su rostro, pero sus arrugas no se movieron: no pude ver ni una pizca de lo que se supone debe sentir una madre que pierde a su hijo. En menos de lo que se tardó en llegar hasta el féretro agarró de nuevo el bastón y caminó con su paso cojo hasta mamá, que estaba sentada a mi lado con los ojos rendidos al llanto.

—¿Sí vio, Anita? —le dijo—, yo sabía que si Enrique seguía con esas maricadas lo iban a matar.

Mamá me apretó la mano y me dijo al oído “quién le contó, cómo se dio cuenta”, y antes de que yo pudiera responder, “usted la lleva al cementerio”. Luego se fue a mirar a Enrique hasta que los de la funeraria llegaron
a mover el cajón. La gente que estaba rezando el rosario apenas iba por la mitad de los misterios dolorosos. Quisieron protestar, pero los de la funeraria dijeron que solo habían pagado media hora de velorio y que la familia del siguiente muerto ya estaba haciendo fila para entrar a la sala.

El entierro fue a las cuatro, con un sol radiante a punto de esconderse detrás de la cordillera. La abuela y yo miramos el cortejo bajo la sombra de un búcaro sin flores, a unas cinco tumbas de distancia. El sacerdote roció agua bendita sobre el féretro y mamá soltó el primer puñadito de tierra.

Miré la cara de la abuela y traté de descifrarla, pero no pude. ¿Qué cara debe hacer una madre que acaba de perder a su hijo? ¿Debe llorar a mares? ¿Debe gritar tan fuerte que la escuche todo el pueblo? ¿Debe desmayarse del dolor? ¿Debe arrodillarse al lado del féretro, derrotada? ¿Debe rogarle al cura que la entierre con su hijo? ¿Qué cara debería estar haciendo la abuela? No la que tiene ahora, pensé. Quizás una mueca. Una lágrima. Una nariz congestionada. Por lo menos una mirada ausente o incrédula o furiosa. Pero en la abuela no parecía haber nada de eso ni tampoco nada de nada: ella iba en piloto automático, sonriéndole a la gente que la saludaba, aunque no pudiera recordar sus nombres.

*Este fragmento hace parte de la nueva novela Las vanidades del mundo de Estefanía Carvajal publicada por Planeta en el 2022.

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