Número 129 // Junio 2022

Burdel de vereda

Por ANDRÉS DELGADO
Fotografías de Liceth Cristina

Yesica era una de las mejores trabajadoras, paciente y comprensiva con los clientes, se sentaba en sus piernas y dejaba quererse de las manos callosas de los campesinos. Sin embargo, una noche, uno de ellos se largó de la pieza que acababa de pagar, saltó furioso al borde de la carretera oscura y se plantó frente a don Alirio, a las puertas del bar: un salón estrecho con cuatro mesas apeñuscadas y una bola de disco soltando líneas multicolores que rayaban a los campesinos, la trocha y el monte cercano.

—Si vuelve a traer a esa muchacha, yo la mato.

Don Alirio, dueño de El bulevar de Kelly, me sigue contando la historia. Dice que se acercó a la sombra, le pidió que se tranquilizara y se subiera el cierre del pantalón.

—Vea que de pronto se le sale el borracho —le dijo—, y maluco que se entere su mujer.

El cliente tomó un poco del aire nocturno y montañero. Exhaló. Explicó que estaban “haciendo el rato en la pieza” y ya había pagado.

—Yesica se desnudó —dijo— y después se puso la ropa sin hacer lo que teníamos que hacer.

Pedía la devolución del dinero. Eran las diez de la noche en los cerros antioqueños y se había formado un corrillo en el corregimiento de Altamira, municipio de Betulia, al suroeste de Antioquia, a 131 kilómetros de Medellín. En la mitad del tropel, Yesica argumentaba que el hombre ya había visto su cuerpo desnudo, y, por eso, ella cobraría. No devolvería la plata porque tampoco perdería ese tiempo, cuando pudo estar ganando con otro cliente. Explicó que el hombre estaba “muy tomado, muy agresivo y a mí me dio mucho miedo”. Cuando estaban en la pieza y semidesnudos, el hombre intentó quitarle la plata y Yesica lo agarró a puño.

—Entonces para que no tengamos problemas —decía el cliente a las puertas del bar—, si la vuelvo a ver, yo la mato.

Y se largó, tambaleándose por la trocha. Tampoco quiso insistir, pues como ya sabemos, estaba casado y era muy fácil que se regara el chisme del escándalo.

Don Alirio se dio cuenta de que Yesica tenía esa costumbre, otras muchachas se lo dijeron: cobraba, se desnudaba y luego se vestía dejando al cliente a medio camino. La táctica le funcionaba con los borrachos, con los bien borrachos.

—Era muy linda, paciente, dedicada y todos los putañeros saben lo que significa eso —dice don Alirio—, pero para evitar problemas no la volví a contratar.

Don Alirio me cuenta que el bar comenzó cuando años atrás noviaba con Kelly, una chica que trabajaba como prostituta en los bares de la Central Mayorista, en Medellín. Ella tenía 23 años y él 56. Cuando la esposa de don Alirio falleció, comenzó a ver a Kelly más seguido y en vista del conocimiento que ella tenía del negocio, don Alirio decidió dejarse asesorar por la muchacha y montar un prostíbulo en su tierra natal. Era el tercer negocio de esta índole en el corregimiento que en los tiempos de los arrieros fue parada obligada para los recorridos entre San Antonio de Prado, Altamira, Urrao, Urabá o Chocó. El local queda en una montaña empinada, por lo que el primer piso, un garaje donde están las cuatro mesas y la barra para cinco clientes, es en realidad el centro de un sánduche entre el sótano y el segundo piso. Inicialmente se pagaban trescientos cincuenta mil de arriendo por las tres plantas. Cuando el negocio prosperó el arriendo llegó a subir a millón doscientos. En el local no hay barra de estriptis, en el sótano hay dos camas y en el segundo piso se dispuso una cocina y la pieza donde duerme don Alirio, quien tiene una finca en una vereda cercana “pero me da pereza salir tan tarde por la trocha”, dice.

Dependiendo de la muchacha, el rato puede costar entre treinta y cinco mil y cincuenta mil pesos. Pero, como en todo, el precio depende del marrano, sobre todo del marrano que quiere gastar. Por el rato se cobra diez mil la pieza y a la muchacha se le dan uno o dos condones. La clave del negocio, para ellas, es hacer clientes y amigos. Es una cuestión simétrica: “Caer bien y que te caigan bien”, dice Liceth. Si el sujeto es “bien portado” y se ve la posibilidad de cultivarlo, entonces se le dan dos polvos. Pero como beben bastante, y muchos son viejos calenturientos, no alcanzan a quedarse mucho tiempo.

La amanecida se cobra entre cien y ciento veinte mil. El bar de Kelly se cierra a la una y si hay fiestas va hasta las tres de la mañana, pero en cualquier caso si el cliente va a amanecer tiene que esperar a que se cierre el negocio. Las amanecidas se celebran en el sótano, en la pieza de dos camas y un baño. Un cuarto rústico en ladrillos pelados, en el que, si hay dos muchachas con amanecidas, toca colgar una cortina entre cama y cama. “Normal —dice Liceth—, es como estar los cuatro juntos”. Y otro asunto, en el negocio se fía lo que sea, cerveza, guaro, energizantes, menos los ratos con las muchachas.

Los primeros meses, en plena apertura, el negocio estaba abarrotado durante los fines de semana. Las cuatro mesas y la barra permanecían llenas, gente de pie adentro y afuera. El bar de Kelly era la novedad. Los otros tres negocios llevaban mucho tiempo y los clientes se habían acostumbrado a las muchachas. Si la clave del negocio para ellas es hacer amigos bien amigos que les manden plata entre semana, para don Alirio, la sustancia del negocio es variar las muchachas que trae desde Medellín. Pero, además, hablando de la competencia, el bar está ubicado a las afueras del corregimiento, retirado de lo que podría llamarse la parroquia, mientras los otros están en la propia plaza o a unos pasos. Esa cercanía es una desventaja, porque hasta el cura, estirando el cuello desde el púlpito, se da cuenta de quién está metido en los antros del amor. Otra ventaja para la registradora de don Alirio es la atención de Cristina, barlady, hija de don Alirio y excelente conversadora. “Muchos clientes no vienen a acostarse —dice Cristina— sino a tomarse algo, descansar del trabajo y conversar”.

Don Alirio se queda afuera, conversando con los que pasan a caballo, Cristina en la barra. Entonces pasan por la carretera los amigos, saludan, se toman algo y después: “Yo le pago dentro de ocho días, don Alirio, que tengo una carguita de café”. Y lo evidente: el valor de la carga del café es proporcional a la demanda en El bar de Kelly. Mientras el precio del café sube, hay buenos ánimos, ventas, platica, es decir, hay que tener buenas chicas en el bar. Si el precio baja, lo mejor es ir con paciencia en el bar.

El negocio se abre de sábado a domingo, o desde el viernes, según la temporada. La cocina también sirve a la dieta de las muchachas, y de los clientes, porque si no comen alguna cosa se emborrachan muy fácil. “Nosotros necesitamos que estén bien alimentaditas, para el almuerzo Cristina les prepara un buen sancocho, un levantamuertos bien cargado”. La mayoría de ellas no desayunan y comienzan a beber desde temprano. En la noche despachan arepa con carne, chuzo o salchipapas, por eso lo importante es que el almuerzo haya sido reforzado. Y el domingo, en vista del guayabo, se les prepara un buen caldo con huevo frito. “Comida decente —dice don Alirio y continúa—, cuando se trabaja con estas muchachas no se puede ser muy amable porque te la montan, pero tampoco se puede ser muy bravo porque no vuelven, y más en un corregimiento tan lejos”.

Las muchachas se consiguen a través de contactos en Medellín. A ellos se les encargan dos o tres para el fin de semana. Aquellos mandan fotos para escoger y cobran veinticinco mil de comisión por cada una. Además del costo del intermediario y los treinta y cinco mil por día para cada una, don Alirio asume los costos del transporte desde Medellín, el de regreso corre por cuenta de cada una. El beneficio para ellas, además de los primeros treinta y cinco mil, está en función de “fichar con cerveza Clarita”. Esto es: por cada cerveza que el cliente invita, ellas reciben una ficha pagada a mil pesos. El guaro y otros tragos tienen otro valor por ficha. Hay muchachas que pueden “fichar sesenta mil pesos por noche —dice Cristina—, pero a nosotros no nos gusta que lo hagan con aguardiente porque se emborrachan muy fácil”. De manera que, luego de la base de pago, cada una debe sacar sus trucos para hacer rendir la jornada haciéndose invitar, no solo a cerveza, sino a pasar el rato o incluso a amanecer.

Si es un fin de semana normal se traen dos muchachas, si es uno bueno se traen cuatro. “Por ejemplo en las Fiestas de la Virgen del Carmen —sigue don Alirio—, procuramos traer a las más buscadas, y ahora en Semana Santa, este domingo será un día muy movido”. El negocio mejora con las fiestas pueblerinas. “Igual el cura no dice nada, pero, cada que puede, pasa por acá y pide una colaboración para la parroquia”. En diciembre también se mueve mucho. Los clientes van a misa y luego pasan a tomar cerveza. O si la llevaban a la mitad, y los coge la hora de ir a rezar, pues dicen: “Guárdeme esta cervecita, voy a misa y ya vuelvo”.

En una de esas fiestas, una señora llegó con un niño diciendo:

—Ábrame arriba porque quiero saber si el papá de este niño está ahí.

—¿Y quién es el papá del niño?

La señora dijo que era fulanito de tal, que la había dejado cuidando al niño, el hombre había dicho que ya volvía y esta era la hora en que no aparecía.

—Estoy segura de que está acá, me hace el favor y me lo llama.

En el bar, a simple vista no estaba el sujeto y nadie “hacía un rato” en el sótano. Ese fin de semana comenzaron temprano y en el bar todas sabían que Laura no estaba, un señor le había pagado muy bien para llevársela para un cafetal.

Cristina me sigue contando historias mientras nos refrescamos tomando cerveza fría. Hubo un caso de una muchacha que se fue un fin de semana con festivo con casi setecientos mil pesos sin contar lo que fichó. Se llamaba Paola y acababa de cumplir dieciocho años. Era delgada, con abdomen plano, “no tenía mucha nalguita pero tenía senos redonditos —dice Cristina—, tenía el cabello liso y cortico”. Paola apenas estaba aprendiendo y decía que quería que le enseñaran los trucos “para hacer harta plata”. En esa época estaban en cosecha de café, los clientes comenzaron a solicitarla y ella “a fichar parejo” y a dejar la cerveza a la mitad, o a esconderla sin tomar un trago para pedir otra, y otra, porque además no solo era un cliente quien la invitaba sino varios a la vez. Paola hacía un rato con el cliente, se bañaba y se organizaba para volver al ruedo. Llegó a estar con diez hombres en una noche cuando lo normal es estar con cinco. Cobrando treinta mil de esa época…

Paola quedó muy amañada, le dijo a don Alirio que la siguiera llamando. Volvió a los dos meses cambiadísima: las uñas pintadas, torcía los ojos, hacía ademanes de niña grosera, avispada y mal criada. Luego de hacer los ratos decía que no necesitaba bañarse, cogía unos pañitos, se limpiaba y de nuevo al bar. Una noche don Alirio asó carne para todos y como estaban con el bar a reventar se turnaron para subir a comer.

“Llegó Paola, la sinvergüenza —cuenta Cristina—, comió de primera y barrió con toda la carne, solo dejó arroz y unas papas cocinadas. ¡Claro! Con esa forma de trabajar…”, remata Cristina medio enojada medio en broma.

“Pero por qué se preocupan por la carne —dijo Paola esa noche—, no se preocupen que yo la pago”.

“Por otro lado —dice Cristina la hija de don Alirio—, lo cierto es que muchas manejan muy mal el dinero”. Llaman a don Alirio y le dicen “no tengo el dinero para el pasaje para ir a la terminal del transporte, y ellas ganan bien”. Don Alirio le consigna diez mil pesos por Gana. Ahora es don Alirio quien habla: “Algunas ni se bañan luego del viaje desde Medellín, conforme se bajan vienen directo al bar a trabajar”. Al día siguiente, tampoco tocan agua después de levantarse porque dicen: “Con este frío no se baña nadie”. Y Cristina le quita la palabra al papá: “Pero es que también los clientes son campesinos que llegan sudados y a ellos no es que les importe mucho que la chica esté así.”

Durante los momentos muertos del bar, las muchachas hablan en la barra. Vamos comentando los casos y chocando las botellas. Doralba, madurita y bella gente, dice que si le dan veinte mil no tiene problema en chupar sin condón. “¿Pero sin condón?”. Reniegan las otras. “No ve pues…, es que casi no me resulta”. Un trago de cerveza. Otra dice: “Hay que mostrar, pero no mucho”. Y otra: “Hay mujeres a las que les va mejor sin mostrar tanto”. Y otra: “Cuando nos viene el periodo metemos un taco de algodón que se cambia con frecuencia para no perder los fines de semana que se está enferma y se necesita la plata”. Otra recuerda al cliente que iba a oler vagina. ¡Salud!, y todos reímos. Era un viejito que nunca estaba con ninguna, pero iba, decía él, “a alimentar el ojo”. Pedía sus traguitos, pero nunca invitaba y cuando llegaba una nueva le decía: “Le doy dos mil, si me deja oler”. En la barra, las muchachas se miran, se burlan, se preguntan y se contestan muertas de risa: “Plata es plata, ¡salud!”.

Las cervezas me tienen relajado, voy perdiendo ritmo en las preguntas y tengo muchas ganas de echarme una bailadita. Entre las muchachas sigue la conversación. Unas dicen que la familia sabe en qué trabajan, otras dicen: “Yo no estudié”, y otra: “No tengo más trabajo”, y otra: “No sé hacer algo diferente”, y una más: “Esto es lo más fácil y me queda el resto de semana para estar con mi hijo”. De nuevo el brindis y la cerveza revienta su espuma en mil enanos haciéndose la paja en mi garganta. Es hora de dejar la preguntadera. Le ofrezco la mano a Cristina y nos vamos de apretadita con “un verso muy sutil y dirigido, delicado y sensitivo quisiera componer yo”. Pronto la bola de disco comenzará a rayarnos y es mejor que nos coja bailando, ya viene el trajín, se mueven las muchachas y las fichas.

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