Poemas alterados
Silencios monstruos
Freddy Pulga, poeta del Bronx en Bogotá
Cuando camino por ahí voy recogiendo pepitas y se las arrojo a los niños que consumen bazuco. Me dicen que soy muy fastidioso, yo les digo que fastidioso el jíbaro que se queda con su plata. Y no me responden nada, se quedan en silencio y les digo que hay silencios más largos que esos, que son los que quedan cuando uno se va sin que nadie lo pueda extrañar, esos sí que son silencios monstruos.
El mundo de las maravillas
Jaime Jaramillo Escobar
En las riberas del río La Miel brotaban como maná los hongos alucinógenos, dispensadores de la alegría y el éxtasis. Me produjeron fiebre y vómito.
En Barranquilla fumé una marihuana llamada “La puerta de oro”.
Me dio la risueña y después la pálida. Se me reventaron los oídos,
padecí el sudor frío, me puse tembloroso, estuve grave.
Entonces tomé LSD y fue peor. Vi los colores que no pueden ser vistos. Escuché los sonidos inaudibles. Toqué objetos que nunca han sido hechos. Sufro alucinaciones psicodélicas. Estoy alucinado. Mi novia se llama Lucina.
Tomé sedantes, y encima de los sedantes tomé estimulantes. Tenía un amigo farmacéutico que me dispensó su farmacia. Mi cuarto estaba lleno de drogas, todo el piso cubierto de drogas, se caminaba sobre agujas. Pero ninguna droga pudo darme la belleza, la lozanía, la majestad, el aroma, la magia de una simple rosa rosada en su rosal.
Con la coca me sentí ahogado por el aire; cientos de basucos no me hicieron ver ni sentir más de lo que normalmente veo y siento. Tiempo perdido tratando de forzar la puerta que no existe.
Tomé todos los licores. Me produjeron sueño, pesadez de cabeza, expresión descontrolada.
Tabacos y cigarrillos los tuve en abundancia: de Egipto, de Cuba, de Turquía, del Amazonas. No logré aficionarme al tabaco. Pensar un poco me trae mejores humos.
El hachís, el opio, el tíosulfato, la sienita de nefelina, la alunita,
la adormidera del Pireo, la picadura de insectos avispados, en nada de eso encontré más de lo que siempre he tenido, sino menos.
Acudí a la magia negra, las artes mánticas, los esotéricos, los espiritistas, los hechiceros, los rituales indígenas, el yagé. Ninguno de ellos pudo mostrarme nada más bello y más fresco y más claro y más limpio que la simple agua que llovía por el tejado de mi casa.
Corrí desnudo por laberintos interminables en Bogotá, detrás del fluido imponderable y elástico, en busca del estupefaciente, el narcótico, el fármaco, el éter sulfúrico, el óxido de etilo, el láudano, el acónito, la morfina, la madreselva y el rapé,
el tabaquito de Honolulu, la caipirinha del duende, el ñaque, la burundanga, la amapolita de Tulcán y la madre de todas las yerbas.
Me inscribí en cursos de yoga, de gimnasia sexual, terminé en un club de sadomasoquistas.
¿Qué faltaba? La coprofagia, la necrofilia. También teníamos nuestro club.
Estuve en la Cueva de Rolando con Torquato Tasso,
me junté con asesinos, con asaltantes de caminos, con gentes de puñal y pistola. Fui a parar a la cárcel. Me fingí loco y me trasladaron al manicomio.
En el manicomio comí sapos, me pusieron una linda camisa de fuerza, me chuzaron con cien inyecciones diarias. Mi mayor dificultad fue salir del manicomio. Me fingí cuerdo. No me creían. En los manicomios está prohibido curar a los pacientes.
Me hice ayudante de camión, viajé a la costa para traer contrabando; esto fue con Lucho. Aprendí el tráfico de drogas, me arrojé al mar desde una avioneta a baja altura.
Me persiguieron con balas, con tiburones teleguiados, con lanchas salvavidas. Me persiguieron con jueces, con motocicletas, con ametralladoras.
Después todos en el mundo se convencieron de mi inocencia, simplemente porque les dije con énfasis: “¡Carajo! ¡Yo soy inocente!
¿No lo estáis viendo?”.
El verbo “estáis” tiene siempre unos efectos tremendos.
En la calle (fragmentos)
Víctor Gaviria
Yo trabajé con los niños de la calle:
alguno de ellos aparecía con una bolsa de plástico negro en la cabeza, por máscara;
me miraba a través de los dos agujeros y volvía a pedirme plata,
una vez más, para engañarme,
pero yo lo retiraba de un golpe que lo hacía tambalear
no por mi impulso, sino por su propia borrachera,
que lo convertía en payaso de la noche
¿Para dónde van los niños de la calle,
me pregunto,
si no es dando eses, dando bailes y danzas
como los papeles borrachos que enaltece el viento?
(…)
Además toman pastillas para olvidarse de sí mismos
(para curarse del recuerdo de sí mismos),
para andar sonámbulos buscando las puertas de los parques,
y los he visto de pie frente a los bancos de cemento,
conversando con ellos…
tal vez por toda esa gente
que pasó por allí durante el día.
El viento rellena de aire sus chaquetas
y los hace ver altos y gruesos como los globos del diciembre.
Vivimos cinco meses en la calle,
hasta que me fui, director de noche invitado;
y no he vuelto a saber de sus abrazos
que me adormecían suavemente,
para luego meter sus dedos flacos y largos en lo hondo de mis bolsillos.
Qué estarán haciendo,
me pregunto al cruzarme con ellos una noche cualquiera,
¿quién se ríe ahora de sus heridas pálidas como el jazmín de noche,
de sus heridas oscuras como las rosas de los jardines de San
Joaquín,
quién disfruta de su película
de nunca acabar?
Elogio de los alucinógenos
Raúl Gómez Jattin
Del hongo stropharia y su herida mortal
derivó mi alma una locura alucinada
de entregarle a mis palabras de siempre
todo el sentido decisivo de la plena vida
Decir mi soledad y sus motivos sin amargura
Acercarme a esa mula vieja de mi angustia
y sacarle de la boca todo el fervor posible
toda su babaza y estrangularla lenta
con poemas anudados por la desolación
De la interminable edad adolescente
otorgada por la cannabis sativa diré
un elogio diferente Su mal es menos bello
Pero hay imágenes en mi escritura
que volvieron gracias a su embrujo enfermizo
Ciertos amores regresaron investidos de fulgor
eterno Algunos pasajes de mi niñez volcaron
su intacta lumbre en el papel Desengaños
de siempre me mostraron sus vísceras
Hay quien confía para la vida en el arte
en la frialdad inteligente de sus razonamientos
Yo voy de lágrima en lágrima prosternado
Acumulando sílabas dolorosas que no nieguen
la risa Que la reafirmen en su cierta posibilidad
de descanso del alma No de su letargo
Voy de hospital en cárcel en conocidos inhóspitos
como ellos Almas con cara de hipodérmica
y lecho de caridad Entregándole mi compañía
a cambio de un hueso infame de alimento
Toda esa gran vida a los alucinógenos debo
La delicadeza de un alma no está casi
en los que se apropia Sino en el desprecio de ese estorbo
sangriento cual banquete de Tiestes
que la opulencia inconsciente ofrece vana y fútil