El siglo de las sombras
Al comienzo fueron los chinos y el opio y su parafernalia incomprensible. Una pipa, una lámpara y los juguetes necesarios. Era 1890 en Nueva York y las palabras comenzaban a sonar: Yen tsiang, pipa. Ow, tazón. Yen hock, aguja. Yen dong, lámpara. Daw, cuchillo. San lo, restos de opio para los adictos más necesitados. Los gringos llamaron a la pipa con una palabra que hoy es un soplo común: joint. En diez años los chinos en Nueva York pasaron de setecientos a trece mil. Los fumaderos de opio estaban en los sótanos y las trastiendas. Los chinos eran repudiados, pálidos y silenciosos. En su mayoría habían llegado a trabajar en la construcción de los ferrocarriles. Una empresa de tabaco de la época acompañaba con una cintilla su paquete de veinte cigarros: “Ninguno de estos tabacos ha sido tocado por manos chinas”. Actores baratos, estafadores, apostadores sin mucha suerte comenzaron a sumarse a los salones chinos en Nueva York. Esa fiebre amarilla tenía que parar. A comienzos del siglo XX la cruzada antiopio creció desde Inglaterra donde en la Cámara de los Comunes se decidió que “el comercio indochino del opio era moralmente indefendible”. Los fumaderos se hicieron clandestinos en Nueva York y en 1911, los chinos, principales señalados y proveedores hasta la pena de muerte para quienes sembraran amapolas. El tratado de Versalles en 1919 obligaba a los ganadores a ratificar la Convención Internacional sobre Opio firmada siete años antes. Solo los médicos podían recetar y muchos terminaban perseguidos. Un año después solo cuatro médicos recetaban opio en Nueva York. Era el momento para los fumaderos clandestinos, ahora no eran solo los chinos, las casas de opio ahora tenían pianos, cojines en los catres de consumo y largas cortinas. Para la prensa el opio era terrible y glamuroso.
Luego llegaron los negros con su hierba del campo a las ciudades. La prohibición del alcohol la había convertido en una preferida. El alcohol caro y dudoso fue reemplazado por la marihuana consumida en los “cuartos de té”. En la década del treinta había quinientos cuartos de té en Nueva York: “Fue un cambio de leyes, y no un cambio de la naturaleza humana, lo que estimuló la comercialización de la marihuana para consumo recreativo en Estados Unidos”, escribió un académico norteamericano en 1972. Y como si fuera poco llegaron los mexicanos. Entre 1915 y 1930 llegaron quinientos mil mexicanos a Estados Unidos. Otra “plaga” ligada a la marihuana. En ese mismo lapso diecinueve Estados dictaron leyes contra la hierba, ente ellos California y Colorado, las potencias cannábicas de hoy. En 1924 en Texas todavía se conseguía marihuana en las farmacias. En una entrevista un farmaceuta describió a sus clientes: “Mexicanos, negros y choferes y esos blancos de clase baja que se aficionan a las drogas adictivas y vagabundos del hampa”. Los periódicos ingleses hablaban del hachís como “una droga enloquecedora para quien la quiera” y en 1924 Egipto y Estados Unidos proponían ante la Sociedad de las Naciones incluirla en la lista de drogas peligrosas y penalizar con severas sanciones su consumo. En la Conferencia de Ginebra sobre el opio (1925) las grandes potencias aprovecharon para prohibir la importación y exportación del cáñamo indio salvo para fines médicos.
Dos fumadores en Java. Page & Woodbury. Instituto Real Neerlandés de Estudios de Asia Sudoriental y el Caribe, 1867.
La coca vino de la mano de los laboratorios. Parecía inofensiva, era apenas un remedio menor. No tenía la escena del opio y la prensa no se ocupaba de sus mitos ni sus demonios. Según Luc Sante, en su mitología de Nueva York, a finales del siglo XIX se conseguía por un precio ínfimo en las boticas y era el polvo preferido de los pobres. Estaba en los consultorios de los dentistas, en las vitrinas de las farmacias y en los utensilios de trabajo de los estibadores de Nueva Orleans, los obreros en sus campamentos de construcción y la mano de obra en algunas haciendas. En los campamentos mineros se vendía cocaína. También algunos médicos, comerciantes y abogados en las ciudades comenzaban a aficionarse pero con algo más de estilo: los trabajadores esnifaban y ellos se inyectaban, ahí estaba la gran diferencia. Pero pronto la prensa comenzó a hablar de negros “cocainizados, antes inofensivos y respetuosos de la ley” convertidos en abusadores sexuales. La coca era negra y pobre, al menos cuando no se acompañaba de una jeringa. En Estados Unidos las farmacias dejaron de vender por criterios raciales y de rango social. Y más tarde el Estado de Nueva York prohibió su distribución en leyes de 1907 y 1913. Faltaba poco para la prohibición internacional en las convenciones internacionales. Holandeses y alemanes controlaban la producción de cocaína y se oponían a la prohibición impulsada por Estados Unidos e Inglaterra.
La guerra contra las drogas tiene un siglo de firmada en acuerdos internacionales. En 1920 la Sociedad de las Naciones asumió el control y la regulación mundial. Estados Unidos había impulsado el “noble experimento de la prohibición” firmado en la Convención de La Haya por doce países. En 1934 ya la habían ratificado 56 naciones. El miedo y la moral fueron dictando la receta. Para muchos el idealismo gringo, puritanismo en últimas, marcó ese impulso. La prensa y sus escándalos fue gran aliada de la cruzada mundial para limpiar el mundo. Las críticas a esa idea adicta a los policías, los fiscales, las cárceles y los burócratas puritanos también se han repetido durante un siglo.
Los chinos hablaban de imponer su voluntad sobre la política de drogas en todo el mundo. Hace unos días Colombia recibió su certificación de Buena conducta de los gringos en su lucha contra la coca. Una comisión especial de la Sociedad de las Naciones para tratar el tema dijo que el “problema de las drogas estaba atrapado en la maquinaria cotidiana” de esa organización. La ONU discute el tema cada año y se traducen los discursos pero no los fracasos y las condenas absurdas a decenas de países. En su momento (1923) Paul Valéry lo dijo muy claro desde una orilla lejana al compromiso político: “Europa será castigada por su política, será privada del vino, de la cerveza, de los licores y otras cosas (…) Europa aspira a ser gobernada por un comité norteamericano”. Walter Dixon, consejero de la Sociedad de las Naciones sobre el tema de la adicción soltó hace un siglo lo que hoy se repite en foros médicos y jurídicos: “La razón principal del fracaso es que no se toman en cuenta las causas de la adicción; el drogadicto es considerado un delincuente, igual que el demente en la Edad Media”.
Pero quizá el que mejor describe ese largo delirio, esa alucinación puritana que cumple cien años, es un simple médico inglés que visitó Estados Unidos en 1925 y quedó aterrado con los titulares de la prensa y la histeria de los políticos: “La exageración es el arma de los maniáticos”.
* Este editorial toma sus notas, sus ideas y sus citas de los libros La búsqueda el olvido de Richard Davenport-Hines; y Bajos fondos, una mitología de Nueva York de Luc Sante.