a ToN oF coke: nadando en un mar de coca

Texto y obra de CAMILO RESTREPO

 

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Desde muy pequeño fui en vacaciones de diciembre a El Valle, un corregimiento del municipio de Bahía Solano, Chocó. Se llegaba en chiva luego de una hora por un camino tortuoso. Un amigo de mis padres nos prestaba una cabaña de madera al borde de la playa. Era un pueblo tranquilo que, con el paso de los años y la llegada de los narcos, fue perdiendo su calma. Salíamos en panga a pescar dorados, sierras y atunes. Cuando queríamos ir tras los marlins, salíamos a mar abierto hasta el “hilero”, una línea larga de basura y palos flotantes que se formaba en el encuentro de dos corrientes. Nunca pescamos uno, pero sí vimos cómo los viajes de los pescadores tradicionales a ese sitio se hicieron más frecuentes, así como las fiestas en el pueblo y la transformación de las casas: pasaron de construcciones sencillas de madera a palacetes de ladrillo estucado y colores pasteles, con arcos y columnas estriadas.

En vez de pescar peces, los locales pescaban pacas de cocaína que los traficantes arrojaban al mar cuando iban a ser atrapados, o que salían a flote de avionetas derribadas y hundidas en el mar, de lanchas rápidas impactadas o de semisumergibles artesanales que sucumbían a las fuerzas del océano.

En la actualidad existe en Bahía Solano un número único para reportar a los interesados el hallazgo de pacas perdidas, la pesca blanca.

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El enemigo número uno de las pacas a la deriva es el agua de mar. Los traficantes gringos les enseñaron a los colombianos a empacarlas cuando se vieron en la necesidad de arrojarlas desde avionetas, cerca de Bahamas, para recogerlas y esconderlas en botes que atracaban en Miami. Así, podían aterrizar libres de sospecha.

Los dos primeros lanzamientos aéreos fueron un fiasco: la envoltura de cada kilo era floja y descuidada. Después del tercero, las pacas soportaron las caídas al agua salada gracias al método inventado por Mickey Munday y Jon Roberts, los originales cocaine cowboys. Esta técnica de embalaje la vemos en las miles de incautaciones de fardos de coca que la policía muestra con orgullo, a manera de triunfo contra las drogas, pero que, a fuerza de repetirse, hablan de su rotundo fracaso.

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Internet es, en muchas maneras, como el océano, y como él, tiene varios mares: la Web Transparente, que es accesible a cualquier usuario con una conexión a internet; la Web Profunda, que alberga las páginas y archivos para el público en general pero que requieren de claves y permisos para llegar a ellos. Dentro de esta última se encuentra la Web Oscura, que es donde se gestiona el tráfico ilegal de armas y drogas, lejos de la mirada de la DEA y sus secuaces. Las transacciones se realizan con criptomonedas como el bitcoin, que no depende de los bancos centrales, sino que está descentralizado en la “cadena de bloques”, o blockchain, una especie de libro de contabilidad que registra todos los movimientos que se hacen con criptomonedas y que no está en un servidor en Estados Unidos o Rusia, sino repartido en millones de computadores alrededor del mundo que son de propiedad de los mismos usuarios e inversores. Al no ser una actividad regulada por los gobiernos, es ideal para las transacciones ilegales.

Existen otras criptomonedas, como el ether —éter, en español, un nombre como el de uno de los ingredientes de la base de coca—, de la red Ethereum, muy popular porque permite ejecutar “contratos inteligentes” para hacer transacciones. Esto hace posible la creación de los NFT, Non Fungible Tokens (piezas no fungibles), activos no canjeables por otros iguales, como una pintura específica de Fernando Botero o de cualquier otro artista. En contraposición, un token fungible se puede intercambiar, como el dinero: un billete de mil pesos equivale a dos monedas de quinientos, por ejemplo.

Los archivos digitales se pueden copiar miles de veces sin perder ninguna característica. Por eso, las plataformas de intercambio de los NFT surgen como la manera de certificar su propiedad, aunque cualquiera pueda verlos o tenerlos en su computador. La diferencia entre un coleccionista de NFT y uno de arte tradicional es que el primero no tiene la obra para su disfrute egoísta, sino que su nombre queda inscrito en el blockchain, a través de un contrato inteligente, como propietario. Es, en resumen, la fetichización de la propiedad de un activo, inscrita y descentralizada en cadenas de bloques, ligada a la imagen que la representa a través de metadatos.

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OpenSea, “mar abierto” en español, es una de las plataformas que permiten crear, vender y comprar NFT. En junio de este año, acababa de terminar un proyecto gigantesco: en cerca de seis meses dibujé 503 retratos de los alias que aparecieron en el periódico El Tiempo durante 2020 —el proyecto fue expuesto en la galería Steve Turner, en Los Ángeles, California, en julio pasado—. Estaba agotado, pero por cuestiones del azar conocí a un experto en criptomonedas y NFT y varios pedazos de mi historia personal encontraron sentido en mi cabeza: mi niñez en Bahía Solano, mi interés en demostrar la estupidez de la guerra contra las drogas, la especulación en el mundo del arte, entre otros. Después de meses de no dormir y dibujar más de quince horas al día, edité en mi computador una paca blanca de cocaína, la multipliqué por mil y me puse a escribir el número de serie de cada una: 1/1000, 2/1000, 3/1000, hasta la 1000/1000. Me sentí como un obrero más de un laboratorio perdido en la selva, prensando las pacas de coca, forrándolas en plástico como los vaqueros de la cocaína, pero no iba a lanzarlas al mar desde una avioneta, ni tenía a la Armada Nacional pisándome los talones, ni estaba en una choza llena de mosquitos con olor a éter: estaba en mi estudio, en un clima fresco, lanzando al “mar abierto”, a OpenSea.io, la primera tonelada de “cocaína” en la historia que se puede comprar de manera legal, con un contrato amparado en el blockchain, sin intermediarios ni problemas legales. Un mundo ideal, un mundo feliz, sin guerra contra las drogas, sin balas perdidas ni candidatos políticos financiados por dineros oscuros. El proyecto se llama a ToN oF coke (una tonelada de cocaína).

Los NFT suelen ser coloridos y atrayentes, paisajes futuristas o ilustraciones dignas de un cómic. Los míos, en cambio, son monocromáticos, repetidos, aburridos. Su única diferenciación es el número de serie. La tipografía que escogí para marcar mi cargamento fue Stencil, porque es usual que los traquetos marquen cada una de sus pacas con una plantilla y pintura en espray. Esta tipografía también es utilizada en el material bélico, muy a tono con la guerra contra las drogas.

El número de serie, además de diferenciarlas, también les dicta su precio: la paca 1/1000 vale 0.001 ETH, la 10/1000 vale 0.01 ETH, la 100/1000 vale 0.1 ETH y la 1000/1000 vale 1 ETH. Esta estrategia de precios genera momentum, es decir, los primeros compran más barato —¿cuántos de nosotros no nos arrepentimos de no haber comprado bitcoins hace una década? ¿O las obras de un artista famoso cuando era un desconocido?—, los últimos, más caro. El precio de la paca 1000/1000, la final de la serie, se iguala al de un kilo de cocaína real en Colombia, antes de ser embarcado al mar abierto —el mar abierto de verdad—.

La primera paca, la 1/1000, se vendió el 16 de junio por 0.001 ETH. Ese día, el ETH se movió entre 2.312,30 y 2.457,18 dólares, es decir, se vendió por cerca de los 2.4 dólares. El comprador fue Brandon Zemp, el experto en criptomonedas que me mostró este mundo y que es, además, autor del libro The Satoshi Sequence: a manifesto on blockchain technology, y anfitrión del pódcast BlockHash: exploring the blockchain, en el que le dedicó un episodio al proyecto. En los próximos meses Forbes publicará su nuevo libro sobre el criptomundo y uno de los capítulos será dedicado a los NFT, en el cual analizará el “narcocaso” de a ToN oF coke.

La bola empezó a rodar el 25 de junio cuando Camila Osorio, periodista de El País de España, me escribió para preguntarme si era cierto que estaba vendiendo cocaína por internet. Le conté de la obra, que solo había tres pacas vendidas y que le iba a transferir un kilo, como muestra gratis, a un mafioso mexicano cursi, machista y bruto llamado el Diente d’Oro, interpretado por el actor y dramaturgo Fernando Bonilla. Su promesa era conseguir un comprador en Estados Unidos para distribuir la merca. Ante lo prematuro del proyecto, la periodista dudó si valía la pena escribir sobre él, pero, como por arte de magia, me salió de la boca un “usted llegó a mí por la coca y del business de la coca nadie se sale”. También le dije que yo necesitaba de ella para hacer ruido, como cuando Elon Musk compró un millón de bitcoins y su precio subió. El artículo salió publicado el 8 de julio en la edición digital para Latinoamérica del El País con el título “La criptococaína y el arte digital del colombiano Camilo Restrepo”, donde mencionaba a Leonardo DiCaprio como coleccionista de mis obras en papel, un dato que aumentaba el morbo y el chisme como agentes de especulación. Las réplicas al artículo no se hicieron esperar: “¡Colombiano puso en venta ‘cocaína digital’! Conozca de qué se trata” (El Nuevo Día). “Artista colombiano vende en plataforma de criptomonedas su obra maestra: ‘Una tonelada de cocaína digital’” (El Bolivarense). “Artista colombiano entra al mundo del arte digital con NFTs enfocados en la cocaína” (CoinTelegraph)”.

Hubo una réplica de ABCpolítica, que aunque fue un fake news, se adelantaba a un escenario posible: “Artista colombiano se hizo millonario luego de vender una tonelada de ‘cocaína virtual’”. La noticia alegaba que miles de personas en todo el mundo habían comprado un kilo de cocaína virtual hasta agotar existencias. Y aunque una tonelada no tiene más de mil kilos, no es mentira que más de mil personas, “miles”, las pudieron haber comprado. OpenSea permite la reventa de estos activos digitales, como en el comercio del arte tradicional, que tiene un mercado secundario, pero con una gran diferencia: el vendedor puede escoger un porcentaje del precio de reventa, creando así un mercado más justo para los creadores porque aseguran una tajada en todas las transacciones futuras que se realicen con sus obras. Así que sería posible vivir la vida entera de una tonelada de cocaína que flota en “mar abierto”.

Un ejemplo de lo anterior son los CryptoPunks, diez mil retratos pixelados de punkeros diferentes, que fueron reclamados gratis en un principio por cualquiera que tuviera una billetera en la red Ethereum. Estos se han convertido en personajes icónicos de los NFT, alcanzando una sumatoria de los precios de venta de casi mil millones de dólares en 327 000 transacciones. Si los creadores se llevaran un porcentaje del diez por ciento, ya tendrían en sus manos cien millones de dólares. Además, en el contrato inteligente de los CryptoPunks está escrito que no más de diez mil pueden ser creados. Eso no existe en el caso de a ToN oF coke, donde la palabra empeñada de un criptonarco colombiano —es decir, yo— asegura que ni un kilo más será producido además de los mil ya creados. De lo contrario habrá “CryptoBlood” chorreando en el “OpenSea”.

El 11 de julio me empezaron a llegar una seguidilla de e-mails: “Congratulations, your item sold!”. Vendida la 11/1000, la 12/1000, la 13/1000, la 14/1000, la 15/1000, la 16/1000, la 17/1000… El teléfono no paraba de sonar. Me sentía como un traqueto coronando. “¡Gruesa de voladores y guaro hijueputa!”, pensaba. ¿El comprador? Un tal MelisMatik. Un informante me contó que iba tras diez kilos, pero que el banco le bloqueó la tarjeta de crédito después del séptimo. Este ha sido un problema recurrente: como se debe abrir una billetera virtual, asociarla a OpenSea y recargarla con dólares que se traducen en ETH, los bancos bloquean las transacciones. Por eso, he debido recurrir al lavado de activos: me pagan en pesos, transfiero ETH desde mi criptobilletera y compran su criptokilo.

Ese mismo día, el usuario 5636C4 compró las pacas 18/1000 y 19/1000. Me escribió y me contó que creó una fundación transitoria que recibe donaciones de NFT para venderlos y comprar obras físicas de artistas jóvenes contemporáneos para donarlas a museos en Colombia. Otra oportunidad de la tonelada para infiltrarse en las relaciones entre arte y narcos. Le transferí diez pacas a la fundación, cuyo valor total sobrepasa los diez mil dólares. El perfecto círculo del lavado del arte. Pasó de manera similar con Fernando Botero cuando los narcos inflaron sus precios. Sin el dinero aportado por los mafiosos, él no estaría donde está y las donaciones que ha hecho no serían lo que son. ​​Para usar un término utilizado por la plataforma NarcosLab, esos museos que las recibieron acogen un patrimonio incómodo, inflado con dineros ilegales.

Al día siguiente me contactaron del programa Los Informantes, pero se torcieron: “Mañana te marco y charlamos”. “El informante” nunca marcó. En el negocio, torcidos hay muchos. Un farandulero ofreció comprar un millón de pesos en criptopacas, después rebajó a cuatrocientos mil y finalmente se hizo el loco. Eso sí, le contó a varias personas en las altas esferas de la política que era dueño de unos criptokilos que no le pertenecen. Los audios lo confirman. ¿Qué profundo rayón nos han dejado la ilegalidad de las drogas y sus sangrientas guerras que posamos de traquetos o gritamos la compra de una paca legal en redes sociales, como si fuéramos lavaperros coronados? También está el Diente D’Oro, narco fantoche, que se quedó con la paca de prueba para su propio provecho. Va a revenderla por gramos en el mercado callejero, porque existen plataformas como nftfy.org que permiten fraccionar un NFT y venderlo por pedazos, una estrategia que ya circula en el mundo del mercado del arte convencional: las personas invierten en porcentajes de obras de arte reconocidas —ser el dueño de un loto de una pintura de Monet, por ejemplo—, para después recibir un retorno con su reventa en el mercado secundario.

La panela 1000/1000 fue vendida el 19 de julio (GMT-5) a Lanskypty por un valor de 1 ETH, entre 1.807,91 y 1.916,12 dólares. Ese mismo día el periodista Simón Posada, que es el dueño de la paca 3/1000 y el encargado de las relaciones públicas de a ToN oF coke, trinó: “Anoche pasó algo muy raro: el artista colombiano Camilo Restrepo vendió el que ha sido, quizá, el NFT más caro que ha vendido un artista colombiano: 1 ETH, equivalente a US$1.778. ¿La obra? Un kilo de ‘cocaína’ virtual. Sobrepasó el valor real de un kilo en Colombia: $4.679.167”. Al día siguiente, 20 de julio, un coleccionista de NFT de nombre JeffBezosForeskine —“el prepucio de Jeff Bezos”— ofreció y consiguió por 2 ETH el kilo 1000/1000, duplicando su precio en el mercado. Cuando el verdadero Jeff Bezos se encontraba en la estratósfera de su viaje espacial, su prepucio aprovechaba para ir de compras en OpenSea. Por ese valor, se podrían comprar varios kilos de coca real en algún puerto de la selva colombiana. Ese mismo día, Lanskypty le ofreció 0.1 ETH a Zemp por la paca 1/1000, multiplicando por cien su precio, pero la oferta fue rechazada.

La prensa siguió haciendo eco al proyecto. Fernando Gómez, editor de Cultura de El Tiempo, publicó un texto titulado “Una tonelada de ‘perico’ y 503 alias: la nueva obra de Camilo Restrepo”. Me llamaron para varias entrevistas en video, en The Awakened Journalist & Media Healers, Reemplaz0, Arteria, Nombrar lo Innombrable y María Jimena Duzán. En una entrevista radial en Nocturna FM hubo un conato de tropel por los comentarios de un oyente indignado. También hice un Space en Twitter con Toby Muse, autor del libro Kilo: Inside the deadliest cocaine cartels, from the jungles to the streets. Está por salir una entrevista en la revista Generación de México. Además, me hicieron el ofrecimiento de montar gratis una galería en el Parque Lleras, con televisores mostrando las pacas y una montaña de harina en el medio para que los turistas se tomaran sus selfis. No rotundo.

La censura también ha sido una constante. La cuenta de Twitter @aToNoFcoke fue dada de baja el 20 de julio sin posibilidad de apelación. El dueño de una bodega petrista me ayudó a conseguir una nueva apelación que, de nuevo, fue rechazada. En la cuenta promocionaba la merca con imágenes de las pacas vendidas y videos hechos con pedazos de narcopelículas icónicas, creados por Juan Sebastián Ramírez de la Galería Bis en Cali —sí, al proyecto se sumó un galerista, cuando la misión de estas plataformas es eliminar los intermediarios—. El fin principal de la cuenta era llegarle a coleccionistas por fuera de Latinoamérica: en Estados Unidos, la India, Europa del Este y Rusia, donde está la mayor concentración de criptomillonarios que invierten en NFT. No he podido lograrlo. La cuenta de Instagram lleva dos posts tumbados, con la amenaza de un cierre total por vender “bienes ilegales o regulados”. En Reddit hubo intentos que terminaron en ofrecimientos de armas y de teléfonos y códigos de Telegram para asesinar personas. Usé métodos más tradicionales: stalkee las redes sociales de unos de los mayores coleccionistas de NFT en Miami. Con un contacto en Key Biscayne y la ayuda de Google Maps, cotejamos sus fotos de Instagram para dar con su dirección. ¿Pero de qué sirve una dirección física si se trata de vender cocaína virtual? ¿Dónde están los putos coleccionistas, la gente que invierte en NFT para alborotar el avispero y dirigir la atención a las criptoeconomías?

Solo falta que hackeen mi criptobilletera (@colombiancocaine) y se roben el dinero ganado hasta ahora, como si un distribuidor en el extranjero se apoderara de la merca sin pagarla. O que OpenSea le ponga un veto al proyecto, dando de baja los NFT, lo que equivaldría a la caída del cargamento. Ahí sí pailas.