Día 8
El campeón de la mira de nieve
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Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA
En todos los finales de etapa del Giro, sin excepción, siempre había tres personas esperando por Egan Bernal. Su novia Mafe, María Fernanda Gutiérrez; Cristian Alonso, su masajista; y Hannah Troop, comunicadora del Ineos.
Mafe, discreta por obligación y tímida por elección, le daba cierto aire de teatralidad a esos finales de suspenso y heroicidad en las cumbres de los Alpes o Los Dolomitas. La agarraba el tembleque de piernas, se abrazaba a sí misma y hacía gestos de angustia como queriendo ella misma ir hasta las cuestas más duras y empujar a su amado hacia la meta.
Cuando comenzó el Giro, en Turín, muchas personas se quejaban por su presencia, y extrañaban a la antigua novia de Egan, Xiomara Guerrero, con quien el astro zipaquireño había celebrado el Tour de 2019.
“A la nueva no le gusta el ciclismo, en cambio a Xiomi sí, ella sí sabía de ciclismo. Esta se ve aburrida, como con ganas de irse”, cuchicheaban los chismosos, que en el ciclismo abundan.
Mafe nunca permitió que esos ponzoñosos rumores le afectaran el ánimo. Su silencio y su escurridiza forma de ser eran una expresión de su personalidad, pero también de su fidelidad hacia Egan. No quería ser protagonista de nada. No quería que la vieran las cámaras, ni que la entrevistaran ni que la fotografiaran.
Llevaba siempre ropa de señora, ella, que si acaso tendrá veintitrés años de edad. Bombachos ochenteros, yines sin arandelas, sin estampados; blusas cerradas, sin escotes, y sacos de abuelas, a lo Kurt Cobain. Había que mirarla tres veces para reconocerla, además, porque siempre llevaba el cabello recogido, o ligeramente suelto, pero sin blower ni nada de esas pavonerías absurdas que usan las personas deseosas de atención.
Tampoco se maquillaba ni se ponía accesorios muy visibles. Era como una sombra de sí misma, un aire suave detrás de su amado, quien sí era todo sol, todo brillo durante la carrera.
—Hola Mafe, te puedo entrevistar —le pregunté una sola vez, en la tercera etapa.
—Todavía no, prefiero esperar —me respondió.
La espera se extendió hasta la última jornada de la Corsa Rosa, y Mafe nunca me habló. Sin embargo, en cada salida o llegada me saludaba con amabilidad, y le colgaba algún monosílabo a su esquiva sonrisa, antes de voltear la mirada hacia otra parte, donde yo no pudiera perseguirla.
Ella habría preferido permanecer en la oscuridad, hasta el luminoso final en el Duomo de Milán, pero Egan le irradiaba luz todos los días, con besos, abrazos y ramos de flores. Y Mafe, enseñoreada en sus ropas sencillas, parecía una vendedora de rosas en días de “amor y amistad”, tiritando de frío, con gorro de lana sobre su cabeza y caminando a paso largo por los rincones de la fiesta ciclística, para evitar las miradas de curiosidad.
“No le gusta el ciclismo, pero finge que sí”, seguían diciendo los chismosos, incluso, en las etapas finales de la Corsa.
Cristian Alonso, grandote y bonachón como el Hagrid de Harry Potter, también encontraba bienestar tras bambalinas, oculto tras su apariencia hosca y su estatura intimidante. Pocos se acercaban a saludarlo, creyendo que su carácter era de cemento, debido a su corpulencia, pero Cristian, al contrario, siempre hablaba con voz suave y tranquila a quienes se atrevían a romper la barrera del “hola, buenas tardes”.
En la quinta etapa me regaló dos caramañolas, pero luego las perdí en el frenesí del trabajo periodístico. Luego me prometió una gorra, o capelina, pero nunca llegué a la cita del regalo, apurado por las urgencias de las entrevistas.
Tanto Cristian, como Xabier Artetxe, son los apóstoles más fieles al “mesías” de Zipaquirá. Los dos han estado con el prodigio desde que llegó al equipo, en los tiempos en que se llamaba Sky, y lo cuidan y lo miman como si fuera el príncipe de Gales.
Una vez cruzaba la meta, Cristian arropaba a Egan con sus extensos brazos y lo llevaba hasta el camerino. Le entregaba bebidas, comida y ropa limpia y caliente. Si Egan lloraba, él se quedaba a su lado, sin pronunciar una sílaba, como un candelabro, y si Egan reía, entonces Cristian lo secundaba y hasta se acordaba de chistes para mantener la llama de esa efímera alegría al menos, durante algunos segundos más.
Sí, un Hagrid cuidando a Harry Potter, al “niño mago” capaz de salvar al mundo.
No hablaba mucho con la prensa, esa jauría de lobos hambrientos, quienes siempre estaban al acecho de información extravagante. Cristian, sin ser grosero, los intimidaba con su presencia de guerrero vikingo, y así mantenía a salvo la intimidad de su protegido.
“Mira, yo no sé nada de Egan, no insistas. Yo solo le hago masajes”, decía cortante cuando los periodistas se pasaban de la raya.
Artetxe, en cambio, era más propenso a los faroles de los medios, y con desparpajo se dejaba entrevistar por todos, y a todos les contaba sobre las largas jornadas de preparación física del campeón colombiano.
Y es que Egan corrió dos carreras en el Giro, una en la carretera y otra en los hoteles y en los carros del equipo. Se levantaba a hacer ejercicios regenerativos, a desayunar y a escuchar la charla estratégica del equipo, con Darío Cioni; luego, al volver de la etapa, atendía la prensa, el examen antidopaje, la ceremonia del podio y, finalmente, las terapias de masajes, más comida, más ejercicio.
Muchas veces, Egan, tras sus largas jornadas, atendía a cierto periodista que se vanagloriaba de ser su amigo, aunque más parecía una sanguijuela, un murciélago o zancudo adicto a la sangre del ídolo. Lo llamaba en las noches para sacarlo en vivo por las redes sociales, solo para demostrarles a los demás profesionales que él era el único con ese nivel de acercamiento al “capo”.
Nunca se le pasó por la cabeza, a ese “periodista”, que Egan merecía descanso, y que había otras formas y otros momentos para acceder al capitán del Ineos.
No solo era él quien vivía de cuenta de la sangre del astro. A Egan lo rondaban otros parásitos que, todos los días, lo buscaban para arrancarle muecas, saludos, autógrafos, regalos y demás bufonerías. Egan jamás se negaba a esas estridencias, porque eran “sus amigos”.
Ni siquiera Cristian podía salvarlo en esos momentos, y tampoco Mafe lograba evitar que los chupasangres se le acercaran, pues también ella era presa de esas libaciones.
Solo Hannah, la hermosa Hannah, les ponía punto y final a esos atrevimientos. Con su cascada de pelo rubio y sus ojos de interminable profundidad, la comunicadora del equipo les plantaba cara a todos esos “amigos” del ciclista, y los mandaba a la mismísima mierda si remilgaban.
“Eso no lo puedes hacer. No puedes volver a detener a Egan solo porque te da la gana. Si te vuelvo a ver, te hago echar de la carrera”, les decía la rubia, amante del ciclismo desde que estaba pequeña, y famosa por sus pódcast y su gusto por la moda.
“Debes respetar los espacios. Si vuelves a hablar con Egan por la noche, te vetaré por esta y las siguientes carreras”, le dijo al periodista sanguijuela de las redes sociales.
Egan nunca contradijo a Hannah. Era como si ella fuera la dueña del equipo, la jefa absoluta. Si Hannah decía, Egan obedecía, y nada más.
Después estaba el equipo, toda una constelación de campeones mundiales, de grandes carreras, de grandes etapas. Ganna, Moscon, Puccio, Sivakov, Castroviejo, Narváez y Martínez. Todos sacrificados por el héroe, llevándolo en andas cuando hacía falta, remolcándolo, resucitándolo cuando desfallecía.
Los latidos de un ciclista son sus pedalazos, y a veces Egan desfallecía, y parecía a punto de caer sobre la carretera. En esos momentos, sus compañeros lo protegían de los ataques, del viento, del polvo, de la lluvia, y el “monstruo” recuperaba sus fuerzas, se sobreponía y no dejaba resquicio para que sus rivales lo quebraran.
Esa imagen de imbatible que por momentos mostró el colombiano, se debía, ante todo, a sus compañeros. Ganna, Moscon y Martínez, ante todo ellos, eran los más fuertes. Cuando ponían ritmo en la punta de carrera, los equipos rivales comenzaban a desintegrarse como granos de mazorca. Esos “trenes”, por momentos, superaban los setenta kilómetros por hora en el llano, y los 35 en subida. Una barbaridad.
Cuando Egan ganó la carrera, tras ser segundo en Alpe Motta, frente a la Virgen de Europa, patrona de los esquiadores, sus compañeros de aventura por fin respiraron, y sintieron que el trabajo, por fin, había culminado.
“Ahora quiero ir de vacaciones”, bromeó Pipo Ganna antes del final contra el reloj en Milán, aunque después salió como un rayo para llevarse la etapa. “No quería perder con Cavagna, porque se vienen los Olímpicos, y el mundial”, explicó risueño el de Verbania.
Martínez tampoco aflojó en la etapa final. El “ángel de la guarda” quería ser cuarto de la general, pero no le alcanzó. Durante toda la carrera se dijo que no estaba cómodo con ser gregario, que anhelaba mayor libertad y que podía, si lo dejaban, subirse al podio de la Corsa Rosa. Pero él, que nunca confirmó esos rumores, habló sobre la bici, y se transformó en el alfil más determinante de Egan.
“Todos en la vida, a veces, necesitamos a alguien que nos levante, que nos ayude, que nos empuje al triunfo”, expresó el de Soacha después de su consagración de mártir en Cortina d’Ampezzo.
Egan dijo que no podía describir lo que pasaba por su mente tras haber ganado el Giro de Italia, y yo, como testigo de esa hazaña, tampoco puedo llegar a explicarlo. Él, el campeón, dormía apenas siete u ocho horas, y el resto las trabajaba junto a Cristian, Artetxe, Hannah, Cioni y todos sus compañeros de carretera.
Le dolía la espalda, le dolían las piernas, lo afectaba el terrible frío de esas montañas cubiertas de nieve, y lo afectaba la presión, la inmensa presión de la prensa, de los parásitos, de los “amigos”, de los aficionados en general.
Esa presión lo obligaba a estar siempre concentrado, incluso en las entrevistas; incluso cuando subía al podio a estrecharles las manos a los políticos de turno. Concentrado corría, y su cara era como una aromática, como adormecida. Su mirada ausente, su leve inclinación sobre la bici y su cadencia matemáticamente perfecta.
Y ese rostro de nieve no desaparecía ni siquiera cuando sus rivales lograban escurrirse del lote para atacarlo. No se conmovió cuando lo probó Evenepoel, en la primera semana, ni cuando se envalentonó Caruso, en la segunda. No se conmovió cuando Yates se paró en los pedales y lo quebró, por fin, en Sega di Ala y Alpe di Mera.
Ensimismado, entregado a su objetivo, Egan corría como moribundo, persiguiendo ese último aliento de vida, y así ganó.
Ahora puede descansar el gran campeón, y al fin descansan, también, Mafe, Cristian, Artetxe, Hannah, Ganna y Martínez. Todos descansan lejos de las luces y los flashes, lejos de los gritos y, sobre todas las cosas, lejos de los bufones, chismosos y chupasangres de la gran caravana del ciclismo, ese gran circo rodante de las carreteras.