Día 6

El día que no vi ganar a Bernal

Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA

Llegamos a Europa un grupo de cuatro colombianos: Barbosa, Lucho, Félix y yo. En Italia debía unirse el quinto integrante de la grupeta, Jaime, pero este llegó, desde Cataluña, con un amigo: Figo, quien de entrada se autoproclamó conductor y líder de todos los sprints, como el Paolo Bettini del Mapei o el Quick Step, “desencadenado”.

Jaime era el conductor original y tenía la obligación de traer su propio vehículo, pero la licencia le fue revocada los días previos por perniciosas licencias con los brindis sublunares. Por eso cargó con Figo, subrepticiamente. Lo sacó de las pistas de esquí de Andorra y lo montó en una furgo Mercedes Benz, de ocho puestos y baúl extragrande.

Nos contó a quemarropa, a cinco kilómetros de la partenza y después de mil de escapada. “Es que no quería decirles, para que no se preocuparan. Preferí solucionar y después hablar”, contó Jaime sin asomo de rubor en sus mejillas. 

Figo no estaba preparado para la carrera. Era larga, ardua, sacrificada, y él, hasta unirse a nuestra aventura, no hacía más que comer, surfear, esquiar y fumar tabaco escuchando rolas francesas y catalanas. Una vida de musgo, podría decirse.

Con un hombre más, el presupuesto de la squadra se disparó y tuvimos que apretarnos para que él entrara. Así empezamos el viaje y, nuestra primera etapa, nos llevó a Turín. Fue horrible porque Lucho, Jaime y Figo, se emborracharon en la despedida de Garda y se la pasaron dicharachando todo el viaje, con reguetón a todo volumen, fumando y eructando como vagabundos. 

Era lógico que el muchacho, acostumbrado a la espumosa vagancia de los bares de Barcelona, no aguantara un recorrido de tantos kilómetros diarios, solo al frente del volante y durmiendo en hoteles de mala muerte y comiendo como camionero. 

Duró mucho, la verdad sea dicha. Resistió hasta la etapa 15, a punta de fruta, chocolates y bebidas energéticas. No lavó nunca su ropa, y siempre viajó de chanclas de correa, como un californiano. Hablaba de fútbol día y noche, y de vez en cuando se comunicaba con sus colegas en España, a quienes les contaba sus quejas, sus dolencias, sus pesares.

Se fue un domingo, en la etapa eslovena del Giro, la que iba de Grado a Gorizia, frente al mar Adriático.

“Me voy chicos, ya no aguanto más. Me esperan en casa, en el negocio”, dijo como esperando un abrazo de consuelo. Pero Barbosa, el líder del grupo, le dijo: “Listo hermano, váyase, pero lléveme a Félix hasta Garda, para que él traiga el otro carro”.

Así se produjo el primer abandono del equipo, uno que, sin embargo, no dolió. Fue tal cual como el abandono de Sivakov, en el Ineos. El ruso se marchó muy temprano del Giro, y nadie lo ha extrañado desde entonces.


El problema es que Figo nos dejó sin carro, y ese día, desde Grado y hasta Gorizia, nos trasportamos a fuerza de ruegos: “Llévennos por favor, que nuestro carro no anda, se varó”, mentimos. Corrimos y corrimos por las calles de esa ciudad marinada, Grado, y por fin dimos con un fotógrafo de Bolonia que viajaba solo, y quien, al vernos sumidos en la angustia, nos dejó entrar en su vagoneta y nos llevó hasta la destajada Gorizia, ciudad mitad italiana y mitad eslovena, la cual, durante los días más duros de la pandemia, fue separada en dos, como la Berlín de la Guerra Fría. 

Arrastrados por terceros también llegamos a Udine, donde nos hospedábamos. Desde allí debíamos subir a Cortina d’Ampezzo, para ver la primera batalla en Los Dolomitas. Teníamos presupuestado que Félix llegaría a las ocho a. m., o quizás a las diez, con el nuevo vehículo, pero las horas pasaron y nuestro gregario jamás apareció.

Le hablamos por el pinganillo y nos contó que no había carro, que el sponsor no nos podía prestar el que estaba en Garda porque, de seguro, nos iba a dejar tirados en la montaña, “entonces está buscando otro, con una señora, pero se demora. Lo traen por ahí a las dos de la tarde”, explicó Félix, al borde del abandono.

Le tiramos una borraccia interbancaria, para que al menos comiera, y le pedimos que, por favor, trajera un carro, cualquier carro, pero que volviera pronto.

Para colmo, Jaime y Lucho le habían prometido a la esposa de Dani Martínez recogerla en el aeropuerto de Venecia y llevarla hasta la meta en Cortina. La promesa incluía un carro que no existía y un cuarto de hotel al que no iba a poder llegar. 

“Jueputa, para que se ponen a prometer cosas que no van a cumplir”, dijo la señora por teléfono, embarazada y con un niño de brazos, Isaac.

Lucho y Jaime consiguieron prestado un carro y se fueron por ella. De ahí se fueron hasta la salida, en Sacile, y como pudieron, tras entregar el vehículo, arribaron a Cortina, juagados en agua y helados por la nieve. Se emputaron. Ese día se rompió la armonía del grupo. 

Barbosa y yo nos quedamos atrapados en el hotel, “pinchados” y sin esperanza de auxilio. Aburridos, nos quedamos viendo la etapa por televisión, como si estuviéramos en Colombia, y no lloramos porque la rabia superaba la tristeza. 

María, la administradora del hotel, empezó a aullarnos desde la recepción: “Colombianos, colombianos, a la una deben irse. Recojan sus maletas”. Le rogamos que por favor nos dejara, al menos, hasta las seis de la tarde, que nuestro gregario ya estaba por llegar.

Mientras tanto, la etapa en Los Dolomitas iba ganando en épica, en heroísmo. Ataques iban y venían en esas montañas ancianas y con raíces de magma. Yates, Carthy, Ciccone, Nibali, Buchmann. Todos intentaban desestabilizar al “todopoderoso” Egan de su trono. Como en Sestola y en Campo Felice, la niebla lo cubría todo de incertidumbre, y el viento, el temible viento del norte de Italia, helaba los pescuezos de los pocos aficionados que se habían aventurado a subir esas cumbres. 

Los gregarios de Egan trabajaban sin descanso, como los nuestros, pero con la diferencia de que ellos sí querían llevar a su líder a buen puerto. Los nuestros no. A los nuestros les importaba un pepino la situación de angustia en el hotel, y Félix, el único que se mantenía fiel, no llegaba.

La etapa había sido reducida por los azotes climáticos. La “montaña Pantani” desapareció del mapa y la Cima Coppi pasó del paso Pordoi al paso Giau. Egan atacó a seis kilómetros de Giau, vulcanizado. Llevaba puesta la chaquetilla y pedaleaba sin escatimar un solo vatio, con su mirada de nieve, de roca fosilizada, petrificada.

Los comentaristas italianos y franceses se desgarraban en elogios ante la marcha irrefrenable del “niño de las flores amarillas” de Zipaquirá, y lo comparaban con Bartali, con Pantani, con Nibali. 

“Es el ciclismo de antes, el ciclismo de épica, ese ciclismo que se pensaba irrepetible”, decían casi llegando a las lágrimas. 

Y en ese hotel, Barbosa y yo escuchábamos cada detalle en silencio, desde el sepulcro de nuestras almas atormentadas, rogando, siempre rogando, que Félix llegara.

A dos kilómetros del final, un Egan solitario en las montañas nevadas se acomodaba para bautizarse de héroe por segunda vez, y nosotros, en la comodidad de Udine, sufríamos como náufragos en las playas turcas. 

Ya no había nada qué hacer. Nos habíamos perdido la mejor etapa de un colombiano en mucho tiempo. Una etapa de postal, de leyenda. 

Félix llegó pasadas las seis de la tarde, media hora después de que Egan entró a meta apretando los puños y susurrando hijueputazos. 

Nos subimos al carro, cargado de maletas, y en silencio culminamos nuestra íntima etapa, una que nos llevó hasta el Estigia, con los ojos abiertos, pero sin monedas para pagar la barca. Ese día habíamos cumplido veinticinco jornadas en Italia y, justo ese día, no vimos celebrar a Egan en la montaña.

Esa noche, todo el equipo se reunió en un hotel de Cibiana, a dos horas de Cortina d’Ampezzo y a una de Canazei, salida de la siguiente etapa. Como en la canción de Rubén Blades, “hubo gritos, pordioses y platos rotos”. 

Y en medio de ese escenario silenciado por las culpas compartidas, Félix, el gregario, saldó todas las cuentas con una frase que fue sentencia y candado para cualquier discusión subsecuente: “Amigos, y para qué peleamos, si ninguna etapa hemos visto desde que iniciamos el viaje”.