Día 2

Rotolando por Italia

Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA

El día previo al inicio del Giro me perdí un rato por las calles de Turín. Tenía diez euros en los bolsillos, suficientes para jartarme tres birras de camino a ese “cualquier parte” que me había empujado a caminar.

Salí del hotel Astor, en Lingotto, saboreé el aroma de la primavera agonizante y caminé por la vía Galimberti en busca del río Po. Eran las tres de la tarde del viernes 7 de mayo, y de los árboles caían continuamente pelusas anunciando la proximidad del verano.

Hacía frío, soplaba el viento y por las calles de Turín no abundaban los transeúntes. Tenía que buscar la vía Nizza y luego pasar a la Corso Unión Soviética, hasta más allá del río, el fiume Po, para encontrar la Corsa Vittorio Emanuele.

“Soy otoño”, pensé mientras miraba el tranvía cruzando a través de esos espléndidos edificios barrocos, colmados de buhardillas, ventanas de madera y fortificaciones de mármol. Filippo Juvara, recordé, “el arquitecto de los Saboya”, “el siciliano que vino al norte para hacerse inmortal”, agendé en mi memoria.

Tiene muchos cafés la capital del Piamonte. Están los de la Piazza Veneto, los de la Piazza Carlo Felice, los de San Carlo y los de Carignano. En todos ellos se emborracharon personajes como Nietzsche, Primo Levi, Italo Calvino, Maria Callas, Stravinski y Cesare Pavese, el poeta que se suicidó en el hotel Roma, el 27 de agosto de 1950, a los 42 años de edad.

“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

esta muerte que nos acompaña

de día y de noche, insomne,

sorda, como un viejo remordimiento

o un vicio absurdo. Tus ojos

serán una palabra vana,

un grito acallado, un silencio.

Así cada mañana los ves

cuando sola te contemplas

en el espejo. Oh esperanza querida,

un día sabremos también

que eres la vida y eres la nada.

Tiene la muerte una mirada para todos.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

Será como renunciar a una mala costumbre

como mirar en el espejo

aparecer un rostro muerto,

como escuchar unos labios ya cerrados.

Descenderemos mudos al abismo”, escribió en marzo de ese mismo año, el año de su muerte.

Seguí caminando, pero ya no para perderme sino para encontrarme con Pavese, con su espíritu andariego y taciturno. Busqué el Roma y subí hasta el cuarto donde esa mañana del 27 de agosto, hace 71 años, se tomó las pastillas que le dieron descanso. La 346, una pequeña habitación que todavía se alquila a los viajeros. Me recosté en la cama y cerré los ojos, luego me levanté y fui hasta la ventana. Una pequeña plazoleta estaba ahí abajo, con la estatua de un ingeniero famoso.

Una bella camarera de Europa del este me habló en italiano.

—Vuoi una fotografía?

—Sí, voglio una foto —dije.

Me senté en un sillón frente a la ventana y dejé que la señora dejara ese recuerdo en mi celular. Ni siquiera me quité la acreditación del Giro que traía puesta desde la mañana. Tampoco me quité la gorra. Me vi en aquella foto y me sentí mal. Estaba horrenda.

“¿Tomarme una foto en su lecho de muerte?, bafff, eso es de turistas, qué asco”.

Bajé las escaleras, salí a la calle y busqué dónde tomarme la primera birra.

—Scusi, quanto costa una birra?

—Alla spina o in bottiglia?

—Bottiglia.

—Tre euros.

Me la tomé en un pequeño bar de Piazza Veneto, después de haber caminado más de seis kilómetros. Estaba riquísima. El sol demoraba en irse, aunque ya eran las siete de la tarde y el comercio comenzaba a cerrar sus puertas.

—Il cropifuoco inizia alle venti —me dijo una bonita mesera de ojos verdes, eslovena. Volví al hotel en la ruta 18 de la estación de buses—. Il piu economico, che costa un euro.

Llegué a las ocho, justo a tiempo para el toque de queda y me tiré a dormir. No quise ver la tele. No me gusta la tele europea. En Peschiera del Garda, en Verona, me cansé de buscar algo para atornillarme a la cama en las noches de frío, y solo vi televentas y programas de opinión de Suiza, Austria, Alemania e Italia. La radio es un poco mejor, suena buena música.

Al día siguiente, sábado, Turín se vistió de rosa. Fuimos a lavar la camioneta Mercedes Benz que nos prestó Giordi, el amigo catalán que nos conducirá durante todo el Giro. Hace skate boarding y es surfer, poco sabe y poco le interesa saber del ciclismo. Es amigo de Jaime, un chico de treinta años que nació en Neiva, pero que se fue a vivir cerca de Andorra con su familia desde los cinco años de edad. Él sí sabe de ciclismo, le gusta desde los siete, cuando conoció a Botero, Buenahora, Armstrong y Ullrich arrastrado por su padre a las grandes etapas de montaña del Giro, el Tour y la Vuelta.

—Mi gran anécdota fue con Juan Antonio Flecha, un corredor argentino nacionalizado español. Un día estaba con mi hermano en el paso de una etapa y Flecha iba en la grupeta (los rezagados), y cuando pasó, alzó en brazos a mi hermano, que tenía unos cuatro años de edad, y lo subió cargado hasta la meta —cuenta Jaime, un tanto fafarachoso por el hecho de ser amigo de ciclistas como Egan Bernal, Daniel Martínez, Hugh Carthy y Harold Tejada.

La salida de la etapa estaba prevista para las dos de la tarde. Llegamos temprano para ver a los corredores en su calentamiento alrededor del Palacio Madama, construido por Juvara, que casi que lo hizo todo en Turín, incluida la Basílica de Superga, en una de las colinas periféricas de la ciudad, y donde se estrelló el avión del Torino en los años cincuenta del siglo pasado.

La zona cero del Giro estaba completamente señalizada a unos tres kilómetros a la redonda, y ni así pude dar con el ingreso de prensa. Hice al menos cuatro filas. Una de ellas era para los invitados VIP, reservada para políticos, sponsors y familiares de los ciclistas. Otra fila era para los invitados pobres, los hospitality, la de los allegados, mozas, mozos, primos terceros, sobrinos, y así. Otra, no me di cuenta, era para uno de los bancos de la zona. En esa alcancé a estar de tercero.

Cerca del mediodía encontré mi fila. Estaba tan a la vista que me dio vergüenza. Las flechas me guiaron alrededor del palacio hasta una especie de pasaje barroco que me introdujo hasta el fan zone, donde tuve acceso a la rampa de salida, al set del DJ Max Nicoletti y otro montón de filas para comprar vainas ridículas de los sponsors.

No vi por ninguna parte una zona de prensa, así que pregunté:

—Mi scusi, dov’è l’area stampa?

Ningún policía o funcionario de la organización supo decirme, así que corrí una de las vallas y, siguiendo mi instinto de reportero, fui hasta los jardines de la antigua casa real de los Saboya, donde estaban aparcados los vehículos de los equipos. Entrevisté a Gianni Savio, el viejo mánager del Selle Italia y ahora del Androni, luego fui tirado de las orejas por un españolete con nariz achatada.

—Te lo digo por primera y única vez. No puedes estar acá, no puedes. Si te vuelvo a ver, me vale, te saco y te quito la credencial, me da igual.

Le hice caso a regañadientes. Ni riesgos de pasar a la historia como el primer colombiano expulsado de un Giro, eso ni a Piolín le ha pasado.

Me quedé en la fan zone, escuchando la buena música de DJ Maxi y viendo pasar italianas. A las dos en punto partió el primer corredor, Tagliani, del Androni. “¿Así no se apellidaba un futbolista del Real Cartagena? Clarooo, Daniel Tagliani. Malo ese hijueputo”, recordé.

Ver tanta gente pasar con golosinas, camisetas nuevas, sonrisas de oreja a oreja y trajes Armani, me produjo hambre. Salí de la burbuja de la zona cero y caminé hasta la Via Pietro Micca. Me senté en una pizzería y pedí un kebab, porque la pizza, como alguna vez reconoció la mismísima Natalia Ginzburg, aburre el paladar. A propósito, la Ginzburg, que en realidad era de apellido Levi, se fue sin pagar una margarita en la Piazza Veneto por allá en los sesenta, cuando estaba terminando de escribir Pequeñas Virtudes.

También en esos años, los sesenta, la Fiat construyó una de sus grandes fábricas en la Ciudad Metropolitana de Turín, en Nichelino, y por fin esa zona, que desde los tiempos del Imperio Romano era conocida como “la nada”, por la espesa niebla que la cubría, cobró vida y se llenó de obreros.

De Nichelino salió la segunda etapa, que a punto estuvo de ganar Gaviria, pero en la recta final chocó con su compañero Molano y terminó quedándose atrás, envuelto en el remolino del pelotón.

Ganna ganó la primera, la crono. El italiano voló por las calles de la ciudad ventosa. Ganó en un día de protestas. Protestaron los hinchas del Torino porque se les muere el equipo; protestaron los empleados de la Whirlpool, a quienes les van a cerrar una fábrica; y protestaron decenas de colombianos, estudiantes en su mayoría, por los asesinatos de civiles a manos de la policía criminal.

Yo no volví a tomar cerveza, y no lo haré hasta Cattolica, cuando el pelotón llegué hasta las playas del Adriático. Llegué bastante estresado al Giro, por la muerte de mi madre y porque, cuando vuelva a Medellín, tendré que buscar apartamento. El estrés menguó en Peschiera del Garda, pero me quedó una hemorroide que se bambolea como una de esas piezas de ábaco. Perdón por la infidencia.