Número 131 // Octubre 2022

Yo fui rapero

Por FRANK BÁEZ
Ilustraciones de Hansel Obando

Fui rapero por un periodo tan breve que hasta suelo olvidarlo. Para entonces tenía doce años, lo que significa que estaba en medio de la pubertad y que a diario sufría mutaciones: las hormonas se disparaban y era posible que una mañana amaneciera con una pulgada más de altura o con un bigote o con otra voz. Ese verano de 1990 la voz me cambió y adquirió una aspereza, un registro más grave y profundo, que le llamó la atención a mi amigo Máximo, quien me aseguró que con esa voz yo podía rapear.

Todos en el barrio queríamos ser raperos. La fiebre nos la contagió Holiday Rap que era el himno de Mundo sobre Ruedas y que rapeábamos a cada rato, aunque para ser sincero, el único que lo rapeaba bien era Máximo. Es más, si el tema sonaba y de pronto alguien pausaba la casetera, él por inercia lo continuaba con celeridad, sin cometer ningún error, moviendo la cabeza al ritmo del beat y esforzándose tanto que le brotaba una vena de la frente que por una extraña coincidencia tenía la misma forma del logo de Nike. Pero no solo lo hacía con Holiday Rap, también rapeaba temas en español que se pegaron entonces como Viernes Trece de Vico C o Mi abuela de Wilfred y la Ganga.   

Ese verano que me cambió la voz pasé mucho tiempo en el cuarto de Máximo. Las paredes las tenía forradas de fotos de raperos que había recortado de revistas y hasta tenía uno de esos gigantescos radios de doble casetera que todos envidiábamos y que su padre que vivía en Nueva York le había mandado. A veces le subía tanto el volumen que su hermana se ponía a golpear con furia la puerta. Tras tres horas de rap a mí no me cabía una rima más en el cerebro y me largaba a jugar a la cancha. A veces Máximo me acompañaba. A pesar de que era bien alto y tenía los brazos y las piernas largas, mi amigo era un pésimo basquetbolista: defendía mal, daba muchas faltas y que yo recuerde nunca encestó un tiro ni capturó un rebote. Su reputación era tal que podía estar solo debajo del aro y a nadie se le ocurriría pasarle la bola. Ahora bien, cuando anochecía y se ponía demasiado oscuro como para proseguir el partido, él sacaba pecho y preguntaba si alguien quería enfrentarlo. Ninguno se atrevía. Pero de vez en cuando un incauto se levantaba. Tras un minuto de insultos rimados el chamaquito se volvía a sentar avergonzado y mi amigo recuperaba todo el respeto que el básquet le había hecho perder.

Cuando le comenté a Máximo que me gustaría rapear a él se le ocurrió hacer un dúo. Bueno, antes de arrancar, yo tenía que aprender a hacerlo. La verdad es que no pegaba una rima. No lo lograba. A veces practicaba en la casa, pero a mi hermana mayor le molestaba y no paraba de ir y venir por el pasillo gritando que me callara y que no la dejaba hacer su tarea. Así que para evitar molestias salía en mi bici y le daba la vuelta al barrio rapeando.

Entonces la gente consideraba el rap obsceno y eran pocas las emisoras que se arriesgaban a programar las canciones. Supongo que se debía a que mientras en los merengues o en las salsas se servían del doble sentido o metaforizaban el erotismo o la violencia, en el rap se iba al grano y se soltaban todas las malas palabras que le cabían a uno en la boca. Sin embargo, más que escuchar rap lo que me fascinaba era improvisar, fundirme en el ritmo.

Una noche me regañaron porque eran más de las ocho y yo no había ido a comprar el pan. Mami se puso a gritar que para esa hora los panes ya estarían fríos y duros como piedras. Pedaleé con rabia hacia la panadería. En el trayecto esa ira se fue convirtiendo en palabras, en rimas y para cuando llegué a la panadería tenía una canción. Tuve que transcribirla para que no se me olvidara. Cuando se la rapeé a Máximo este lanzó una crítica demoledora y hasta llegó a decir que mi estribillo de “mami me mandó a comprar el pan” no era más que una copia del Mama Said Knock You Out de Ll Cool J. Al principio acepté la crítica de buena fe, pero insistió tanto que terminé con ganas de soltarle un golopón. Aunque lo que realmente me encojonó fue el tonito de sabelotodo que usaba. De vez en cuando le venía. Recuerdo que un fin de semana fuimos a patinar a Mundo sobre Ruedas y que como era costumbre el DJ puso Holiday Rap y todo el mundo empezó a corearla. En medio del jolgorio Máximo soltó que MC Miker G y DJ Sven, quienes rapeaban la canción, no eran neoyorquinos, a lo que yo le contesté en broma que a mí me parecían tan neoyorquinos como Los Cazafantasmas. Entonces él soltó una carcajada irónica y con el tonito afectado dijo que como yo ignoraba el inglés no me había enterado de que los raperos eran dos blancos holandeses y que ninguno de los dos vivía en Nueva York.

Cada vez que hacía esas cosas yo me encojonaba tanto que juraba que nunca más pisaría su cuarto. Pero el pique no me duraba ni una semana. Esa vez retorné al cuarto día.

Nos sentamos a escuchar un casete de los españoles Def con Dos, y en un momento Máximo pausó una de las alocadas canciones y prosiguió rapeándola él mismo, alargando el tema con sus propias rimas y gesticulando para que interviniera con las mías.

—No lo dejes caer —me decía con respecto al ritmo—. Es como aparar una pelota. El ritmo es esa pelota que lanzas cada vez más alto y que aparas para que no toque el suelo.

Decía esas cosas que parecían sacadas de la serie Kung Fu. En ocasiones, la cosa fluía, me dejaba llevar por el flujo verbal, pero inmediatamente concientizaba que lo hacía me trababa. Entonces Máximo me gritaba que no pensara, que me dejase guiar por el ritmo y lo comparaba con el baile. 

—Uy, yo bailo malísimo —le respondía. 

En fin, no nos quedó de otra que grabar y escribir las rimas para conservarlas. Así fue como surgió el único tema que hicimos juntos, Zombis en los Kilómetros, una especie de homenaje a nuestro barrio y a las películas de terror ochenteras que programaban los sábados por Telesistema.

Para la grabación Máximo sugirió que buscáramos un primo suyo que desde que vio Locademia de Policías estaba obsesionado con Michael Winslow y lograba imitar algunos de los efectos de sonido que hacía con su voz. Grabamos el tema en menos de una hora y el primo de Máximo le añadió una sirena de ambulancia que le dio mayor credibilidad. En la noche fuimos en busca de Papo, un greñú que era vendedor en la tienda Malaquías y que en ese entonces presentaba cada sábado un espectáculo de break dance y electro buggy en la pizzería La Pampa. Le dimos el casete y nos sentamos unos minutos en la marquesina al lado de un gordo caco pelado que tomaba un refresco Mirinda. La canícula hostigaba. Sentíamos el goteo del sudor bajándonos a toda velocidad por el espinazo. A Papo, sin embargo, parecía no afectarle la alta temperatura, ya que pese a tener puesto un sudador de Adidas con el zíper hasta el cuello lucía fresco como una lechuga. Siempre vestía a la vanguardia y lucía tan sofisticado que parecía proveniente del futuro o de Nueva York.

En cambio, Máximo y yo teníamos la mala costumbre de ponernos la misma ropa como si fuera una especie de uniforme del barrio. Hasta entonces no habíamos pensado en lo esencial que era el vestuario en el imaginario de un rapero. Máximo era hasta peor que yo y no se apeaba una gorra de los Atléticos de Oakland, unas bermudas verdes y una camiseta percudida. Decidimos prestar más atención a nuestra pinta. Después de mucho debate, Máximo cambió unos dólares que le mandó su papá en Semana Santa, fuimos a Malaquías y asesorados por Papo compramos unos jeans prelavados, par de camisetas Ocean Pacific y dos gorras de los Mets de Nueva York.

Una tarde Papo fue a la cancha para decirnos que le había gustado el demo y que nos invitaba a participar en una competencia de raperos que estaba organizando. 

—Se va a llamar La Batalla de los Titanes —dijo con un dejo de orgullo en la voz y explicó que el otro día vio un especial de lucha libre donde docenas de luchadores se entraban a trompadas en el ring—. Quiero hacer algo similar con los raperos del barrio. El vencedor nos representará en los concursos interbarriales. ¿Y quién sabe? Hasta podría representarnos en el programa Viva rap.

Hablaba como todo un promotor de la televisión. Pero a Papo le fue mal con el patrocinio. Cuando se lo propuso al dueño de La Pampa este le negó el apoyo y acusó a Papo de convocar una caterva de tecatos que se la pasaban fumando yerba en los parqueos de la pizzería. Quizá si hubiese suspendido entonces La Batalla de los Titanes no hubiera pasado lo que ocurrió, pero Papo era tan terco y quedó tan dolido con la negativa que decidió hacer el evento en otro lugar.   

Fue así como La Batalla de los Titanes se llevó a cabo un sábado en la cancha de Nordesa. La había programado hasta a la misma hora que empezaba la exhibición de break dance y electro buggy de la pizzería La Pampa. En un principio pensamos que eso afectaría la convocatoria del evento, pero nos equivocamos totalmente, ya que la cancha estaba tan llena que, como decían en la lucha libre, no cabía un mandao. Papo se movía entre los círculos de raperos junto a una jevita que tenía un culazo y que a Máximo le recordaba a Lisa M. Nadie en la cancha se veía tan cool como Papo, quien para la ocasión se había recogido las greñas, hecho unas trencitas y puesto una de esas camisetas de Bob Marley en que las hojas de mariguana eran más visibles que el cantante jamaiquino.

Cuando llegó a nuestro lado nos explicó que lamentablemente no tenían micrófono.

—¿Se va a suspender? —preguntó Máximo.

—No se va a suspender —contestó Papo medio molesto—. Lo haremos sin micrófonos. Estas vainas se dan mejor cuando se hacen sin micrófonos. 

Se hizo un silencio que la jevita con el culazo aprovechó para sugerirnos que a falta de micrófonos proyectemos nuestras voces como hacen los actores en el teatro. Luego nos dijo chau con picardía y se fue con Papo a hablar con unos bailarines de Nordesa. Un chamaquito al que le decían Cara de Vieja nos contó el rumor que circulaba por la cancha con respecto a los micrófonos. Un pastor había puesto a disposición de La Batalla de los Titanes el equipo de sonido de su congregación, es decir, los micrófonos y los amplificadores, pero cuando Papo fue por ellos con sus trencitas y su camiseta de Bob Marley, el pastor se puso como el diablo, lo mandó a pelarse y se negó a prestarle el equipo.

—¿Pero por qué? —le preguntó Papo.

—Varón —le respondió el pastor—, usted parece tecato. No le voy a prestar el equipo de sonido a un fariseo sinvergüenza.   

Nunca supe si el rumor era cierto. Tampoco estaba seguro de si Papo había pedido permiso para escribir con aerosol en una de las paredes de la cancha el nombre del evento.

Fue la peor tarde de todo ese verano. Bueno, a mí no me fue tan mal. Si tomamos en cuenta mi edad y las pocas semanas que tenía rapeando, debo reconocer que me fue regular. Al primer contrincante prácticamente lo destrocé con algunas rimas que tomé de “Mami me mandó a comprar el pan”. Sin embargo, cuando me enfrenté con el segundo, que era un gordito que le decían Burrulote y que había participado en Viva Rap 89, estaba afónico y no pude evitar que me aplastara como un insecto con su estupendo flow.

Pero lo de Máximo sí fue terrible. Le tocó con uno que llamaban el Bombero. Cara de Vieja me explicó el origen del apodo. Según contó, en ese entonces tenían ocho o nueve años y estaban maroteando y uno de los chamaquitos se subió hasta el cogollito en busca de los limoncillos más grandes y jugosos, pero ahí las ramas eran tan finas y frágiles que no lograba bajar. Por lo que empezó a gritar desesperado que buscaran a los bomberos para rescatarlo. Así que el contrincante de Máximo se embaló a buscarlo y regresó al rato con un bombero que ayudó al chamaquito a descender sano y salvo de la mata. La cosa es que ese bombero no era de los que apagan fuego sino de los que despachan combustible en las bombas de gasolina. Instantáneamente, el mote del Bombero se le quedó pegado como un chicle en un pantalón.

Desde que se puso en frente del Bombero a Máximo le vinieron los nervios y hasta le brotó la vena de la frente. Cuando le tocó su turno se volvió nada. No le salían las rimas. Era como si tuviese un ataque de tartamudeo. Papo, que conocía el talento de Máximo, decidió anular el combate. Ante los reclamos alegó que era la primera vez de Máximo y que se había paniqueado.

—Gente, démosle un chance —dijo con su carisma acostumbrado.

Se le acercó a Máximo y le susurró algunas cosas al oído. Pese a que el Bombero se quejó por favoritismo, no le quedó de otra que acatar la situación. Así que arrancaron nuevamente. Pero en vez de rimas Máximo soltó un sollozo. Estaba a dos metros de él y no lo podía creer. Para que se hagan una idea, Máximo y el Bombero estaban ubicados en medio de la cancha y en torno suyo había un círculo de raperos wannabe con gorras y pañuelos envueltos en la cabeza que no paraban de enzarzarlos. Pues tan pronto vieron que Máximo no podía controlarse las lágrimas, estallaron en burlas, insultos y mentadas de madre. Hasta empezaron a llamarle Mínimo y corearon:

No le des más duro

que no se va a parar.

No le des más duro

que no se va a parar.

El Bombero se valió del caos y soltó un arsenal de improperios que hicieron trizas a mi amigo. Antes de terminar le arrebató la gorra de los Mets, la lanzó al aire, la aparó, se la puso al revés y luego flexionó los músculos que no tenía a la manera de Hulk Hogan y soltó un gruñido potente. Su payasada fue seguida de una ola de aplausos y silbidos. Junto a un rapero de Costa Caribe deposité a Máximo en las gradas.

—Larguémonos —le insistía, pero mi amigo aún no emergía del shock.

Una vez que los sollozos, las lágrimas y la vena brotada de la frente cedieron sugirió hablar con Papo para que le diera otra oportunidad. Pero tan pronto se puso de pie se le descompuso la cara y la vena volvió a brotar. Al rato desistió y yo fui a donde el Bombero para que me devolviera la gorra de Máximo.

—Intenta quitármela —me dijo.   

Tuve que pedirle ayuda a Papo que le arrebató la gorra de un cocotazo. Nos fuimos como habíamos llegado, Máximo sentado en la barra de mi bici y yo pedaleando. Mientras más nos alejábamos de la cancha más mi amigo se recomponía. Tuve que insistirle para que me explicara su sorpresiva reacción.   

—Perdí el ritmo —admitió.

Evoqué esos momentos cuando rapeábamos en su cuarto y lanzábamos el ritmo hacia arriba.

—Querrás decir que se te cayó —le dije como para evocarle ese recuerdo.

Pero Máximo negó con la cabeza y aseguró que no se le había caído, sino que lo había perdido. Fue entonces que pasó una camioneta 4 x 4 que casi nos atropella. Frenó con un chirrido y dio reversa. Tan pronto nos alcanzó el conductor bajó el vidrio tintado y yo reconocí a uno de los raperos. De seguro era un quinceañero a quien el papá le había prestado la camioneta para que fuera al evento y se la presumiera a todo el mundo.

—¡Raperos wannabe! —nos voceó haciendo una mueca.

A Máximo le volvieron las lágrimas y a mí eso me encojonó tanto que tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para mantener el equilibrio y no estrellarnos. Ya que no le hacíamos coro, volvió a insultarnos, subió el vidrio y la camioneta aceleró guayando gomas. Al verla perderse en la calle supe que con ella también se perdían mis ganas de ser rapero.

No volví a entrar al cuarto de Máximo. Tras lo sucedido, me imaginé que estaba muerto de vergüenza conmigo y con todo el barrio, por lo que suspendí mis visitas por una semana. Cuando finalmente fui tuve que vocear para que me abrieran la verja de hierro. La que me abrió fue su hermana que sin dejar de hablar por el inalámbrico me indicó con la cabeza que fuera hacia los aposentos. Por primera vez el seguro de la puerta del cuarto de Máximo estaba puesto. Le voceé, toqué la puerta con fuerza y hasta la pateé. Nada. Pegué el oído en la puerta a ver si distinguía un rap o algún sonido proveniente de la pieza. Por un momento pensé que no estaba, que quizá había salido sin que su hermana se diera cuenta o se había metido de pronto en el baño, pero tras mucho esperar se me ocurrió que tal vez estaba ahí dentro, tumbado en la cama, mirando el techo, sin ganas de verme. A la larga me fui sin decirle adiós a la hermana de Máximo que estaba entretenida con su llamada.

Acabaron las vacaciones y las clases ocuparon todo mi tiempo. Coincidíamos en la cancha, pero no mencionábamos el suceso, no por reticencia ni nada por el estilo, sino porque era algo que ya había quedado atrás y que habíamos superado.

Al año siguiente me mudé de barrio y perdí contacto con los amigos de Miramar. A algunos los veía en fiestas y a otros paseando por la ciudad. Pero lamentablemente no volví a toparme con Máximo en todo ese tiempo. 

Tuvieron que transcurrir veinte años de La Batalla de los Titanes para que lo volviera a ver. En ese periodo me hice psicólogo, hice una especialidad en el extranjero y estuve a punto de empezar un doctorado, pero para desgracia de mis padres renuncié a todo y me dediqué a escribir. De hecho, me consagré tanto al oficio que no tenía empleo estable y acabé debiéndole plata a todo el mundo. Para sobrevivir hacía algunos trabajos de edición. Por esos días, mi amigo Chelo, que conocía de sobra mi apretada situación financiera me contrató para escribir el prólogo de su primer libro de fotografías. Me citó una noche en su restaurante favorito del barrio chino. Inmediatamente nos sentamos en una mesa redonda, le hizo una seña a un mesero y ordenó mapo tofu, hojas de batata china, cerdo asado, una cazuela de bacalao con berenjena, calamares a la sal, en fin, todo un manjar que nos bajamos con deleite. Tras pagar la cuenta propuso dar una vuelta por el barrio chino para activar la circulación. Como además de fotógrafo, Chelo es un reputado arquitecto, aprovechó la caminata para ponerme al tanto de las transformaciones que habían sufrido los edificios de estilo art déco que databan de los años treinta y veinte del siglo pasado. Nos detuvimos frente a lo que fue el teatro Max y que hoy es una iglesia evangélica llamada Dios es amor.

—Fue el primer cine que tenía una puerta de entrada y otra de salida —dijo Chelo apuntando con su cámara Canon al edificio deteriorado—. Y además tenía abanicos para combatir la calor. Te voy a mostrar. 

Cruzamos la Duarte. En la entrada había una señora canosa, con una blusa gris y una falda negra, que citó algo de la Biblia que apenas entendimos. Dentro celebraban un culto. Casi todos los feligreses estaban de pie mientras en el escenario el predicador de alta estatura sostenía el micrófono con una mano y con la otra una Biblia que estrechaba contra su pecho. Llevaba puesta una camisa azul celeste metida por dentro de unos pantalones de lino y unos mocasines marrones. Toda mi atención estaba centrada en él. Era Máximo. A pesar de que su voz era más grave y de que había aumentado de peso, su cara seguía huesuda e incluso ahí estaba la vena brotada en la frente que le salía cuando rapeaba y que tantos habíamos comparado con el logo de Nike. Sabía que no necesitaba abrir la Biblia porque de seguro se había aprendido de memoria los versículos como lo hizo en su adolescencia con las rimas. Predicaba acerca de una noticia que la prensa en esos días había reseñado mucho. Durante un viaje en yola clandestino rumbo a Puerto Rico se había armado un pleito y los organizadores lanzaron por la borda a uno de los tripulantes, quien estuvo flotando en alta mar por cinco días hasta que fue rescatado por la marina de guerra. Máximo comparó la aventura de dicho hombre con el relato de Jonás, el profeta que desobedeció el mandato de Dios e intentó escaparse en una embarcación que iba en sentido contrario a la ciudad donde se le había ordenado ir. Ya en el mar se armó una tempestad que casi hunde el barco y los tripulantes al enterarse de que Jonás era la causa de la tormenta decidieron lanzarlo por la borda para salvar sus vidas. 

—Hermanos en Cristo —dijo Máximo alzando su Biblia—, imagínense a Jonás en medio de la tempestad a punto de ahogarse. Cree que le ha llegado la hora. Pero Jehová no lo ha olvidado. ¡Ay no, Jehová no olvida! Ahora Jonás se dará cuenta de lo que Jehová es capaz. ¿Y qué hace? Envía una ballena. ¿Y qué hace la ballena? Se traga a Jonás de un bocado.

Puso la Biblia debajo del brazo y se fue frotando la barriga a medida que se movía por el escenario. Contaba todo esto con una gracia y un carisma que enardecía a los feligreses. De repente se arrodilló y todos los feligreses lo imitaron.

—Jehová lo compadece y al tercer día manda a la ballena a una playa y esta vomita a Jonás.

Ya que Chelo y yo éramos los únicos que estábamos de pie temí que Máximo centrara la mirada en nosotros y me reconociera. Hasta imaginé que me invitaría al escenario y relacionaría mi aparición con un milagro. Así que me volteé hacia donde Chelo que fotografiaba la decadencia del antiguo cine. 

—Vámonos —le murmuré.

Echamos a andar sin mirar atrás y Chelo me comentó que sacó una buena foto del pastor. Ya afuera extendió los brazos para mostrar las tiendas y los restaurantes con letreros en mandarín y comentó la ironía con que las cosas se transforman.

—También la gente cambia —le dije.

O tal vez no lo dije y lo pongo ahora en el texto para crear cierto efecto. De lo que sí estoy seguro es que nos despedimos al cruzar la Duarte y en el trayecto hacia mi carro yo pensé que Máximo me saldría al paso, pero no sucedió y desde esa noche solo he vuelto a ver su cara en la foto que Chelo incluyó en su libro. 

*Frank Báez es un poeta dominicano. “Yo fui rapero” forma parte de su libro de cuentos Págales tú a los psicoanalistas.