El error de la manzana
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Por SEBASTIÁN GAVIRIA
Ilustración de Titania
Hace unos días me di a la tarea de encontrar la causa de mi odio entrañable por la manzana, esa fruta infame que no tiene nada de especial, pero que me produce una desazón profunda y me carcome por dentro como algo químico e insoportable. Estaba decidido, de verdad, sabía que alguna explicación tenía que encontrar a ese rechazo tan definitivo, que llegaría a la raíz del absurdo, que me tropezaría con algo que demostrara que algo en mí o en la manzana estaba mal. Pero buscando aquí y allá, me desvié de mi propósito y hubo una pequeña variación inesperada: descubrí que la manzana, una fruta, en apariencia, sencilla e inocente, que en realidad había partido de la historia perversa y estimulante de la humanidad. Descubrí que se había dado el lujo grosero de haber viajado por las noches y los siglos, desde la antigüedad hasta nuestra era. Y que su balance era ante todo positivo: su color había sido comparado con los labios de la mujer; su sabor con el verano profundo y cálido, pues “cuaja en el corazón de la manzana la dulzura estival”; y su forma había dado pie para bautizar cuadras de barrio en las que, los 31 de diciembre, algunos optimistas dan varias vueltas con una maleta al hombro para asegurarse, según ellos, el infinito viajar.
Mientras leía esos artículos y poemas elogiosos con la manzana, hice un esfuerzo por recordarme que las cosas del mundo no están siempre en positivo. Faltaba la otra cara de la moneda. En el mundo acecha el error, la imperfección. Ahí estábamos nosotros como prueba: imperfectos en un mundo imperfecto. Empecé, entonces, a buscar el error de la manzana, a buscar su grieta, la ranura por donde todo se resquebraja. Y con los ojos abiertos como lupas, buscando entre líneas y líneas, leyendo cada nota y cada texto, di con la fisura, di con aquello que rompe las apariencias perfectas, con la posibilidad de saldar cuentas con la frutilla intrusa, con un error que es fruto —no existe una mejor palabra— de ese amor ciego que para muchos representa esa pelotita verde, amarilla o roja. Un error, debo decirlo, que me recordó lo disparatados que son nuestros orgullos y grandezas, cuando en realidad somos ante todo falibles e ignorantes perpetuos de nuestra realidad fragmentada.
Muchos no lo saben, pero con la manzana, por ejemplo, la grandísima María Moliner, en su Diccionario de uso del español, escribió la siguiente errata: “1. Fruto del manzano. Fruta redonda, de piel fina, verde, amarilla o roja o mezclada de estos colores, carne blanca y semillas en forma de pepitas encerradas en el centro en una cápsula coriácea de cinco divisiones […] Por alusión a la manzana ofrecida por Eva a Adán, se emplea en algunas frases simbolizando la tentación”. Bueno, ¿y en dónde está el error? El error está en que Eva no le dio ninguna manzana a Adán. No, qué tal, ni más faltaba. Lo que en realidad le dio fue el “fruto prohibido”. Las diferentes biblias —hay miles— lo mencionan como “fruto prohibido” y no como una manzana. La Biblia Vulgata en español, por ejemplo (y les dejo la tarea para que investiguen en las otras biblias), dice: “Mas del fruto de aquel árbol, que está en medio del paraíso, nos mandó Dios que no comiésemos, ni lo tocásemos siquiera, para que no muramos”.
Un fruto prohibido, todo hay que decirlo, que pudo haber sido un mamoncillo, un mango o un plátano, como lo propuso Juan Cárdenas en su libro Volver a comer del árbol de la ciencia. Un fruto prohibido que también pudo ser la chirimoya, pues como dijo el teniente y viajero Carl August Gosselman, que visitó Antioquia en el siglo XIX: “Al observar ese jardín sombreado por limosneros y naranjos y la abundancia de frutas exóticas y deliciosas como la piña, el mango, la chirimoya, no sería aventurado sospechar que aquí pudo estar ubicado el Edén […] Sobre todo viendo la existencia del cuerpo del delito del Paraíso: el fruto prohibido, que con tanta abundancia y riqueza se da acá”.
Pero el error de la manzana no es propiedad exclusiva de la grandísima filóloga española, no. Me encontré con más de un pillín por ahí. Uno que otro relajamiento intelectual. Y es que en este error de dulce ceguera cayeron —y siguen cayendo—autores de fina estampa. Fernando González, por ejemplo, en su bello y sabroso libro Viaje a pie dijo que “casi se mueren de delicia Adán y Eva en el Paraíso, pues su terror supremo era la manzana y comieron de ella”. García Márquez, en uno de sus artículos de los Textos costeños, dijo algo como “la manzana prohibida del paraíso cretense”. Y en su divertido y humorístico cuento El diario de Adán y Eva, el escritor norteamericano Mark Twain se desbarranca con la ignominiosa fruta, aunque luego, burlonamente, diga —aunque no le creo— que se trataba de unas castañas. Dice Adán en el cuento: “De hecho, no lamenté que viniera, porque aquí casi no hay nada de comer y me trajo unas cuantas manzanas. No me quedó más remedio que comerlas, estaba muerto de hambre”. ¡Hombre tenía que ser!, diría una amiga feminista.
Un par de ejemplos más del error que ha provocado esta fruta solapada. El célebre historiador británico Paul Johnson, que con La historia de los judíos y Tiempos modernos entró en la lista de bestsellers y se ganó el reconocimiento como uno de los historiadores contemporáneos más importantes del siglo XX, también entró en la lista de damnificados. En su libro En busca de Dios —página 73, por si las moscas— dijo que “Satanás logró tentar a Eva a comer la manzana fatal”. Al menos estamos de acuerdo en lo de fatal, pero ahí está la desgraciada. En el error no se descoyuntó Michel Onfray en su Tratado de ateología. El filósofo francés, sin dejarse embaucar por la fruta traicionera, dice: “El fruto del árbol del conocimiento deja un sabor amargo en la boca”. Lo que no sabemos es en cuál sabor estaba pensando Onfray cuando escribió sus líneas, pero lo que soy yo le apuesto al maracuyá o al zapote, no sé ustedes.
Lo cierto es que con el tiempo la manzana se convirtió en el símbolo del fruto prohibido y empezó a representar el “mal”, el “pecado original”, la causa de todas las desgracias de este mundo “agobiado y doliente”. Pero la verdad es que no sabemos cuándo pasó. Dicen que fueron los artistas quienes acuñaron el eterno imaginario de la manzana en el Edén. Algunos de los más grandes, cuya reputación hoy nos llega como las olas del tiempo, cayeron redondos en los encantamientos del consabido error, así como cayó Blancanieves cuando la bruja la engañó con una… Del error con la manzana no se escaparon Tiziano ni Rubens —que copió a Tiziano y no se dio cuenta del detalle—. Tampoco Durero. Uno se puede dar una pasadita por el Museo del Prado virtual para ver los cuadros de Adán y Eva de estos maestros y ver allí pintada la manzana sinvergüenza. ¿Cuándo se pintó por primera vez la manzana en el Edén en un cuadro? Dejémosles el trabajito a los historiadores de arte.
El error con la manzana también restañó, zumbó y retumbó en la música. Este desliz podría ser un típico hush hush oportuno para la revista Caras, con titular de página y media. A mediados de los noventa una canción recorrió el mundo. O bueno, tal vez al mundo no, de pronto este terruño tropical y violento, asombroso y sangriento que llamamos América Latina. La canción se titulaba Pies descalzos, sueños blancos. Un himno para personas resentidas que conmovió, desmedida e indecorosamente, a la industria musical. De la cantante, incluso, se llegó a decir que era la equivalente perfecta de Alanis Morissette en este lado del continente (una exageración). Una de las estrofillas iniciales de la susodicha canción dice algo así como (y cito de memoria porque me la aprendí cuando era adolescente, también fui —y tal vez soy— un resentido): “Tú mordiste la manzana / y renunciaste al paraíso / y condenaste a una serpiente / siendo tú el que así lo quiso”. ¡Ay, nuestras leyendas musicales! ¡Ya solo nos quedan cantantes de reguetón!
Lo sé, lo sé. Soy consciente del riesgo que corro por improvisar aquí una diatriba contra esta fruta legendaria. Y es que sé que hay fanáticos que adoran la manzana con furor ideológico —valga la redundancia—. Y sé que la presencia de la manzana, que está en todas partes como un narrador omnisciente en tercera persona, es propensa a generar disputas y rencillas, a generar desavenencias y querellas pendencieras y mitológicas. Claro, y es que fue por una manzana que se armó la de Troya: la manzana de la Discordia. Y si no me creen, pues denle una ojeada al Cursillo de mitología del muy injustamente olvidado don Roberto Cadavid Misas, Argos, ese gazapero profesional que con su divertida y sabrosa prosa —perdonen la cacofonía— nos contó que Discordia, una rechazadita del club social de los dioses, “se sintió muy pordebajeada”, y entonces “cogió una manzana de oro y la marcó: Para la más hermosa. Y con disimulo la dejó caer debajo de una mesa donde la vieran las otras tres”. Resulta que las otras tres eran Venus, Juno y Minerva, que al ver la fruta se lanzaron de inmediato a cogerla, porque cada una era la más hermosa, quién lo discute. Y entonces vino el problema: todas la querían, pero solo había una. Llamaron al promiscuo de Zeus a dirimir. Su solución salomónica fue que el veredicto final del reinado nacional de belleza del Olimpo lo dictaminara Paris, el hermano de Héctor, el enemigo de Aquiles —que era Brad Pitt en la película, para más señas— en la guerra de Troya. Paris, con total oportunismo y sabiduría, eligió a Venus, pues la diosa le prometió —como un buen político de estos días— a la mujer más bella del mundo: nada más y nada menos que a Helena, esposa de Menelao, la mujer por quien se armó la guerra.
En fin, el prontuario de esta fruta terrible es apabullante. No tendría cómo transcribirlo aquí. Y aunque no he podido descubrir por qué siento este desagrado casi existencial por la manzana, sí he podido llegar a la conclusión de que esta frutilla infame evidencia nuestras inocultables flaquezas, nuestra fragilidad ramplona, y también refleja lo poco que somos, aunque nos creamos dioses. Ahora al desagradable sabor que me produce se sumó la desagradable verdad que representa: el solapamiento del error de una fruta tan cantada, tan pintada, tan dulce y jabonosa, tan torpe. Una fruta que —como dijo un maestro y amable amigo, Mauricio Jaramillo, a quien le debo este texto y algunas de las citas que tomé de ese libro bellísimo y sabio que es Viajando por el viaje a pie— sirvió para todo: a Guillermo Tell para disparar sobre la cabeza de su hijo, a Newton para dar con la Ley de la Gravedad, a los chilenos para que la exporten, a los niños en las películas para conquistar a la profesoras, a los inventores para que diseñen complejos aparatos que la parten en mitades, a los chefs para hacer pasteles y tortas, a los gringos para llamar aumentada a Nueva York y a los industriales para marcar computadores, como en el que escribo en este momento —qué paradoja—.
Hoy, después de buscar aquí y allá como un poseso, bajo la lluvia y mi estupidez, no he podido dar con la causa de mi aversión. Ni siquiera sabría decir cuándo surgió este amor enfermizo que siente la humanidad por esta fruta que se instaló en el génesis mismo de nuestra historia. Con la llegada del fracaso y la inminencia de esta causa perdida, me empiezo a dar cuenta de que tal vez, de manera simbólica, la manzana sí sea nuestro fruto prohibido. Tal vez sí estaba en el Edén. Tal vez nosotros mismos le dimos personalidad para que estuviera allí como un recordatorio de nuestros deslices, de nuestra ceguera, de nuestro torpe y hueco orgullo. Quizás —es lo más probable— la manzana exista para que recordemos lo pequeños que somos, la nada que sabemos, la triste y filosófica verdad de que solo sabemos que nada sabemos. Sin embargo, a pesar de esta razón irrebatible y de las más de dos mil palabras que empleé y que demuestran su presencia totalitaria y demagógica, la alta estima en la que es tenida, yo debo confesar, con pena y con tristeza, con el honor manchado por la derrota, que francamente no me la trago. Es así de simple —o de amargo—Y punto.