Sobrevivientes de la pandemia. Primera entrega.
La Fuente
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Por SIMÓN MURILLO
Fotografías de Juan Fernando Ospina
La fuente no existe. Antes, hace muchos años, sobrevivía en la entrada del bar, como una torta gigante de aniversario, vencida, una reliquia de lo que estaba antes. Solo los más viejos la recuerdan, el primer piso donde quedaba también desapareció: cuando el bar se estaba ahogando en toques de queda, Juan Carlos Caro y sus hermanos lo tumbaron y pusieron un parqueadero de motos. Pero La Fuente sobrevive, en el segundo y tercer piso de siempre, en el edificio de siempre, a una cuadra del Parque Berrío. Aunque ese nombre solo existe entre los conocedores porque la Cámara de Comercio lo llama Beribu, “pero nadie sabe qué es eso”, otra reliquia del dueño anterior que apenas sobrevivió. Los viejos y los nuevos lo llaman La Fuente a secas, pero también La baja París o Palustre, con el mismo tono con el que se han burlado de sí mismos y de los suyos toda la vida.
Una noche de marzo, algunos de esos fieles, con camisetas apretadas y belleza discreta, se reunían alrededor del cantinero Juan Carlos Caro, quien empezó a servir trago en uno de los primero bares: el Primero de Mayo. El grupo lo insultaba como lo hacían desde que eran hombres de camisetas apretadas y belleza escandalosa, hace quién sabe cuántos años.
—¡Sos una loca!
—No más que vos que estás que llegás a travesti.
—Y esta otra huele que huele a pura pasiva…
En los años anteriores a la ley zanahoria, los locales cerraban a la hora que les diera la gana; los habitantes de un Centro doblemente destrozado por la construcción de la Oriental y el futuro metro se refugiaban en locales eternos. Estaba Banco-bar, que reunía lo mejor de la ciudad: pillos y sicarios, empleadas del servicio y de oficios varios que remataban el turno, oficinistas y electricistas en el clóset; artistas y estudiantes en el abierto, algunas putas, el ocasional punkero y la reliquia del Guayaquil de antaño; Kalamary, de viejos y tangos, que murió cuando sus clientes lo hicieron; el Primero de Mayo, mejor conocido como “Las águilas se atreven”; La media naranja que salió en la novela de Félix Ángel, y decenas de cantinas en Palacé, la Primero de Mayo, Bolívar. La mayoría murieron por la policía, el sida, los paracos y el ensanche, por muerte natural, por la trastiada de la fiesta y la transformación de la soledad.
Esa transformación del Centro, especialmente el cierre de Banco y La Fonda por las obras del metro, dejó a un grupo de gárgolas sin hogar. Entonces Juan Carlos, de fácil sonrisa, movimientos de hormiga y tristemente heterosexual, vio el negocio que se le abrió con la destrucción. En La Fuente, los hombres y las empleadas empezaban la fiesta en el primer piso que daba a la calle y cuando ese cerraba a las dos subían hasta el segundo y a las cinco subían hasta el tercero, que cerraba a las siete, justo a tiempo de la reapertura del primero: una espiral de Moebius de la farra. Los devotos pasaban fines de semanas enteros bebiendo y bailando y pichando y así una y otra vez, con la eventual rendición del cuerpo en una mesa de aluminio o en una fiel Rímax. Los más responsables traían mochila y celebraban la fantasmal llegada del día con ropa nueva. La comida se solucionaba con un buñuelo de La Bastilla.
La música era y es una apropiada mezcla de vallenatos, Gloria Trevi, Roberto Carlos, María Dolores Pradera, Marcos Roberto, Diomedes, Jessi Uribe, Yeison Jiménez y electrónica. Cuando hay poquita clientela, como en estos meses de toques de queda, se canta a grito y se saluda con un gesto tímido al conocido de toda la vida. Cuando hay mucha gente, como en este diciembre que ni siquiera el covid pudo detener, se baila pegadito, hombre con hombre, cadera con cadera y todo el local a reventar. Un vieja guardia cuenta que las señoras se enamoraban de los bailarines, para su dolor. La excepción fue Mery, la cantinera, quien ama bailar pasodoble y empezó a trabajar en bares a los trece años, en un local de mala muerte en Guayaquil, donde cayó embarazada. Muchos años después, en La Fuente y con una hija de cuarenta, un homosexual se enamoró de ella. Después de jubilarse, Mery no pudo despegarse de La Fuente y todavía se la ve en una mesa o vendiendo dulces en la entrada, en la noche que ha vivido por más de ochenta años. Como Mery, otra mujer emblemática en la historia de La Fuente es Elvia, la dueña de un negocio de catering, de 79 años y farrera de toda la vida. Sus hijos la dejaban con la noche en la sordidez del Parque Berrío, donde se encaminaba al bar de confianza y procedía a emborracharse hasta las dos de la mañana, bebiendo como ningún otro e insultando a gritos al que la mirara feo. Con la hora de cierre, caminaba hasta la esquina, donde la progenie la recogía puntualmente.
Algunos se hicieron. Muchachos de los pueblos que emigraron a Medellín y descubrieron la posibilidad de otro mundo. Los más viejos ya sobrepasan los cincuenta: agentes del CTI, albañiles, taxistas, ubers, abogados, notarios, escritores, teatreros, pintores y cantineros. Y los más jóvenes que han traído los años: estudiantes, rappis y venezolanos que viven la calle. Uno de los inmigrantes es un expolicía con esposa e hijos que vio camino en la prostitución. Su paso por La Fuente no es accidental; Juan Carlos invoca un extraño concepto cuando habla de su bar: “Esto es una familia”, y aunque el tiempo cambie y con él los lugares y sus gentes, La Fuente ha cobijado a todo recién llegado que suba sus escaleras.
Por eso ha sobrevivido. Décadas después de vagos eslóganes y orgullos corporativos, La Fuente mantiene la silenciosa promesa inicial de no negarle la entrada a nadie. “La Fuente es un lugar de excluidos: los viejos, los pobres, los feos. Es un sitio sin tiempo”, me dijo un incondicional. Si no una familia, por lo menos la promesa de una. Nadie parpadea cuando una ausencia de años se acaba en el umbral de la puerta. Hay algunos que van todos, todos los días. Tal vez solo la muerte de la mamá sea excusa suficiente para dejar de ir.
Algunas de las frases más agobiantes de estos últimos meses son “La pandemia golpeó…”, “La pandemia acabó con…”. La Fuente solo perdió un piso, lo que para la historia gay es una tragedia algo menor. La memoria de otra pandemia todavía resuena, así sea en olvidos. El tiempo ha hecho lo propio: un hijo de Elvia murió y desde entonces solo se emborracha si Juan Carlos la va a buscar. Los mayores golpes ya vinieron, ya se escribieron y ya se olvidaron.
Entre hacer y deshacer de la ciudad, La Fuente se ha sostenido. La pandemia interrumpió la ambiciosa construcción de un pequeño sauna de tres pisos, con solario y todo: la versión gay de la manía paisa de tirarle plancha a lo que sea. Como las casas que van creciendo, o las ciudades que acumulan ruinas en el subsuelo, La Fuente se transforma. Aun así, sus fieles siguen ahí, aguantando los años en la barra de siempre, haciéndoles ojos a los que los reemplazarán. El hijo de Juan Carlos trabaja en el bar desde niño. Y a diferencia de su papá, él sí salió torcido.