Elena Sánchez Velandia. Fotografías: Fotogramas tomados de la serie Matarife
Lo que ha sucedido con solo cinco minutos de Matarife me hace pensar en lo sobrevalorada que está la lógica de la comunicación, por demás en el sentido más cibernético (y plano) del término: la transmisión de una información (o contrainformación, igual da) sin ambigüedades, sin ruidos, clara, sin insinuaciones… por algo dijo Deleuze que la contrainformación nunca le hizo mella a Hitler sino cuando se transformó en acto de resistencia. No sé qué prejuicio pseudoilustrado nos ha hecho creer que los uribistas son simplemente gente desinformada. La información está a la mano, las copias que compulsaron tribunales relacionando a Uribe con las masacres de La Granja y El Aro (por dar solo un par de ejemplos) están ahí, han sido reseñadas por los principales diarios del país. Sin embargo el uribista promedio responde: si tiene pruebas denuncie. Cuando les he mandado artículos sobre dichos procesos me han mandado artículos sobre los procesos disciplinarios que corrían sobre Petro. Al principio no entendí la lógica, pero despreciarla es lo que hace que no entendamos cómo luchar contra este monstruo tan humano. La política no es solo cuestión de discurso sino de formas de vida, de afectos que se ponen en común. Un día hablaba con una compañera de trabajo. Me contó de su vida cuando era campesina. Me contó cómo venían los militares y entraban a sus casas cual señores feudales quedándose con lo que se les daba la gana. Me contó cómo dar ayuda a un guerrillero se transformaba en suicidio pues luego venían los paramilitares y tomaban venganza, cómo hablar con un “para” se transformaba en suicidio pues luego venían los “guerrillos” y tomaban venganza. Le pregunté, ingenuamente, que si todo se había mejorado con el tratado de paz. Me dijo que todo se había mejorado con Uribe. Me recorrió un escalofrío pero entendí muchas cosas. Es la misma lógica que la mafia aplicó durante años en el sur de Italia. Ante la ausencia de Estado la mafia asume la “tarea” de imponer el orden (no sin cobrar por realizar su labor: el pizzo). Solo que aquí la mafia ya llegó a capturar el Estado mismo transformándolo en un brazo de la mafia. Pero mientras que la mafia/Estado garantice la “protección” (otro nombre del pizzo) a muchos no les importa que se trate de la mafia. Solo cuando la “protección” se transforma en una pesadilla para algunos, esos algunos comienzan a entender que no era buena idea aceptarla. Sin embargo, el sistema suele funcionar mientras que la mayoría siga simplemente recibiendo “protección” (y por demás ahora que la mafia ha capturado al Estado, el pizzo pagado ya no parece extorsión). Así, los uribistas responden que quien trata de matarife a Uribe es porque no ha vivido la libertad, la sensación de seguridad, la tranquilidad que proporcionó su presidente eterno. Durante años hemos querido ver ahí una pedantería de clase: “Sí, libertad para los citadinos de clase media- alta/alta que podían ir a sus fincas”. Pero no era cuestión de fincas de citadinos. Toda una franja de la población sintió que por fin el Estado se preocupaba por ellos y los protegía. Los otros en algún modo estábamos quizás ya vinculados a lo minoritario. Mi padre que llegó a los nueve años a Bogotá con mis abuelos, perseguidos por los chulavitas, ya sabía lo que significaría el uribato. No necesitó de mucho para abrirme los ojos sobre el personaje, aterrado de que fueran a votar por él y de que hubiese surgido de la entraña del partido que tanto amó su padre, el partido liberal, el de los ateos, rojos, herederos de Rafael Uribe Uribe. Qué desazón la suya. Y la mía, porque en sus ojos, más que en sus palabras, vi ese terror mezclado con tristeza y desesperación casi rabiosa que se apoderaba de él, el terror de volver a vivir la furia fascista. Y digo, claro, que quienes alaban a Uribe no han vivido esa furia fascista, no la han visto en los ojos aterrorizados del otro. No la han sentido en sus entrañas de minoría. Me acuerdo que estaba en Italia y vi la noticia del asesinato de Mario Calderón y Elsa Alvarado. Vi su retrato. Eran dos miradas dulces y joviales, llenas de una vida invencible. Lloré. No creo que sus verdugos hayan podido ver esos ojos. Sí, los uribistas y yo no hacemos parte de las mismas formas de vida, no habitamos las mismas potencias del cuerpo (afectos).
Pero la comunicación funciona a partir de la doxa: ese conjunto de creencias, de opiniones, de formas de organizar lo real (realemas) que comparte una comunidad, que acepta de manera incuestionada y que se requiere para que un mensaje sea comprendido. Por eso la comunicación es en principio funcional al statu quo así se trate de comunicar contrainformaciones (y se ve que periodistas muy “serios” pueden dedicarse a transmitir toda la contrainformación antiuribista que se quiera pero no por eso entienden que muchos pedimos a gritos un cambio profundo y creen simplemente que hacemos parte del pueblo inculto que se deja encantar por mesías: no vivieron nunca la precariedad o la han olvidado, piensan que fue una etapa vencida por su duro trabajo individual, no logran ver lo que el resto de Colombia ve: que por más duro que trabajemos nos han condenado a la precariedad o a la miseria). Y claro, en términos de comunicación (por lo menos en su sentido “cibernético”) Matarife es muy mala, no transmite sino algo lleno de conjeturas: que unos testigos (¿quiénes?) dicen que Mancuso se la pasaba en El Nogal y que ahí estaban los lugartenientes de Uribe. Como quien dice: “Cuentan por ahí que”. Y claro, si esa fuera la cuestión eso no serviría para convencer a un uribista, pero no porque la comunicación sea de buena o mala calidad sino porque ni siquiera lo va a mirar. Porque lo mueven otros afectos. Porque está contento con el pizzo en el que se han convertido sus impuestos. En principio, por eso no creía que la serie tuviera gran utilidad. Pero visto lo que se armó el viernes cambié de opinión. Me di cuenta de que quizás el contenido del episodio ni siquiera fuera lo más importante. Me di cuenta de que estaba asistiendo a una especie de ritual al que millones de colombianos estaban asistiendo, de que estábamos asistiendo a una especie de tribunal colectivo en el que finalmente íbamos a condenar públicamente al Matarife. Que finalmente íbamos a condenar eso que debimos condenar hace más de setenta años cuando surgió con la figura de Laureano Gómez. Ese monstruo alimentado de nuestra propia humanidad que hemos creído domar con tibios frentes nacionales. Si Matarife tiene que ver con la comunicación es en un sentido inverso. No en cuanto surja de una doxa sino en cuanto intenta instalar otra, una que debimos haber instalado hace mucho tiempo. Pero ahora con un lenguaje global. Un lenguaje que inmediatamente ha sido percibido más allá de nuestras fronteras. No sé si lo logre. No sé si logre instaurar este nuevo sentido común, un sentido común que ha de rebosar nuestras fronteras porque corren tiempos de neofascismo global. No es la primera vez que alguien lo intenta, no sé si su estrategia surta efecto, no sé si el uribismo logre contrarrestarla, pero me digo que un ritual de justicia donde participamos millones deberá generar algo. Liberar muchas miradas de vida invencible. O tal vez simplemente le dará fama a su autor. Todo dependerá de qué afectos se activen. En la televisión española le hicieron un homenaje a Lorca: un personaje de una serie de ficción lo lleva al futuro a un local granadino donde Camarón interpreta la “Leyenda del tiempo”. Lorca reconoce su poema y conmovido dice, “pero si España aún se acuerda de mí, he ganado yo, no ellos”. Los españoles tan conmovidos como el personaje se lanzaron a las redes sociales a compartir el episodio. Me imagino que en ese momento se acordaron de que ya una vez habían vencido al fascismo, de que Camarón, tan gitano, homenajeando a Lorca en el 79 era el triunfo de la vida sobre el fascismo. Me imagino que recordaron que el fascismo no tiene otro destino final que perder. Por desgracia a veces llevándose nuestras vidas individuales en su caída. Pero esa voz colectiva minoritaria que es un Lorca engitanado, esa quizá sí resista a la muerte.