A mano armada

Por MARIO ALBERTO DUQUE
Ilustración de Camila López

—Una vez más, ¿dónde vas a estar vos?

—En la esquina de Ayacucho.

—Bien. ¿Y luego?

—Espero la señal, bajo hasta la esquina con Bolívar hasta donde llegarán ustedes, y de ahí, a contar la fortuna.

—Fácil, ¿cierto?

—Fácil. Cierto.

El golpe sería a principio de la tarde para aprovechar el sopor que sigue al almuerzo. Lo había decidido tras estudiar, durante un par de semanas, la esquina de Colombia con Bolívar desde el café del hotel Simón Bolívar, donde ahora conversaban. Marco calculó que, por la hora, habría tanta gente como para pasar desapercibidos mientras llegaban al local; poca en el momento de emprender las de Villadiego, y no tantos carros como para impedir la huida. Dos hombres armados en la joyería, un campanero, y Agustín, el muchacho detrás del volante de un Dodge cuatro puertas, fácil de abordar para largarse.

Era un plan sencillo: arriba las manos, señores, que nadie se mueva para no tener que llamar a la funeraria. Todos contra la pared y deme usted esas joyas, señorita. Y, si es tan amable, póngalas en esta bolsa junto con el dinero.

Le gustaba pensarse como un John Dillinger local, simpático y con algo de gracia. Incluso había ensayado varias veces, ante el espejo, la sonrisa que esperaba lucir el día del asalto, a medio camino entre coqueta, de esas que hacen sentir bien a las damas, y cínica, de las que advierten a los hombres que se equivocaron de camino. Tenía claro, sin embargo, que Marco Restrepo no era un nombre tan sonoro como el del asaltante gringo.

—¿Qué hay allá? —preguntó Agustín.

—Joyas, muchacho. No se llama joyería porque vendan zapatos York.

—Pero ahí también venden gramófonos y otras bobadas.

—Sí, pero nosotros vamos por las joyas, el oro y el dinero… Y quizás un gramófono.

—¿Y a mí cuánto me toca?

—Hay suficiente para todos. Es un buen botín.

—¿Pero cuánto para mí?

—Ya veremos.

La Joyería David E. Arango, ahora en manos de sus hijos, era de tradición. Fundada a principios del siglo, cargaba con una historia truculenta sobre una guaca falsa con la que el viejo Leocadio María Arango, padre del actual propietario, había tumbado, incluso, a unos científicos europeos. Las vasijas de barro que vendió a museos y coleccionistas las hacían sus socios en el barrio La Iguaná. Ladrón que roba a ladrón, se dijo. Pero ese era cuento viejo, aquí lo que valía era el oro, las piedras preciosas y los billetes. Suficiente para pensar empezar una nueva vida.

—¿Y si el carro no prende?

Había algo de duda en los ojos del conductor. Marco se lo atribuyó a que el muchacho era un novato.

—Prenderá —le respondió—. Tiene que… Ya lo probamos, además. ¿O no?

—Sí. ¿Y si aparece la policía?

—Puede pasar, pero para eso estás vos, para irnos antes de que llegue.

Marco lo miró bien. Agustín. Veinte años, nervioso pero avispado. Flaco, despeinado y con un escaso bigote de niño todavía. Bien podría ser su hijo si su vida no hubiera sido una larga sucesión de egoísmos amorosos y escapes cada vez que alguna de las que consideró sus mujeres lo quiso más de la cuenta.

Le habían dicho que era un muchacho temerario y diestro para andar por las estrechas calles de Medellín. Se convenció de incluirlo en el golpe cuando le contó que el robo sería el 9 de abril. “El mismo día de mi cumpleaños”, le contestó. Y si había algo que le gustara eran las coincidencias, y esa era una buena, un presagio favorable, pensó. También le simpatizó por el nombre, Agustín. ¡Qué clase de nombre era ese para un ladrón! Le advirtieron, también, que era codicioso y algo llevado de su parecer, pero Marco juzgó que esas no eran malas cualidades para el negocio.

—¿Y si nos pillan? —preguntó el novato.

—Si te he visto no me acuerdo.

—¿Y si toca disparar?

—Dios quiera que no. Y en todo caso, vos solo te encargás del carro.

Nada de disparos, eso esperaba. Sabía que el negocio tenía riesgos, pero esperaba que mostrar el revólver fuera suficiente para amedrentar a quienes estuvieran en la joyería. Pero si tocaba, estaba listo para hacerlo, no sería la primera vez.

—Otra vez. ¿Dónde vas a estar vos?

—En la esquina de Ayacucho.

—Bien. ¿A qué horas?

—A las dos.

—Correcto. No es más, mijo. Mañana nos vemos —le dijo a modo de despedida. Esperó hasta que lo vio salir del café y luego clavó la cabeza en el periódico. Un reclamo de Argentina sobre las Falklands, un seguimiento a la Conferencia Panamericana y el camino al desastre por el que Gaitán conduce al liberalismo. Nada que le interesara realmente. Revisó los ganadores de la lotería, sin mayores expectativas, porque si todo salía bien, los 11 900 pesos del premio mayor de la lotería del Atlántico o los 36 000 de la del Valle serían poco. No acertó en ninguna.

Entre salir a caminar y meterse a un teatro para matar la tarde, se decantó por el cine. Revisó de nuevo la clasificación moral de las películas: buscó las que la Acción Católica denominaba desaconsejables, positivamente peligrosas y nocivas para todos, sin distingo de edad, estado y cultura. Había cuatro: Adiós pampa mía, La canción de los barrios, Amor desnudo y Chica bravía. No estaba para mujeres. Sería tango, entonces.

Se durmió en el cine y luego se desveló en la cama. Se levantó cuando los primeros rayos del sol apenas empezaban a calentar los techos del caserío que era el barrio Sucre, al que esperaba y deseaba no volver más. Se vistió sin prisa. Saco, corbata y unos zapatos cómodos. Evitó el sombrero por llamativo, aunque le gustaba eso de quitárselo ante la dignidad y la belleza, pero era mejor evitar que alguien lo mirara más de la cuenta. Se peinó cuidando la rectitud de la línea al lado derecho de la cabeza. Fue a misa. El arzobispo García Benítez ofició la ceremonia repleta de bendiciones para Ospina Pérez. Le causó sorpresa la prohibición velada sobre la obra de una tal Débora Arango. Iría a ver sus pinturas luego, cuando fuera millonario. Tal vez hasta le compraría una, pensó.

Caminó por Junín hasta Ayacucho y desanduvo el camino por Bolívar para revisar los últimos detalles. Se desvió hasta La Bastilla y pidió un café con leche que estuvo mezclando sin despegar los ojos de la calle.

—¿Todo en orden, Marco? —le dijo una voz a su espalda.

—Sentate, Muñeco —le respondió, sin volver la cabeza.

Se conocían de siempre, del barrio, crecieron juntos. Aunque lo de crecer era un eufemismo: el recién llegado apenas superaba por unos centímetros el metro y medio. El apodo, que luego convirtió en alias, se lo puso su mamá. Le gritó “adiós, muñeco” a la entrada de la escuela y lo jodió para siempre. Aprendió a defenderse desde niño. Se daba trompadas con cualquiera que le hiciera un chiste sobre su tamaño. Luego compartieron estilos y consejos sobre dar puñetazos y patadas, que les fueron útiles para zanjar cuestiones futbolísticas o territoriales.

Muñeco se hizo ladrón en las calles, escondido en las esquinas. Fue Marco quien lo sacó de ahí para que le ayudara con golpes más grandes: almacenes cuya mercancía luego revendían, casas de confiados parroquianos, pequeños negocios de los barrios…

—Martínez no viene, que se le enfermó la vieja… o se le murió, no sé —le soltó Muñeco—. Creo que está cagado de miedo —agregó.

Marco no respondió de inmediato. Se tomó los restos del café ya frío como si fuera un aguardiente. Tal vez le vendría bien un trago, pero le pareció que era temprano para empezar a beber.

—Bueno, hasta mejor, nos toca un poco más a cada uno.

Vio sonreír a Muñeco y supo que él también había pensado lo mismo. Les haría falta el campanero, pero ya era tarde para buscar otro.

—¿Los trajiste? —le preguntó.

—Listos y cargados —le respondió y se metió las manos a los bolsillos del saco. Aquí no, le dijo con la mirada. Ese era Muñeco, el de la acción. Por eso aún lo sorprendía que lo de la joyería fuera idea suya. Se le ocurrió cuando entró a buscar un anillo por si sentaba cabeza y se casaba. Se asombró con los precios y se imaginó la registradora llena. “Si hubiera estado armado, te lo juro que ahí mismo me lo llevo todo”, le contó días antes.

Revisaron el plan. Marco entraría primero. Muñeco después. Exhibirían las armas, vaciarían la caja fuerte y se llenarían los bolsillos con cuanta alhaja encontraran. Entre más rápido mejor. De ahí al trote hasta el carro.

—Sin disparar, si es posible.

—No hace falta decirlo.

La idea de cargar con un muerto no les interesaba, no por un asunto moral, sino por la bulla que generan los muertos.

Dejaron el pago sobre la mesa y salieron a la calle. Junín parecía estar más llena que de costumbre. Caminaron hasta Ayacucho. Agustín ya estaba en su puesto. Los saludó con un movimiento de cabeza y se montó al carro. Apuraron el paso. Bajaron hasta Colombia para encontrarse con una multitud que caminaba hacia el parque de Berrío.

—¿Qué pasa? —preguntó Marco a un transeúnte.

—Le dispararon a Gaitán, en Bogotá. Bien se lo merecía ese negro hijueputa.

Buscó los ojos de Muñeco, pero tenía la mirada fija en el culo de una oficinista que pasaba por su lado.

—¿Oíste?

—Sí.

—¿Seguimos?

—¿Por qué no?

Para cuando llegaron a la joyería ya habían empezado a cerrar algunos locales. Un muchachito apostado en la puerta del local apretaba un manojo de llaves, buscando la indicada.

—Lo siento, señores, pero por hoy cerramos —les dijo. Había algo de susto en el tono de su voz. Marco y Muñeco se miraron un par de segundos y todo quedó dicho. Adiós a la gentileza y a la sonrisa ensayada a lo Dillinger. Marco empujó con furia al portero improvisado y lo mandó al suelo mientras Muñeco le pasaba un revólver y apuntaba con el cañón del suyo a una dependienta.

—¡Quieticos todos, hijueputas! —gritó Muñeco.

El diminutivo de la amenaza casi hace reír a Marco. Arrastró al muchachito por el cuello de la camisa, lo llevó hasta los exhibidores y lo obligó a abrirlos.

—Que te den el efectivo —le dijo a Muñeco, que saltó el mostrador y abrió de un cachazo la registradora. Marco se paseó por la tienda, levantó la cabeza y a través del ventanal que daba a la calle vio una cara familiar. Alguien que miraba a lado y lado y parecía nervioso. Era un tipo flaco, despeinado, que lucía un escaso bigote de niño todavía y blandía una piedra en la mano. Mocoso de mierda, pensó mientras Agustín llevaba el brazo tan atrás como era posible. Flacuchento hijueputa, lo maldijo siguiendo con la vista el recorrido de la roca. Ay si te agarro, se dijo antes de que el vidrio se hiciera trizas.

Un rumor de gritos llegó desde la calle y una oleada de gente se metió a la joyería. Cuando Muñeco los vio ya estaban encima de él. Apenas si alcanzó a coger un par de billetes más antes de que le arrebataran la registradora. Marco disparó al techo para espantar a la turba, pero fue como intentar disipar un mosquerío a punta de soplidos. Allí rompían un mostrador, más allá tiraban una vitrina al piso. Relojes, discos, máquinas de coser y joyas, claro, todo se iba en unas manos que no eran las suyas. Buscó a Agustín entre la turba, sin éxito.

—¡Muñeco, la caja, la caja! —gritó Marco, corriendo hacia ella, arrastrando al muchachito de las llaves. Que los demás se llevaran las chichiguas, ahí debía de haber algo grande. Muñeco los alcanzó y sirvió de parapeto, mientras Marco, agachado, apuraba al muchachito para que abriera la caja fuerte.

—Señor, ahí están…

—Abrila o te vuelo la cabeza —le espetó, sin dejarlo terminar la frase. Y pensar que él quería algo tranquilo, decir por favor y retirarse con un “feliz día”. El muchachito temblaba, pero lo hizo. Muñeco apuntó con el revólver a los curiosos que se acercaban demasiado y que seguían de largo al ver el cañón y la mirada del truhán.

Se abrieron la puerta y los ojos de Marco. La caja fuerte estaba llena de vasijas de barro, la guaca falsa de Leocadio para tumbar incautos. Se palpó los bolsillos del pantalón en busca de los anillos y cadenas que alcanzó a guardar y supo que eso era todo. Ojalá en los de Muñeco haya mucho más, pensó.

—¿Y?

—La cagamos, Muñeco —le respondió, y esgrimió la sonrisa que había estado ensayando.

—Quitate.

Muñeco sacudió a Marco con un empujón y, de rodillas, sacó a manotadas y tiró al piso las imitaciones precolombinas, buscando un fondo falso que escondiera el tesoro prometido.

No habría vida nueva, se lamentó Marco. Haló a Muñeco del hombro cuando sintió el calor del fuego que empezaba a consumir el negocio. Giró a su alrededor a ver si quedaba algo que valiera la pena y entonces lo vio, corriendo entre el humo. Marco levantó el brazo, cerró el ojo derecho, cargó y apuntó a un tipo flaco y despeinado que huía con lo que le pareció era un gramófono.