La tropa rapiña

Por PASCUAL GAVIRIA
Ilustración de Thomas Choneto

Se reúnen en esquinas, grupos de diez o quince, con sus teléfonos como única herramienta. Se comparten rutas, clientes, videos porno, fotos de accidentes y los memes del momento. Sus puntos de encuentro siempre tienen algo de corral, un poco de mugre y ruido: colillas, paquetes de mecato, manchas de aceite son los restos del tedio y el revoloteo, sus dos obligaciones diurnas. Sus motos parqueadas sin ninguna lógica parecen un reguero de taller. Se han convertido en una necesidad, una tropa señalada e indispensable. La ciudad debe comer, seguir aunque sea la ruta de la supervivencia. Las puertas se han cerrado para evitar los contagios pero el alcohol, los antojos, la comida, las medicinas, las drogas deben seguir circulando: los apetitos no se truncan con los llamados a la responsabilidad y las barreras oficiales.

Durante seis meses patrullaron las calles casi en absoluta soledad. Los semáforos titilaban por inercia y las señales de tránsito perdieron su sentido. La milicia domiciliaria iba y venía entre pitidos que hacían de saludos y señales, una clave morse que construyeron para sus cruces. Cuando las calles comenzaron a abrirse y la gente volvió a salir a cuentagotas, el gremio se había convertido en una colección de pandillas. No iban a devolver las licencias ni los privilegios logrados. Habían sostenido el inmenso toldo de la ciudad y aportado las víctimas del primer brote que dejó algunos de sus familiares muertos. Las cuentas a ojo hablaban de ocho mil domiciliarios agrupados en tres grandes marcas. Comenzaron retando a los guardas de tránsito, a otros motociclistas, a los aborrecibles carros que habían vuelto. Luego desafiaron a los policías con sus alardes de acrobacia.

Los desplantes de los domiciliarios fueron creciendo poco a poco. Paraban en las tiendas a tomar gaseosa gratis con los mismos métodos de confianza de la policía, llegaban a tanquear en combos de diez y doce y “pedían” la ñapa por el volumen de la compra y por “pronto pago”, marcaban algunas zonas como exclusivas para el parqueo de sus motos con letreros a mano con algún chiste flojo: “Solo Harlistas de cajón”. Celebraban sus gracias y las grababan con sus teléfonos. Sus provocaciones rodaban en las redes. Luego comenzaron a cambiar sus teléfonos cascados por los de algunos de ciudadanos que trotaban, montaban en bicicleta o volvían de los mercados.

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Las orejas de los puentes son ahora fortalezas de desarrapados y bodegas de negociación. Adentro, en los cambuches, alumbran los televisores con la energía robada a los postes de luz. Jaurías de siete u ocho perros celan en las noches y duermen en el día bajo los mangos y los guayabos que dan sombra a las orillas de las autopistas. Las motos van y vienen y algunos carros paran unos minutos mientras transan las gangas del día: teléfonos, joyas, mercados menores, botellas variadas, repuestos… Las tropas del domicilio surten y manejan esas bodegas al aire libre que son ahora las prenderías más cotizadas de la ciudad.

Los periódicos se alertaron cuando se supo de los primeros atracos con gasolina. Los domiciliarios llegaban en grupos a pequeñas tiendas y amenazaban con sus botellas y sus olorosos galones plásticos. Su rastro se adivinaba a cuadras. Los Bomberos, fue el bautizo con doble definición: la literal de los dispensadores de gasolina y la cínica de los que apagan el incendio con gasolina. La noticia apareció entre llamas en un diario que se distingue por su portada amarilla y roja: “Ataque de Los Bomberos. Llegaron por mercado y dejaron un quemado”. Las declaraciones de algunos voceros de la Tropa Rapiña, como los bautizó otro medio, pedían no meterlos a todos entre los ladrones: “La mayoría de nosotros saludamos, entregamos y cobramos. No somos ladrones. Unos pocos están dedicados al atraco y otros se hacen pasar por repartidores”.

El virus bajó, la movilidad creció y los atracos de la tropa se hicieron cada vez más comunes. La desconfianza de los “desconfinados” frente a los domiciliarios se convirtió en un nuevo ingrediente al igual que los insultos mutuos, los escupitajos y hasta las motos quemadas. Los “accidentes causados”, según el lenguaje cortés de la policía, crecieron semana a semana. La gente les tira el carro a los domiciliarios por temor o venganza. Caen las motos, se rompen las cajas y los habitantes de calle recogen su pedido. “Hacía años no chuliaba hamburguesa, figuró hasta Coca-Cola, gracias a mi dios y a esa Toyota blanca”, dice un desarrapado en uno de los noticieros locales.

Con el regreso de la gente a las calles los domiciliarios ahora son renegados en sus motos. Se cambian sus letreros de parqueaderos exclusivos por la prohibición. Restaurantes, bares, tiendas y vecinos hablan fuerte y claro: “Para recogida de domicilio deben llegar sin cascos y con identificación”. Los muertos de la Tropa Rapiña también han comenzado a aparecer en las portadas. Además de los policías patrulla La Guardia. A la salida de un restaurante chino adonde llegaron a robar con fierro los acribillaron desde una moto: “Se iban a robar la plata y dos cajas y les hicieron el cajón”, titula el diario rojo y amarillo.

La alcaldía ha expedido un decreto en el que exige la geolocalización de los domiciliarios para seguimiento en línea además del registro de cada uno con la placa de su moto. Policías y domiciliarios son otra vez mayoría en las calles. Un nuevo brote ha exigido una nueva cuarentena y los repartidores son de nuevo un medio vital para la vida virtual. Llega el tiempo de los toques de queda, hay una especie de tregua en la desconfianza y la rabia ciudadana contra los recaderos, se pagan las propinas con resignación para ganar un poco de tiempo y se despide con recelo pero sin antipatía. La necesidad les pone otra cara a los ladrones que ahora cambian sus cascos y andan a otro ritmo. Cuando les devuelven la ciudad recobran su trabajo corriente y vuelven las risas a sus corrillos. Hacen sus vueltas sin testigos.

Pero cuando las calles se ocupan de nuevo los correveidiles convierten sus cajones en bodegas, se dedican a mover fierros, trastear drogas, “decomisar” mercancías y algunas diligencias más complejas. Entonces manejan con el tufo que dejan unos tragos para ganar arrojo, truecan sus motos, apagan las luces cuando toca y les pagan a algunos taxistas para que hagan inteligencia o les sirvan de escoltas. Es normal ver “patrullajes” de seis motos con un taxi detrás. De nuevo, en los tiempos de calle, son vistos como amenaza y según la hora, el miedo y la rabia, los conductores los esquivan o les tiran el carro. Cuando aparecen con parrillero la gente se agrupa en las aceras o se refugia en los negocios. Pasan y se ríen: “Tranquilos, matar el mensajero no aleja las malas noticias”.

Los decretos han ido creciendo en señalamientos y prohibiciones: primero las reseñas y los seguimientos satelitales, luego la prohibición del parrillero, la restricción al parqueo colectivo, pico y placa para tener menos repartidores que vigilar, restricciones para entregas después de las diez de la noche. Pero la Tropa Rapiña maneja por los caños, se evade por las aceras, tiene talleres y parqueaderos propios, trabaja con barrenderos, habitantes de calle, carretilleros, taxistas y los policías que siempre quieren la comida caliente. Cada vez que la gente vuelve a la calle encuentra un holding mejor establecido.


“La sociedad tiene que dejar esa especie de bipolaridad. Los malhechores no pueden ser serviciales mensajeros un día y peligrosos ladrones al día siguiente. Es necesario comenzar a restringir su circulación y señalar sus actividades. Cada vez son una mafia más peligrosa. Por eso hasta en los momentos más duros de la pandemia autorizaremos a los ciudadanos para recoger sus pedidos en farmacias, licoreras, restaurantes y supermercados. También queremos que en las unidades los vecinos puedan servir de domiciliarios por un día. Acumular pedidos y recoger encargos propios y ajenos para reducir riesgos y circulación. Estamos confinados pero no nos podemos dejar acorralar”. El alcalde lo dijo y la gente lo acogió con risa nerviosa, con algo de burla y algo de rencor contra esos “camellos” tan cafres. Era un llamado a descontinuarlos, a restringir esa careta legal que servía para sobrevivir en los confinamientos.

Pero unos días después estaban secuestrando perros en los parques. Los afortunados que tenían perro o que paseaban los ajenos para respirar un poco eran abordados por los “veterinarios”: “Venga se lo llevamos a pasear un rato, el perrito está cansado de caminar”. Algunos de los cajones ahora tenían huecos y los secuestradores se mostraban por redes como pet friendly. Le decían al dueño o paseador que hiciera dos pedidos diarios y en alguno de esos le daban la instrucción para entregar la plata y recoger “la presa”. Entonces recibían su pizza hawaiana, sus perras sin cebolla, sus batidos de frutos rojos y en cualquier momento tenían el santo y las señas. Entregaban su millón o sus dos millones y en una hora les tiraban el dato de donde estaba amarrado el chandoso. “Entregamos perros tibios”, ponían en los mensajes para tranquilidad de los clientes.

Por redes sociales surgió el movimiento #LaVigiliaVigila. La ciudad se cerró durante dos semanas para combatir la circulación de la Tropa Rapiña. El virus iba cediendo pero era necesario guardarse para asfixiar esa mutación que ya mostraba quince mil domiciliarios en una ciudad con más de setecientas mil motos. La idea era un sacrificio para comer en casa y lograr que esos malditos se murieran de hambre o se mataran entre ellos en las calles vacías y sin pedidos. La línea de la policía y aplicaciones privadas ofrecían acompañamiento. Los domiciliarios desesperaban, bebían y hasta cocinaban en parques, en los cerros, en los fortines creados en las orejas de los puentes. No había trabajo y comenzaron las batidas policiales y las exigencias de confinamiento: “En vista de que el trabajo de los agentes domiciliarios se ha visto reducido al mínimo se prohíbe su circulación en las ciudad y solo el 5 % de ellos podrán estar en la calle para atención exclusiva de farmacias”. El decreto se ejecutaba y se cumplía a medias. La ciudad aguantaba la respiración para ahogar a “los bichos”.

La tropa comenzó a tomarse los dos principales cerros de la ciudad para protegerse de la policía. Ahora había cambuches y ranchos aceptables en el Cerro Bandera y el Cerro El Violador, según los apodos surgidos en medio de la ocupación. La carpa negra de un camión de estaca robado ondeaba en el Cerro Bandera, y en El Violador el teatro al aire libre hacía de campamento de refugiados con camarotes, sala de juegos y caspete de fiesta. Los tropeles no faltaban en El Pueblito, capital del Cerro Bandera, y el teatro de operaciones, vanguardia de El Violador.

Tres policías heridos, un domiciliario muerto y diez heridos fueron el saldo del primer enfrentamiento en los bajos de los cerros. Buena parte de quienes trabajaban para la Tropa Rapiña comenzaron a frecuentar los enclaves, a levantar sus propios cambuches y el lío iba creciendo. Los rumores hablaban de robo y reventa de vacunas. Los carros de los duros hacían fila en los bajos de los morros, había comenzado el drive in para la vacunación de la mamita, la cucha, una tía resabiada y otra población vulnerable. “Los ricos no son los únicos que tienen la Corona…”, era el dicho que se recogía en la zona.

Las carrozas fúnebres apagaron todos los ruidos durante dos semanas. La ciudad pasaba el pico más fuerte de la pandemia. Las muertes se multiplicaron, la gente se guardó sin pelear con los decretos y la Tropa agachó la cabeza y acompañó el duelo. En últimas los muertos estaban en todas partes. La ciudad se sentía quieta por primera vez en meses. Callada, sin los temores de los robos y la violencia, sin ánimos de venganza ni miedos: la prensa, las redes, las conversaciones en las tiendas todas en tono bajo. Se le dejó todo al virus. Los tranquilos días del duelo fueron descritos por la prensa tétrica: “En los parqueaderos la estopa lustra las carrozas. Las funerarias cercan tres clínicas y las salas de velación están al aire libre, en las chazas, al lado de los coches con termos. El equipo de duelo, azafatas dicen los taxistas, toma gaseosas en las esquinas. Los choferes oyen los peores vallenatos del domingo y el perro del garaje duerme debajo de un carro fúnebre marcado con una placa honorífica: Clásico y antiguo. En las puertas de las casas se repite el cartel fúnebre y los duelos de solo cenizas…”.

Cuando la curva de muertes volvió al promedio la calle retomó los pleitos. El cansancio alentaba a la gente y aletargaba a los policías. Grupos de ciclistas comenzaron rutas de desobediencia en las noches, el lote iba bebiendo por los barrios en relativo silencio, los estudiantes bebían contra las rejas de las universidades cerradas y los futbolistas de ocasión jugaban picaos hasta que sonaba el silbato de los tombos. La calle demostró ser el más indispensable de los vicios. Y los cerros estaban cada vez más movidos. El teatro en El Violador empezó con las canciones de algunos venezolanos entonados con alcohol de manos. Se animaba en las noches con la fanaticada de los compatriotas y los conciertos de fin de semana fueron cogiendo otros aires y otros humos. Todos los artistas llegaban con micrófono y parlante, ese “lorito” era la lonchera. Se sumaban los mariachis aburridos de cuidar los instrumentos y tocar en las porterías levantando los sombreros a los balcones. Tenían buen aparataje de sonido y una banda amplificada. Eran los capos del espectáculo. Se movían busetas escolares. Al tiempo llegaron raperos de todas las calañas, los peores solistas del encierro, una docena de vallenateros que lograban armar cinco conjuntos, el reguetón de bus, de semáforo, de bar barato, de discoteca, de matrimonio caliente… Hasta llegar a las figuras medianas. Detrás del público vinieron los vendedores de Bon Ice y Vive 100, las crispetas, la michelada a 2500, los chuzos con la parrilla en el coche de bebé, el coche de beber con guaro y mango. Los confinamientos comenzaron a descoserse por ese teatro en el barranco inofensivo de un cerro al norte del Valle. Lo que había comenzado como un campamento de renegados se transformó en efervescencia, un llamado a la manada, un desvare y una sedición de quienes buscaban algo de trabajo y fiesta, y de los muchos que no tenían nada que perder. La Tropa Rapiña se convirtió en una improvisada productora de espectáculos. Por esa vía el control se fue haciendo imposible, cuando el “aforo” marcó quinientas personas entre espectadores, vendedores, curiosos atraídos por el rebusque y jíbaros en busca de armar plante, la “cuarentena estricta” se hizo imposible. Los decretos y el control se estaban descosiendo con alcohol, música barata, desespero juvenil y la curiosidad de los recién llegados con tapabocas estampado.

En el Cerro Bandera también montaron escenario improvisado y las programaciones de fin de semana rotaban vía WhatsApp. Los conciertos en el Bandera fueron desde el principio mejor sonados y mejor habitados. Algunos productores se sumaron y la policía patrullaba y cobraba. Se bebía mejor y no era tan duro como el parche del Violador. Los señalamientos y la presión comenzaron a bajar con la llegada de un público más “acomodado”. Los trapos rojos del hambre se cambiaron por trapos verdes en las tiendas vecinas a los cerros. Era la manera de decir que abrían sin importar las precauciones oficiales: “La ola verde se riega por las calles”, fue el titular del diario serio de la ciudad. El diario popular lo dijo de manera distinta: “Semáforo en verde”, y abajo la foto de un plástico verde gigante que servía como carpa en una tienda al pie de la quebrada La Iguaná.

Los locales alrededor de los conciertos estaban de nuevo conectados y las casas cercanas ahora eran almorzaderos, revuelterías, quioscos de hielo, garajes como hornos de pizzas. La ciudad creciente giraba alrededor de los cerros. Los duros de la Tropa Rapiña sostenían la caña en su fortín.

Algo de música y desorden había logrado abrir la ciudad. Ahora muchos agradecían el arrojo de la Tropa Rapiña. Sin que nadie lo imaginara su poder había logrado contradecir a los epidemiólogos. El gran concierto empezó desde el mediodía con los clásicos que habían creado la escena que ya cumplía un poco más de tres meses. La policía había decidido cuidar el evento. La administración entregaba tapabocas al ingreso y se reunieron más de ocho mil personas. El primer gran evento luego de año y medio era organizado por esos malevos indispensables. “Entregamos alegría”, decían las boletas. El show cerró con un mano a mano entre los dos mariachis más grandes de la ciudad. Uno tenía un Raphael bien templado para cerrar su tanda y el otro se adornaba con Rocío Durcal. La última de la noche marcó la llegada de otro tiempo luego de año y medio de encierros y combates. La pareja de “impostores” cantó Volver, volver con el coro de todo el teatro. La calle y el tumulto estaban de regreso. Al día siguiente el diario amarillo y rojo tituló con la letra más grande que tenían: “Triunfó la revolución mexicana”.