Archivo restaurado
Universo Centro 016
Septiembre 2010
Por PASCUAL GAVIRIA
Los locutores de las emisoras de pueblo se esfuerzan por hacer visibles los desastres de pájaros y bandidos. Han tomado su curso de anatomía siguiendo los machetes y otros filos menores. Por momentos acuden a las citas bíblicas, luego recogen unas palabras del infierno y al final solo pueden implorar. Saben que sus relatos resultan macabros e insuficientes. En las ciudades los recién llegados cuentan sus experiencias, describen los cuerpos, intentan mostrarlo todo con muecas y señas, se pasan la mano por el cuello, abren la boca, tuercen los ojos.
La más reciente novela de Tomás González, Abraham entre bandidos, tiene mucho de un diario de secuestrados en la década del cincuenta, cuando los bandoleros “degollaban, decapitaban, mutilaban y dejaban al final una escena de horror tal que su renombre se extendía por valles y cañadas, como niebla oscura”.
A mí, que hace algo más de una década estuve caminando por las montañas de Angostura, Campamento y Anorí bajo la custodia de una escuadra entre infantil y tenebrosa, la novela me recordó mucho de esas marchas. El silencio de las caminatas nocturnas: diez personas entre custodiados y custodios poniendo sus pasos uno sobre otro durante cinco horas sin pronunciar palabra, con la resignación de los caballos que clavan la nariz en la grupa del vecino de marcha y caminan sin sobresaltos. Me recordó también a los niños guardianes, con un trato entre avergonzado y respetuoso, más cercano al de un hijo de mayordomo que al del posible verdugo. Incluso una de las delicias culinarias del cautiverio apareció en los almuerzos de novela en las montañas del eje cafetero. Creí que la “cancharina”, una masa de harina de trigo y panela, una especie de torta de chócolo de gama baja, era exclusividad de la guerrilla en el norte antioqueño; pero el libro deja claro que ha sido alimento de las escuadras de combate durante más de sesenta años. Abraham y su compañero de infortunio dicen odiar esas “hojuelas”. En cambio mi compañero de caminadas y yo las apreciábamos como una muestra del delicatessen de la cocina de monte.
Pero este pequeño texto sobre los poderes evocadores de una novela no está escrito para dar luces a mi memoria de secuestrado sino para presentar una colección de fotos espeluznantes. Y para ver cómo entre nosotros las historias de violencia son originales gracias a la memoria de los lectores, al bagaje de experiencias cruentas que acumulamos casi sin notarlo.
Para un amigo la novela despertó memorias algo más palpables. A medida que leía iba recordando las historias que su hermana le contó sobre sus tiempos de recién casada en Belmira. “Nadie que no lo haya vivido puede imaginarse lo que es pasar por eso. Uno mirando un montón de gente vuelta un desastre, esperando que el próximo bulto desnaturalizado vaya a tener la camisa de Abraham, las medias, los zapatos. Ay, Dios, ¿qué es esto?, pensaba yo cuando pasaba de un horror al otro. Había ancianos, había niños. Había una muchacha con una herida de machete en el cuello, de ojos negros grandes que debieron ser muy brillantes y conservaban el mucho maquillaje que había usado. Te digo… No entiende uno, uno no entiende. ¡Tanta…! ¿Para qué hacen…? ¡Dios, Dios!”.
Las palabras de Susana, la esposa de Abraham, el protagonista, se le parecieron tanto a las historias de su hermana que mi amigo decidió enviarle un ejemplar del libro de Tomás González. Para que oyera esos cuentos sabidos y vividos en una voz más elocuente que la del locutor de pueblo. La hermana respondió con los agradecimientos de rigor y una frase desconcertante: “Ahh, yo tengo unas fotos de todo eso”. A los pocos días llegó a la casa de mi amigo un paquete con treinta fotos bien guardadas en una bolsita de Coltejer, “el primer nombre en textiles”. Se nota que las fotos se han guardado como una especie de tesoro terrible. Un tabú para el fondo de los cajones que no es posible botar ni exhibir ni siquiera mirar muy seguido. Sus bordes están intactos, no tienen marcas de dedos, no están blanqueadas por la luz. Guardan una extraña cualidad secreta, un aire recóndito y tenebroso, como si fueran una inscripción recién descubierta.
Las fotos fueron tomadas por un agente de comercio que recorría los departamentos del viejo Caldas y Tolima. Según cuenta la hermana de mi amigo eran cinco agentes que caminaban con su aire de oficinistas vendiendo telas, chécheres de cocina, radios de pilas y quién sabe qué otras novedades. Ahora uno puede imaginarlos como testigos destinados a contar en las ciudades las historias de sangre traídas de los pueblos. Entregaban su menaje de primicias mercantiles y volvían con una carga de muertos que era obligatorio describir. Para el observador desprevenido una muerte impone siempre un relato.
Pero uno de los agentes de comercio no se contentaba con la simple cháchara. Según las palabras de la hermana de mi amigo el hombre “era muy bueno para recoger heridos y fotografiar muertos”. Las correrías le despertaron un alma de enfermero y detective forense que seguro terminó perjudicando al comerciante. Las fotos que tomó ese hombre, no sabemos si conmovido o inconmovible, son las que se pueden ver en estas páginas. Fotos que borran las palabras de las historias de La Violencia —esa que se ganó las mayúsculas hace cincuenta años— y nos dejan el espanto, los puntos suspensivos, las muecas, los ojos cerrados y el reflejo de una expresión aprendida: ¡ay, Dios!
Las fotos fueron tomadas cerca de Armero algunos años antes del tiempo en el que transcurre la novela. Y es necesario hacer el recuento de memorias que despertó un comentario sobre una lectura compartida. Abraham entre bandidos ha desenterrado las fotos de un agente de comercio con recorridos por Tolima y Caldas en la década del cuarenta, ha sacado a flote los recuerdos turbios de una joven recién casada y recién trasteada a las montañas de Belmira y Liborina en la década del cincuenta, ha obligado al repaso más reciente de un cautivo de estancia corta en la década del noventa en las trochas y los trapiches de Angostura, Campamento y Anorí.
Las coplas de los pájaros en las páginas de la novela pueden servir para el escalofrío final. Ahora se entiende por qué necesitaban pasar toda esa sangre con una larga provisión de botellas de aguardiente.
“…Van a subir los muchachos para darles la lección, hacerlos penar un rato y llevarles el cajón.
(Aplausos).
Les van a hacer la visita pa’darles aguapanela y llevarles camisitas con el corte de franela”.
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