Un cardenal emisario del Vaticano llegó a Medellín a finales de octubre de 1925. Un edicto emitido desde Roma ordenaba la finalización inmediata de la fiesta del 31 de octubre (o día de los niños) por su vinculación directa con el satanismo. Este esfuerzo intentaba barrer todo rastro de iniquidad desde México hasta la Patagonia (porque Dios siempre ha bendecido a América del Norte).
A un padre de la Veracruz, emocionado por tan alta eminencia en la ciudad, ocurriósele la fantástica idea de regalarle al sacro visitante un legajo de fotos de cada una de las familias que conformaban la comunidad de la parroquia. De esta manera el padre le garantizaría a Roma que el diablo en Medellín no estaba o, por lo menos, que no era un feligrés de la Veracruz. Para garantizar la santidad del evento (y aprovechando la intención del visitante) el padre restringió la asistencia a la sesión de fotos a familias con hijos ya catequizados. El aviso, colgado en entrada de la iglesia, decía: “Solo son admitidas familias con hijos donde todos sus miembros sepan de memoria el Padre Nuestro”.
Don Eulogio Valdés y su mujer leyeron con desazón el aviso parroquial. Ambos eran muy fervorosos, muy religiosos, muy acaudalados y sin ningún hijo hasta el momento. ¡La oportunidad de ser bendecidos por el santo papa se les escapaba por falta de otra bendición! La señora Valdés, mucho más torturada que su esposo por la situación, encontró una solución genial al predicamento. Compró un loro en la Minorista y le enseñó, con un esfuerzo sobrehumano e implacable, todo el padrenuestro, el rosario y el breviario en cuestión de una semana.
El 31 de octubre llegaron los Valdés con su versado hijo: Euloro Valdés. El padre, renuente y receloso, les dejó claro a la entrada que solo les permitiría asistir a la liturgia, pero que foto no habría ni para ellos ni para el loro. Una vez iniciada la misa, el loro mostró sus dotes de teólogo y empezó a recitar y a interrumpir al padre. Este, temiendo la indignación del cardenal, empezó a levantar la voz para ahogar la del loro. Pero su voz fue la que se apagó casi por completo cuando, en medio de la consagración, sintió que el cuerpo de Cristo se le escapaba de las manos y se deshacía en el pico del loro. Cuando se incorporó, no pudo más que palidecer cuando escuchó al pájaro exhortar a los feligreses a que se prosternaran ante “el cordero que quita el pecado del mundo”.
Lejos de estar iracundo, el cardenal celebró la erudición del loro en temas litúrgicos como un milagro. Permitió que don Eulogio, su esposa y San Euloro también participaran de las fotos que serían bendecidas por el papa.