Los amigos de El Siglo
por MARIA ISABEL NARANJO
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Número 147 Diciembre de 2025
Y el muerto, el increíble…
Su realidad está bajo las flores diferentes de él,
y su mortal hospitalidad nos dará
un recuerdo más para el tiempo,
y la noche que de la mayor congoja
nos libra:
la prolijidad de lo real.
Jorge Luis Borges
El martes 28 de octubre a las nueve de la noche El Espectador anunció la noticia en la sección judicial: “Murió el periodista Fabio Castillo, el reportero que enfrentó a la mafia del narcotráfico”. Un amigo la leyó, pensó en mí y me la envió. Tras él, comenzaron a llegarme mensajes como si hubiera muerto un familiar y no el periodista con el que hablé hace diez años y del que poco se sabía en los últimos tiempos, entrado el siglo XXI, hasta la publicación de la entrevista Reportero sin rostro, publicada en Universo Centro en abril de 2014.
En la editorial del 29 de octubre, “Fabio Castillo, una voz que definió a El Espectador”, el diario iniciaba con la imagen de un joven prodigio de la sección de judiciales que llegó al periódico en 1979 con un Simón Bolívar recién ganado en El Siglo; el reportero que acompañó a Guillermo Cano en las denuncias contra el Grupo Grancolombiano; el periodista que encontró, junto a Luis de Castro, en un archivo y sin computadores, la prueba de que Pablo Escobar sí tenía antecedentes por narcotráfico, un facsímil que fue publicado en la edición del 25 de agosto de 1983.
En el obituario de Las2Orillas, “La partida del padre de los jinetes de la coca”, firmado por su excompañero de El Siglo, Jorge González, apareció un Fabio más joven, con veintitantos años, entrando a la redacción de “La Capuchina” gritando: “¡Tengo la de abrir!”: las cuartillas hechas a máquina que salían a la “velocidad del rayo”, a pesar de que las digitaba solo con dos dedos; las discusiones con Álvaro Gómez Hurtado para titular las chivas; y algo en lo que González insistirá más tarde, en un café con sus amigos: Fabio no fue famoso, fue prestigioso.
La nota de Cuestión Pública que vino después, “Adiós al reportero”, añadió la discreción con la que atravesó la última etapa de su vida, en la que rara vez hablaba de sí mismo y prefería que lo recordaran como “el biógrafo de una pésima historia” y no como su protagonista.
Fabio fue, como recuerda Alberto Donadio, uno de los pocos periodistas colombianos capaces de “seguir la ruta del dinero” y desmontar sistemas completos, no solo casos aislados. No era casual que Tina Rosenberg lo hubiera llamado en el New York Times “el Bob Woodward de Colombia”: su método, casi forense, tocó las fibras profundas del poder económico y político.
Pero ¿quién era Fabio Castillo? ¿Cómo era la persona que había detrás del personaje? Ese fue el misterio que nunca quiso revelarme, así que viajé a Bogotá a su entierro para conocer, a través de sus allegados, al hombre detrás del mito periodístico: el que tomaba trago y cuidaba a sus amigos; el mujeriego; el que se volvió huraño después del exilio; el que, al final de sus días, madrugaba todos los domingos a rezar en la iglesia del Divino Niño con su madre.
La historia empieza donde empiezan casi todas las historias de Fabio: en una conversación de periodistas.
La sala, ubicada sobre la carrera once, cerca del barrio El Nogal, es pequeña y permanecerá, hasta las nueve de la noche, iluminada de blanco. Un marco en el medio separa a los vivos del ataúd sellado, y afuera todos se comportan como si estuvieran en el corredor de una vieja redacción y no en una funeraria.
Alguien dice, medio en chiste:
—Pues yo lo que veo es una convención de periodistas.
Yo pensé lo mismo. Me lo indican los nombres que leo sobre las seis coronas de rosas, lirios, margaritas, anturios rojos, rosas blancas. El mensaje de un bonsái con una tarjeta de sus amigos, Abogados Asociados: “Ha sido un honor compartir contigo parte del camino”. La cinta azul con el nombre del Círculo de Periodistas.
A un costado, apoyada sobre un caballete, está la fotografía ampliada de Fabio en la redacción de El Espectador cuando ganó su segundo premio Simón Bolívar. Su hermana Consuelo —la menor— la mandó a imprimir ante la imposibilidad de ver su cuerpo, pues, aunque lo encontraron impecable, bien vestido y con los zapatos puestos, su cuerpo estuvo tendido varios días sobre su cama nueva antes de que lo hallaran muerto, en su casa del barrio Palermo.
Es viernes 31 de octubre y sus antiguos amigos y colegas han llegado en grupos de dos, tres y cuatro desde las nueve de la mañana. A esta hora, cuatro de la tarde, en el libro de visitas han firmado veintiocho personas.
—Fidel Cano vino en la mañana —me dijeron.
Otros nombres que aparecen en el cuaderno son los de Eduardo Carrillo, Manuel Monsalve, Rodrigo Barrera, Ignacio Gómez, Gustavo Monje, Carlos Junca, Juana Pachón, Gonzalo Silva, Claudia Báez, Julián Martínez, Héctor Sarasti, Vladoo y unos cuantos más que están presentes y que hacen parte de distintos círculos de su vida.
Algunos se saludan por el apellido. Se ponen al día. Comentan quiénes de esa época de El Siglo y El Espectador han venido; cuáles se pasaron a La República, a Caracol, a RCN; quiénes ya se jubilaron. Yo apenas alcanzo a seguir la línea de tiempo en mi mente mientras los escucho, hasta que alguno dice:
—Oiga, pero es que sí era mujeriego —y se ríe.
—Encantador con las mujeres.
—Y le gustaba el traguito.
—Pero un buen amigo. Fabio era capaz de dejar tirado un problema suyo si un colega necesitaba algo.
—¿Y cuándo fue la última vez que supieron algo de él? —les pregunto.
De pronto tratan de reconstruir las fechas de su muerte:
—¿Miércoles 22?
—No, él publicó el 22 en Facebook.
Escribió:
“El magistrado ejemplar y el gran colombiano inmolado en el #PalacioDeJusticia”, y acompañó la frase con un enlace de Caracol Radio a la entrevista en la que su hijo advertía: “No manipularán más el legado del magistrado Manuel Gaona Cruz”.
—Hace una semana escribió que el Cartel de Cali había matado al hijo de Leonidas Trujillo.
—Guillén lo llamó el 23 y no le contestó.
—Nacho lo llamó el sábado para preguntarle una vaina del Palacio y no le contestó.
—Entonces… ¿cuándo fue?
Fabio era una especie de enciclopedia viviente de la que se nutrían sus amigos, y hablan como si él estuviera sentado entre ellos. Sacan sus celulares para verificar lo que dicen, pero ninguno está seguro. Será luego su hermano Álvaro quien me dirá que a Fabio no lo veían desde el viernes 24 de octubre.
Álvaro es el cuarto de los seis hermanos Castillo, y es tan parecido a él que algunos nos quedamos pasmados al verlo ahí parado. ¿No será un espanto? Como si fuera un libreto familiar, repiten gestos, tienen el mismo tono de voz, narran igual las historias y se ríen de los mismos chistes. Sin embargo, este doble más joven, de pelo blanco, cambió la ingeniería de sistemas por una vida tranquila, y se fue hace veintiséis años a vender helados al pueblito de Chinchiná, me dice cuando salimos de la sala a caminar.
Fue él quien me aclaró la fecha de la muerte:
—El sábado ya empezamos a tratar de ubicarlo y el lunes 27 ya se prendió la alerta roja porque no era normal su silencio en las redes. Puede que por alguna razón se perdiera de nosotros, pero en las redes siempre se mantenía vigente.
Mientras tanto, continúa la conversación:
—La muerte fue natural.
—Es que si no hubiera sido una muerte natural, no lo podrían cremar.
—No lo pueden cremar cuando es muerte violenta.
—¿Nuestro Chómpiras seguirá en Medicina Legal?
—No, ya se pensionó.
—Uy, sí, hace a ratos. Chómpiras —aclara alguno dirigiéndose a mí— es otro periodista de muchas épocas de cubrir judiciales.
—El que no se pensionó fue Fabio.
Esta pequeña convención es el retrato de la generación de Fabio: periodistas que se salvaron de milagro haciendo su oficio; que nunca se acostumbraron al escritorio; y algunos de ellos están entrando a la vejez sin una pensión. Entre ellos cruzan nombres, fechas, notas judiciales, masacres, atentados, aventuras que casi les cuestan la vida, con el único objetivo de conseguir los archivos que demostrarían algún entuerto o chanchullo.
Es el caso de Ignacio Gómez, de Noticias Uno. Nacho, como le dicen todos, y Fabio se conocieron desde chiquitos, pero entre los dos había una diferencia de por lo menos diez años. Vivían en la misma cuadra porque sus mamás, Aura y Aide, eran comadres y crecieron juntos entre las tertulias y fiestas que el papá, Juan Castillo, jefe de prensa de la Presidencia, daba a sus amigos. Incluso hay informes de El Espectador hechos a cuatro manos, codo a codo entre ellos dos hasta que en diciembre de 1987 Fabio tuvo que exiliarse. En adelante todas las investigaciones quedaron en manos de su amigo fiel y discípulo.
—Les voy a contar una historia para que hagan una crónica de lo que pasó cuando pusieron la bomba en el Edificio Mónaco —dice Nacho a un pequeño grupo que ha salido a fumar.
***
Todo empezó una madrugada de 1988. En ese entonces Nacho vivía en la tercera con 23, en un conjunto que quedaba frente a una escultura de Galaor Carbonell que parecían heces monumentales y que los vecinos habían bautizado “los coprológicos”.
—Yo me estaba bañando cuando fue la explosión del Mónaco. A las seis y diez me llama Fernando Cano: “Hermano, ¿usted se puede ir a Medellín?”. Y yo: “Ya estoy en el aeropuerto”.
Con el pelo todavía húmedo se montó a la carrera en una buseta hacia el terminal. Alcanzó el vuelo y a media mañana ya estaba en Medellín, donde las cámaras grababan las ruinas de la explosión. A las 9:30 el alcalde William Jaramillo salió a dar su declaración.
Nacho levantó la mano:
—Oiga, ¿cómo así que estalla una bomba en Medellín y a los dos minutos la radio está diciendo que fue en la casa de Pablo Escobar? Si Pablo Escobar era el más buscado del mundo, ¿por qué no lo estaban buscando en su casa?
Y el man se emputó.
Oficialmente esa pregunta quedó flotando, y ellos se fueron al hotel a mandar la noticia por Tandy, un computador que convertía textos en sonidos para enviarlos por teléfono.
Cuando llegaron a almorzar, el recepcionista anunció:
—Don Ignacio, hay un sobre para usted.
Era de la Alcaldía de Medellín.
Adentro venía una factura del impuesto predial. En el encabezado: el nombre de Pablo Emilio Escobar Gaviria y el de Victoria Eugenia Henao de Escobar, como propietarios. En la mesa, con el corresponsal José Guillermo Herrera y el fotógrafo Mario Artehurtúa, hicieron una ecuación elemental de la reportería:
—La madre, hijueputa —dijo alguno—, es imposible que Pablo Escobar tenga una sola casa en Medellín.
Si había una factura, había un número de cuenta. Si había cuenta, había registro de todos los predios. Nacho bajó al centro, se compró una maleta de mensajero “toda vuelta mierda” y se disfrazó con camisa de colores chillones, como mensajero del cartel. Ensayaron el hablado paisa nea. Ese año estrenaban La Alpujarra, el nuevo centro de servicios administrativos. Con el corazón latiendo veloz y las manos sudando frío hizo fila como cualquier contribuyente y cuando le tocó el turno, se inclinó hacia la ventanilla, con la respiración ya controlada, y le dijo a la recepcionista:
—Mire, que el patrón me mandó por un estado de cuenta de esto —y le mostró la factura.
Ella tecleó el número y se quedó callada.
—Ah, le sale gratis, porque ustedes nunca han pedido esto y todos tienen derecho a uno por año.
Las impresoras de matriz de punto comenzaron a escupir hojas y hojas de esas que tenían líneas verdes y amarillas y huecos a los lados. Nacho veía salir metros de esa tira y hasta la muchacha se asustó.
—Me miró con pánico, pero resolvió también tranquilizarse. Y, al cabo de cinco minutos eternos, me entregó un cartapacio: “Aquí está, tome”.
Él metió el paquete al maletín sin mirarlo. A las doce tenía vuelo. En el aeropuerto no se atrevía ni a abrirlo. Solo en el aire, volando a Bogotá, empezó a pasar las páginas: 167 inmuebles a nombre de Escobar, solo en Medellín. Casas de lujo, lotes, fincas, casas de vivienda social —incluyendo en la que lo matarían años más tarde—, hasta tugurios.
—Y eso se redactó tal cual: esa fue la nota.
Un año y medio después vendría la bomba contra El Espectador con doscientos kilos de explosivos plásticos. Para entonces, a Nacho ya le llegaban, cada miércoles y cada domingo, sobres anónimos a “los coprológicos”: fotocopias de un dibujo de sapo metidas dentro del periódico. El 19 de octubre de ese año Nacho salió del país. En el aeropuerto, al otro lado del mundo, lo esperaba Fabio, ya exiliado.
—Fabio me recibió en ese exilio —dice Nacho—. Como a tantos.
A su casa en Madrid llegaron Fernando Cano, Juan Guillermo Cano, el fiscal del caso Lara (apodado El Ronco) y Roberto Lobelo, que fue sacado en un carro blindado por la DEA. Fabio llamaba a ese pequeño círculo “el sindicato”, que no era otra cosa que una red de periodistas exiliados.
***
Son las siete de la noche y, en la Sala 3 Presidencial de la Funeraria Capillas de la Fe, solo quedan los amigos Gonzalo Silva y Rodrigo Barrera conversando con el resto de la familia: Consuelo, que habla en voz baja con dos primas; Álvaro, que está al lado del ataúd, medio sonriendo; y Aura, la madre, que ya se está despidiendo.
—¿Puedes creer que tiene 91 años? —me dice Claudia, una de las cofundadoras de Cuestión Pública, que subió conmigo para decirle adiós a su maestro.
Ninguno lo hubiera adivinado: alta y respingada, de piel blanca, sin una arruga, más animada que cualquiera de los que todavía estábamos en la sala. Hija única y, por lo mismo, la consentida. Su lozanía, según ella, se debe a que cuando era una niña su madre la bañaba en cremas de cordero y le aplicaba mascarillas de lomo asado en la piel.
Cuando me acerqué a saludarla e hice el gesto de un abrazo, sonrió con cortesía, pero se mantuvo lejos.
—Es que tengo un problema muy feo: cuando yo abrazo, me doy cuenta de lo que el otro piensa. Entonces prefiero no hacerlo.
Unos días después, por teléfono, desconfiada todavía pero con muchas ganas de hablar, me contará que la comida favorita de Fabio era la cola sudada y el entero, un plato que se hace con costilla de res y una gallina criolla con plátano verde, yuca, papa y cilantro. Pero, debido a su estado de salud, hacía dos años llevaba una estricta dieta vegetariana.
Que nunca la perdonará que hubiera dicho siempre que ella lo había echado a los quince años de la casa, cuando en realidad había sido el papá, y solo después de que se metiera con una mujer. La afrenta familiar era imperdonable: él era el hijo mayor —el segundo de los seis— y debía darles ejemplo a sus hermanos. Desde entonces su relación era… complicada.
Cuando Fabio empezó a enfermarse, la llamó para preguntarle qué hacía ella para mejorar cuando estaba indispuesta:
—Le dije que se tomara un remedio muy antiguo, el candil, ¿lo conoce? Cocinas un vaso de leche en un jarrón, le bates un huevo y le echas azúcar, y cuando hierve, te tomas eso.
Fue Aura quien cuidó a su hijo cuando lo operaron de la próstata —dos veces—, y luego, durante la diálisis. Fue ella quien lo sacó de la Clínica Palermo cuando su salud empeoró. Fue ella quien le ajustó la plata para comprar una cama más cómoda, para que se recuperara en su casa. Y fue también quien estuvo al tanto de la demanda contra El Espectador.
—Después de haber trabajado para ellos once años sin que le pagaran la salud, los demandó. A los seis meses le dieron una plata que puso en un CDT, y cada tres meses sacaba lo que le dejaban los intereses.
En 1987, cuando había pasado un mes del exilio, Avianca le mandó dos pasajes para que visitara a su hijo en España. Aura se llevó a Consuelo, que era veinticinco años menor que su hermano, y un sobre con las primeras regalías de Los jinetes de la cocaína. Allá se encontraron en el pueblito de una amiga (de Fabio) y luego viajaron juntos por París y Madrid.
—De eso tengo muy buenos recuerdos, porque me dio gusto en todo; pero eso fue antes de que se volviera malagente, porque de México llegó muy cambiado.
Aunque la diferencia de edad hacía que Fabio fuera para Consuelo una imagen borrosa de hace cuarenta años, lo recordó así cuando le pregunté por ese detalle unas semanas después del entierro:
—Él era muy familiar.
—¿Y después del exilio?
—No, nosotros seguimos como igual, pero Fabio se volvió una persona muy diferente.
—¿Diferente en qué sentido?
—Llegó como una persona muy alejada. Yo lo sentía antipático… a veces un poco raro.
—¿Qué tipo de cosas hacía?
—Por ejemplo, mi mami hacía pollo y él decía: “Ay, eso es horrible, qué pereza ese pollo”.
—¿Y te dijo algo que recuerdes?
—Él siempre decía unas cosas que yo no entendía.
—¿Y en sus últimos años seguía así?
—A mí me sorprendió que al final terminara yendo tanto al 20 de Julio…, a la Iglesia del Divino Niño. Madrugaba todos los domingos para ir allá con mi mamá. Decía que se sentía en paz.
Fabio salió del país en una década en la que asesinaron a 33 periodistas por razones que se repetían en todos los expedientes: “Muerto por sicario. Investigaba narcotráfico”. “Investigaba corrupción”. “Se sospecha de la Policía”. “Ligaba a funcionarios con el negocio de la droga”. Él, que pudo salvarse porque pasó la mitad de su vida escondido, usando identidades falsas —como Manuel Carrera— en México, Madrid y Londres, terminó muriendo en Bogotá de manera natural, un destino estadísticamente improbable para alguien que arriesgó todo lo suyo por contar la verdad.
Un Mercedes azul oscuro de placas BBP-852 lleva, en diagonal, una cinta con letras doradas que dicen “Héctor Fabio Castillo Ulloa”. El carro ocupa un tramo del andén, justo a un lado de la parroquia del Divino Salvador. Adentro de la iglesia hay unas treinta personas. En la primera fila reconozco a sus primas, a sus tías Yeyita y Marina, a su hermana Consuelo y a un hombre de unos cuarenta años que no había visto antes y que sostiene a Aura de un brazo. Por su parecido —piel morena, nariz afilada— deduzco que debe ser uno de sus dos hijos, Fabio Andrés o Juan Diego.
Cuando el sacerdote nombra a “nuestro hermano Héctor Fabio”, pide por él como alguien que trabajó “por la verdad, por la justicia y por la paz”, y tranquiliza a su familia diciendo que por fin “ha visto a Dios cara a cara”. Luego invita a las personas que quieran decir algunas palabras antes de su entierro.
De una de las sillas se levanta Gonzalo Silva, periodista jubilado que mantiene una columna en El Espectador llamada Notas al Vuelo. Se acerca en tono solemne al atril, saca un papel de su chaleco gris y comienza a leer unas palabras que Consuelo le pidió en el velorio que leyera:
—Fabio no fue solo un gran investigador: fue un ser humano generoso, leal, sencillo, atento, un lector voraz, un hombre informado y de humor fino. En la intimidad era cálido, respetuoso, escuchaba con interés genuino; conversaba con claridad y afecto.
Y luego continúa:
—Ya en tiempos recientes, Fabio se dedicó a un proyecto personal en internet. A través de su canal digital actualizó investigaciones, abrió espacio a nuevos periodistas y comentó casos de interés nacional…
En El Diario Alternativo, Fabio puso al frente a Jaime Córdoba Triviño, exmagistrado y exdefensor del pueblo, y a su lado a un pequeño grupo de colaboradores como el argentino José Vales —que escribió las memorias de las torturas del Cono Sur—; el periodista científico Hiroshi Takahashi, que vive en México; y sus amigos Marta Díaz, Parmenio Cuéllar, María Isabel Flores y Constanza Vieira.
Fabio quería que ese diario fuera un refugio para periodistas censurados en sus propios medios, un lugar donde, como le dijo a Alberto Donadio en una de sus últimas entrevistas, “los temas no vuelvan a quedar inéditos”.
—Durante cuarenta y cinco años nos comunicamos casi a diario —continúa—. Compartimos experiencias, inquietudes, alegrías y silencios. Nunca hubo distancia. Hoy despedimos a Cato, como muchos lo llamábamos, en nombre de sus amigos, colegas y de los colombianos que, gracias a su trabajo, pudieron conocer verdades que no debían seguir ocultas. Su legado nos antecede. Su nombre queda inscrito en la historia del periodismo colombiano como un referente de lo que significa investigar con dignidad.
El cura concluye el ritual, rocía agua bendita sobre el féretro. Entonces, cuatro caballeros se levantan acompasados y se ubican a los lados del ataúd para cargarlo hasta el carro fúnebre.
—¿Lo llevan a alguna parte? —les pregunto.
—Ya de aquí salen con él en Expreso a Girardot.
El lugar en donde creman a los muertos.
De regreso a la capilla, Aura observa la escena desde la reja de hierro. Todos conversan animados, compartiendo anécdotas y abrazos, mientras ella permanece absorta, mirando el carro que conducirá hacia el destino final a su hijo. El nieto, que no se ha apartado de su lado, se encuentra sosteniéndola del brazo y repite su mismo gesto.
Juan Diego tenía tres años cuando dejó de ver su papá, así que cuando regresó del exilio lo quiso solo para él. Primero le habló de su vida, de lo que había pasado en esos diez años que estuvieron lejos, y de cuánto lo había extrañado. A su mamá le reclamó que no le hubiera contado que su papá tenía tantos problemas, y a su papá lo enfrentó y le dijo que esperaba otra cosa de la vida.
—Y fue cuando mi papá me dijo: ¿y a usted quién le dijo que la vida es justa? —una respuesta que aún hoy le sigue dando vueltas en la cabeza, me confesará por teléfono cuando le pregunte por la relación que tuvo con él.
Mientras tanto, la convención de periodistas se dispersa. Algunos no se veían desde hacía más de veinte años; intercambian tarjetas, se ríen, me invitan:
—¿Vamos a tomar café?
Camino hacia donde está Aura para despedirme antes de irme con ellos, y su mirada me recuerda ese “poder” que tiene de mantenerse lejos; sin embargo, tras observarme un momento, es ella quien me hace señas con sus manos para que me acerque y me toma del brazo.
Quiere decirme algo porque le doy buena espina.
—Usted no me va a creer… —susurra en mi oído—. Cuando vi a Fabio en el ataúd, abrió los ojos y me dijo: “Mami, la muerte es fríaaa”. Y luego me dijo que estuviera tranquila. Que ahí me quedaba Juan Diego.
En Flodys Flow, a dos cuadras de la parroquia del Divino Salvador, tres reporteros veteranos de El Siglo —Eduardo, Manuel y Jorge— hablan por encima del ruido del molino de café. Son tres de los cuatro caballeros que cargaron el ataúd de Fabio. Sobre la mesa hay seis tazas vacías y el mesero toma nuevos pedidos. La primera ronda la invitó Gonzalo, que acaba de irse; y ahora es la segunda, que pagará Rodrigo. Hoy, los que tienen sueldo invitan. Y no hay afán. La conversación avanza en espiral mientras los tintos llegan.
—¿Ustedes se pusieron de acuerdo para hacerlo? —les pregunto por la coreografía que vi antes en la parroquia.
—Imposible porque no nos veíamos hace veinticinco años, bajita la cuenta.
—Solo sentimos que debíamos hacerlo.
—¿Y de dónde conocen a Fabio?
—Él fue nuestro maestro cuando trabajábamos en El Siglo, antes de que don Guillermo se lo llevara —responde Manuel Monsalve.
Manolo, como le dicen quienes lo conocen, tiene 74 años y cubrió toda su vida las fuentes de orden público. Es dulce, habla con diminutivos y siempre está pendiente de que no se acabe el café de las tazas. Recuerda que cada día anotaba lo más importante en una libreta y al final del año la usaban para los resúmenes del periódico El Siglo. Luego, cuando lo echaron, pasó a RCN, donde trabajó nueve años en radio.
—Oiga, pero volviendo sobre la cotización de Fabio… ¿por qué será que no le alcanzó? —pregunta él.
—Es que fueron varios años en los que le tocó esconderse, estar afuera, ir de un lado a otro.
—Entonces le quedó un vacío muy grande para cumplir con las semanas.
—Y ya después no se integró formalmente en ningún medio.
—Y ese Fabio que sí era un verraco. Y su estilo de periodismo está desapareciendo.
—Ahora estamos en manos de influenciadores, de chinos que no tienen fuentes.
—Es que uno antes tenía las fuentes.
—Ahora la fuente es esta —dice Jorge Enrique González, levantando el celular para mostrar su chat a todos.
Jorge tiene sesenta y seis años, ha sido profesor de deontología periodística en al menos siete universidades, incluyendo Los Andes. Es el más dandi y cachaco de los tres. Conoció a Fabio a los dieciocho años, cuando entró de correveidile de los reporteros más grandes de El Siglo. Hoy es columnista de Las2Orillas, y coautor de los libros ¿Quién se llevó el dinero de InterBolsa? (2013); Los Watergates latinos (2006); La censura del fuego (2004) —sobre periodistas asesinados—; y Diomedes, el cacique y la difunta (1999). También ha escrito dos libros propios y ejerce ocasionalmente como ghostwriter. Esposo. Papá de cuatro hijos. Abuelo de nueve nietos y un bisnieto.
—Nosotros, los de radio, éramos ocho o quince periodistas.
—Un solo teléfono.
—Había que pelearse por el teléfono.
—Eran teléfonos vivos.
—Los pelados… ahorita… le comen cuento solo a Google.
—No verifican, no confirman, no contradicen, no dudan de nada.
—No tienen fuentes.
—La reportería era la sal del oficio —afirma Eduardo Carrillo.
Eduardo siempre lleva unas gafas negras de aviador que disimulan las lágrimas de su ojo derecho, donde le falta el conducto de Jones. Conoce como pocos el funcionamiento de las brigadas, los operativos y la jerarquía castrense. Fue el reportero estrella de las fuentes militares en los años ochenta y aún las sigue cubriendo. Sobrevivió al secuestro de los periodistas César Vallejo y Ricardo González —que ya murieron— y Jhon Jairo Alzate, ocurrido en la inspección de Puerto Solano, Caquetá, a manos de un frente del M-19 comandado por Jairo Capera Díaz. El secuestro ocurrió mientras cubrían el aterrizaje del Curtiss C-46 de Aeropesca, que había sido desviado para transportar armas. Los periodistas estuvieron primero en manos del Eme y luego de los militares que llegaron en busca de las armas. Eduardo logró salir con vida gracias a un mensaje escondido en una cajetilla de Marlboro que uno de los soldados que los vigilaba llevó hasta Florencia. Cuando la noticia salió al aire por RCN —Manuel fue quien la leyó—, el escándalo obligó al gobierno de Turbay Ayala a ordenar la operación de rescate.
Las tazas se llenan por tercera vez de un tinto amargo luego de un gesto de Manuel y, tras una breve pausa, es él quien continúa:
—Fabio me enseñó una cosa: “Manuel, usted que cubre el orden público, tenga en su cajón un par de botas, un pantalón y una camisetica”. Es que uno no sabía cuándo tenía que salir corriendo.
—En esa época no había oficinas de prensa.
—No había.
—Y cuando había, uno no las usaba.
—Es que las oficinas de prensa no son para los reporteros.
—El reportero tiene sus propias fuentes.
—Bueno, muchachos —anuncia Jorge levantando su taza e invitando a los demás—, brindemos así sea con café por el regalo más grande que nos dio Fabio: volvernos a reunir.
El entierro de Fabio marca el fin de una época, pienso mientras brindamos por él —¡Salud!—. Un tipo de periodismo, una forma de entender el país, un método para buscar lo oculto, una ética del oficio, una obstinación que nació en medio de la guerra —la que él y sus amigos cubrieron— y que ahora muere en silencio, convertida en mercancía serial o en materia prima de anécdotas de jubilados.
***
La tarde avanzará entre tazas de café que luego serán comida santandereana y cervezas que acompañarán las conversaciones de reporteros nostálgicos en el desayunadero El Cañón de Chicamocha: una escena que me recuerda que, al final, lo único que nos queda es la hospitalidad del muerto… a pesar del frío.