Bombardeos preventivos

EDITORIAL

Número 147 Diciembre de 2025

En abril de 1988 el alcalde de Nueva York, Edward Koch, habló de la posibilidad de bombardear a Medellín, una ciudad que apenas recordaba el nombre. Koch estaba en su tercer mandato como alcalde, un cargo al que había llegado por primera vez en 1977 con un lema poco original: “Ley y orden”. A pesar de ese rígido llamado, el alcalde no representaba un personaje severo y disciplinado, por el contrario era lenguaraz y desafiante, una mezcla entre actor cómico y protagonista de película de acción. La revista Time lo definía con una comparación callejera: “Si Nueva York es un taxi, Ed Koch es su conductor: de mal genio, beligerante, dogmático, hablador, protector, franco y, posiblemente, loco. Por lo general, acelera y, a veces, conduce por la acera. Sus enemigos, según él, son estúpidos”.

Las palabras de Koch sobre el bombardeo a Medellín sonaron como un insulto en una ciudad que ya se había acostumbrado a los bombazos: “Si ustedes nos solicitan que les prestemos personal militar para bombardear a los narcotraficantes de la droga, yo estaría dispuesto a decir que sí. Si ustedes nos piden que les enviemos tanques de guerra para invadir a esa ciudad, ¿cómo es que se llama…? Medellín, yo diría también que sí”. Vale anotar que un año antes de sus declaraciones, Koch había sufrido un derrame cerebral. En todo caso la prensa nacional recogió las palabras del alcalde de Nueva York y llovieron los titulares, las caricaturas y la sátira. Los comentaristas hablaban con sorna de los portaaviones a las puertas de Turbo. Todo hacía parte de un pequeño sainete en medio del auge del Cartel de Medellín.

Ahora, el treinta por ciento de la flota naval norteamericana, incluido el portaaviones USS Gerald R. Ford, el más grande del mundo, está mirando a las costas venezolanas. De modo que la pantomima de hace casi cuarenta años es realidad hoy, y el presidente Donald Trump bien cabría en las definiciones caricaturescas que se hacían de Edward Koch. El contralmirante Paul Lanzilotta, comandante del Grupo de Ataque del Portaaviones 12, mostró los dientes hace unos días: “Nuestra fuerza complementará las capacidades existentes para proteger la seguridad y prosperidad de nuestra nación frente al narcoterrorismo en el Hemisferio Occidental”. Trump considera que la exportación de cocaína es un ataque directo a Estados Unidos y una amenaza a la sociedad, y por tanto tiene la legitimidad para responder con sus fuerzas armadas, lo que él mismo ha llamado su Departamento de Guerra. A comienzos de noviembre una proposición de los demócratas para limitar la capacidad de acción del ejecutivo sobre territorio venezolano fracasó en el Senado. Lo que abre las puertas a una decisión personal del presidente para lanzar un ataque sin el visto bueno del Congreso.

Los bombardeos de advertencia o intimidación ya han dejado 87 personas muertas en el Caribe y en el Pacífico. Trump dice haber oído recientemente que Colombia exporta cocaína, “lo leí en algún lado”, dijo. Esa primicia hace que ahora contemple la posibilidad de un ataque al país: “Colombia tiene fábricas de cocaína, donde hacen la cocaína. ¿Derribaría esas fábricas? Estaría orgulloso de hacerlo, personalmente”, dijo Trump hace una semana.

Las expectativas por la caída del régimen de Nicolás Maduro han hecho que mucha gente en Colombia, candidatos presidenciales, senadores, expresidentes y comentaristas políticos, haya apoyado sin rodeos una intervención gringa en Venezuela: “No estaría mal que le dieran un empujoncito a Maduro”, parecen decir. “Si no se va por las buenas tendrá que ser por las malas”, comentan otros e invocan los abusos innegables de la tiranía en la que se convirtió el proyecto chavista. Para algunos, Trump puede ejercer, como mal necesario, de guardián de la democracia en América Latina. Un autócrata salvando la democracia es una paradoja cargada de cinismo. Trump ha puesto a tambalear la democracia norteamericana con su agresión a las universidades y la libertad de cátedra, con sus ataques a la libertad de expresión y sus amenazas y vetos a la prensa, con sus desafíos a las cortes y las autoridades estatales. Así y todo muchos creen que puede salvar a Venezuela y proteger de sí misma a América Latina. El mismo presidente que impuso sanciones al juez de la Corte Suprema que lideró el proceso que terminó con la condena de Jair Bolsonaro. Hace unos días el Departamento del Tesoro levantó esas sanciones. Esa es otra de las características del estilo Trump, una amenaza, un pequeño golpe, una intimidación y luego volvemos a barajar. Amedrentar es la palabra que define su gobierno. El mismo presidente que se metió de manera directa en las elecciones de Honduras diciendo que si no ganaba el candidato de su preferencia el país dejaría de recibir ayuda desde el norte: “Si Tito Asfura gana (…) lo apoyaremos firmemente. Si no gana, Estados Unidos no malgastará su dinero”, escribió Trump en Truth Social.

Los partidarios de una embestida de Trump para cambiar el régimen de Caracas han terminado mirando con cuidado. Parecía que Colombia era simple espectadora en ese pleito desigual y disfrutaban los temblores de Maduro. Pero Trump decidió mirar hacia Colombia: “Va a tener graves problemas si no entra en razón […] Más le vale que entre en razón o será el siguiente. Espero que esté escuchando. Va a ser el siguiente”, dijo Trump refiriéndose a Petro. Y siguió, si el presidente no cierra las “fábricas de cocaína Estados Unidos las cerrará por él, y no será de manera amable”. Al día de hoy no se puede descartar que Estados Unidos decida alguna acción sobre Venezuela y como pequeño escarmiento deje caer unas bombas sobre, digamos, Guaviare. Si no le importa matar en el mar por qué habrían de preocuparle unos cuantos muertos en la selva.

Gustavo Petro ha sido poco estratégico y hasta torpe en su trato con Estados Unidos, ha puesto en riesgo a Colombia por sus devaneos de líder mundial. Cosas muy distintas han hecho presidentes de la región de su mismo signo ideológico, Lula, Sheinbaum, Boric. Pero en los riesgos de una intervención directa de Estados Unidos, en la ilegalidad de los bombardeos, en lo inaceptable de las amenazas ha sido sin duda una voz valiente y razonable. Una intervención en Venezuela abre las puertas a una tutela perversa por parte de Donald Trump sobre América Latina. El chantaje económico o militar sobre nuestras decisiones judiciales o políticas nos lleva a los peores momentos de los ochenta (recordar El Salvador, Honduras, Panamá, Granada) y convierte el folclor de Edward Koch en un escenario posible.

Alentar a un bocón bien armado es bastante peligroso, su orgullo puede obligarlo a hacer cumplir sus amenazas, a mostrar su fuerza para no quedar como un simple fanfarrón. Y alentarlo contra un vecino no es algo inocente y pragmático, sino temerario. Es muy probable que el arrogante bravucón decida que su control debe extenderse y siempre encontrará razones para justificarse. Igual pasa cuando se justifica la violencia privada para salvaguardar la seguridad, en cualquier momento los matones amplían sus objetivos y apuntan contra sus viejos patrocinadores. Y no queda más que acudir a una vieja sentencia: “No se queje cuando lo cuelguen”.