Presentación
Las cosas mueren. Sobre todo las más pequeñas, las más anónimas. Esas cuya existencia mínima, sin noticias para el exterior, prefigura la muerte. No ser nadie y no haber existido se parecen.
Pero haber vivido es irrevocable. Aún si el tiempo o los hombres se empeñan en borrar lo que ha sido.
Rescato historias que a nadie más interesan. En eso me parezco a la muerte que no deja de seguirle los pasos a la vida.
El autor
Cuentos
Noches en vela
Como el viejo no quería hablar, se contentó apenas con un gesto, que podía significar un osco reclamo o un saludo. El que, desde el amanecer velaba, agitó la cola vivazmente, y acercándose al lecho del anciano, le lamió la cara con afecto, mientras este, tratando de no sonreír, lo acariciaba y lo puteaba con cariño.
—Eres un mal perro, un mal perro —decía.
Hacía tiempo que aquel hombre no podía levantarse, por lo que, en las noches, amarraba al perro que se revolvía largamente, hasta que lograba soltarse la cuerda que le ceñía el cuello. Durante los primeros días un súbito presentimiento despertaba al viejo en medio de la madrugada, y con manos inseguras palpaba la tiniebla del suelo hasta que daba con la cuerda, y comprendía, en medio de la confusión, que el perro había desaparecido. A partir de ese momento no volvía a dormir y, en cambio, dejaba que terribles premoniciones lo sacudieran hasta el momento en que, con los primeros anuncios del alba, descubría la vaga sombra del animal entre las carretas y el suelo empedrado de la plaza.
A esa hora la gente en todos los pueblos del sur de Italia todavía dormía.
El perro era pequeño y delgado. Como todos los animales de su edad, era despierto, negligente y alegre.
Nadie sabía de dónde había llegado el viejo que dormía al pie de la portada del ayuntamiento. Él mismo le restaba importancia, pero recordaba cómo había llegado el animal a su vida. Lo encontró después de escucharlo gemir durante toda la madrugada al otro extremo de la plaza, mientras llovía. Tres lámparas alumbraban débilmente ese costado del pueblo. Alguien había arrojado un cachorro a la basura. Harto de los gemidos se arrastró, entre maldiciones y juramentos, desde su lecho precario, y lo encontró afuera de la bolsa, orinando en el suelo sin levantar la pata. Estaba flaco como un místico, pero contento. Lo llamó Giotto, como el pintor.
En los alrededores se decía que estaban matando a los perros, pero ignoraban el motivo. El alcalde insistía en que se trataba de rumores. Pero cada semana las mujeres del campo venían al mercado con la noticia de escalofriantes hallazgos de perros envenenados.
Justo por esa época fue cuando Giotto aprendió a soltarse de la cuerda y el viejo a sufrir por culpa de su imaginación.
Al primero de los perros lo habían encontrado a las afueras del pueblo. Algún tiempo después, un campesino al que apodaban Melo descubrió que alguien había robado el cable de cobre que llevaba electricidad a su casa y que el perro de la familia estaba muerto. Así dedujeron que estaban matando a los animales para que no delataran a los ladrones de alambres.
El viejo tullido, a quien llamaban Barolo, era corpulento. Tenía una abundante barba gris y pocos dientes. Sobrevivía de la caridad de los vecinos y de los pequeños encargos que le hacía la gente, casi siempre dándole cosas a cuidar. Así que también los ladrones llegaron donde él y le fueron trayendo lo robado para que lo escondiera y lo entregara a los compradores de la ciudad. Barolo recibía la mercancía con grandes muestras de gratitud, como si se tratara de limosnas, y la hacía desaparecer rápidamente debajo de su tarima. Con las liras de más que lograba arañar a los clientes, el viejo podía alimentar al perro y comprar un poco de licor para el frío.
Cuando los ladrones elegían una casa, la merodeaban durante un par de días, tratando de entender la rutina de sus habitantes. A menudo se movían por parejas, pero era un grupo de diez. Si, por desgracia, había un perro, lo mataban para que no alertase a los ocupantes o a los vecinos de su presencia. Lo envenenaban en la noche y lo remataban en la madrugada, si era el caso, con lo que tuvieran a mano. Después, comenzaban su labor. Con rápida destreza arrancaban el cableado eléctrico, que iba del poste a la casa, y lo metían todo en sacos. La operación no tardaba más de unos minutos. Al otro día, fingiendo que llevaban las compras, se acercaban al viejo Barolo, y le dejaban el cobre. Más tarde pasaban a recoger el dinero que había recibido, y que era considerable desde que el mineral escaseaba en la capital.
En la madrugada del segundo mes de las matanzas, un ruido desapacible despertó al viejo. Todavía legañoso, sobresaltado por el susto, vio bajar por la calle principal que daba a la plaza una bola de fuego que daba gemidos lastimeros. Pensó que era un fantasma. Después comprendió, sobrecogido, que era un perro al que alguien le había rociado combustible, seguramente para amedrentar a algún vecino difícil. Palpó en la tiniebla y encontró a Giotto amarrado de la cuerda. Por primera vez el viejo Barolo tuvo miedo de lo que hacía y decidió regalar el perro.
En la casa a donde había ido a parar Giotto vivían una viuda y dos niños, a quienes les gustaba jugar con el animal y dormir con él en las noches. Si el perro iba a la cocina, sabían que tenía hambre y le servían. Si se ponía en asecho, sabían que quería jugar y correteaban con él por toda la casa. Si rascaba la puerta de la calle, sabían que sentía ganas de orinar y alguno de los niños lo sacaba. Pero una noche lo sacó la madre y el animal huyó detrás de un gato que se escondía tras la verja de una factoría.
Cuando se sintió solo, Giotto decidió explorar el pueblo. Pasó por la iglesia principal, por el cuartel de policía y por el barrio que al llamaban de Los Alfareros.
A esa hora los ladrones estaban robando una casa en ese lugar. Eran dos. Uno de ellos, escondido en una esquina, cuidaba de que nadie los viera. El otro intentaba alcanzar el balcón del segundo piso.
El primero que vio a Giotto husmeando cerca fue el que estaba colgado del balcón. Tenía un pie en la barandilla, mientras el otro colgaba en el vacío. Trató de no hacer ruido. Por señas, alertó al cómplice que, al no comprender, salió inquisitivo del escondite. Asustado, el perro comenzó a ladrar. En la casa se encendió una luz. El que colgaba del balcón se lanzó como pudo a la calle y. mientras trataba de levantarse, se escucharon varios disparos de un arma. El que estaba escondido huyó por las calles empedradas que llevaban hacia las afueras del pueblo, seguido de cerca por el perro, que desistió de su persecución al encontrar un gato en su camino.
Después de una hora, y agotado por la carrera, el ladrón volvió lentamente al pueblo. La torre de la iglesia se veía oscura contra el cielo. Pasó por la casa que habían intentado robar y vio el cuerpo del otro tirado en el suelo, rodeado de vecinos. Cuando pasó junto a un guardia, su semblante se descompuso, pero continuó su camino.
Así, llegó a la plaza donde encontró al viejo Barolo dormido. Se cercioró de que nadie lo veía y apuñaló repetidamente al viejo, por encima de las mantas, y huyó de nuevo.
En la mañana, cuando las primeras luces herrumbraban apenas los perfiles de las cosas y la niebla cedía al impulso de la luz, Giotto apareció olisqueando por la calle principal que llevaba a la plaza. Se demoró todavía husmeando entre la basura y los árboles, sin buscar nada preciso. Se plantó delante del viejo Barolo, a esperar a que le diera alguna señal para acercarse, pero no ocurrió.
Noticias del mar
Para Laura Osorio
Cuando Antonio gastó el dinero que había obtenido por la venta de su motocicleta, publicó varios avisos en el periódico en los que se ofrecía como instructor. Tardó muchos días en recibir una oferta. La casa a la que fue era pequeña, de principios de siglo. Lucía descuidada, un poco fantasmal. Tenía dos pisos y, atrás, un jardín amplio, encerrado por pinos, en donde ladraba el perro más solitario del mundo. Adentro vivían dos inquilinos. Una anciana de noventa y tantos años y su hijo, de setenta y cinco, que había sufrido un episodio de apoplejía y se hallaba reducido a una silla de ruedas.
La anciana había esperado morir de tristeza en una residencia de ancianos, cuando el hijo le dijo que ya no podía encargarse de ella, porque partía para Milán. Se llamaba Lucrecia. Reconoció que las razones de Giorgio eran poderosas, pero había esperado más de él. Tenía para sí que cincuenta años de amor incondicional bastarían para que reconsiderara el nombramiento o para que pidiera una prórroga al menos. Pero no ocurrió así. Herida, pero sin demostrarlo, partió hacia el hogar de ancianos. Todavía planchaba, cocinaba y revisaba los textos académicos de Giorgio, cuando llegó la noticia.
Enérgica y cálida, la antigua profesora de enseñanza media no había tenido el valor de pedirle a su hijo que la regresara a casa cuando este volvió de la capital cinco años más tarde. Por eso cuando después de veinte años se enteró de que Giorgio había enfermado, pidió que la enviaran a casa. Y, en su alegría, confundía la felicidad de salir del asilo y el deseo largamente aplazado de ser útil de nuevo.
Tenía noventa y cuatro años cuando decidió cuidar de nuevo a su hijo.
Cuando entró a la casa, Antonio se sintió abochornado de ver a la anciana llevando los oficios del hogar y cuidando a un viejo que se resistía a una bondad que lo infantilizaba. Lucrecia lo cubría de abrazos, le hablaba en el tono de un niño e ignoraba la ironía con que Giorgio le contestaba. Pero, a la vez que le molestaba, la actitud de Lucrecia conmovía profundamente al joven profesor, porque trataba de proteger al hijo con su vejez, como una cerca desportillada que protege un jardín derruido de los niños que diariamente lo visitan. “Proteger”, recordaba el muchacho, era una palabra latina que significaba cubrir, ponerse delante de algo, para recibir el impacto. ¿Delante de qué se ponía Lucrecia? De la muerte que amenazaba, constantemente, al hijo.
La casa lucía desordenada, pero se notaba que la antigua profesora se esforzaba por limpiarla y que su vista era la responsable del estado de la vivienda.
Si se la miraba bien, se podía ver un brillo distinguido en los ojos de Lucrecia. Todavía podía resultar atractiva cuando se maquillaba para salir a la tienda. A veces cantaba con una vocecilla fea y temblorosa en la que brillaba, sin embargo, algo del hermoso esplendor pasado. El muchacho la oía con embeleso, porque así también se asomaba para él la belleza en los seres: como una luz que se iba debilitando o una película de agua que se iba secando sobre una roca. Era como si en su paso diario por el mundo, los objetos le dijeran quiénes habían sido. Esa forma en que era intimado diariamente no la compartió con nadie. Se reservaba para sí el milagro y el deterioro de las cosas.
Decidió quedarse con los ancianos.
Lo que comenzó como un trabajo de algunas horas a la semana, se convirtió con el tiempo en un oficio que le ocupaba gran parte del día. Sensible como era, Antonio se sentía incapaz de dejar a la anciana con las labores de la casa, pero como quería respetar la decisión de ayudar al hijo, no se ofrecía a hacer los trabajos en su lugar, sino que se mostraba dispuesto a aprender o colaborar, y no insistía si veía que ella prefería hacerlo sola. Empezó a barrer, a trapear, incluso a cocinar para la pareja de ancianos.
El arreglo de la casa no revestía problemas. Lo que más esfuerzo exigía era el cuidado de Giorgio, cuyo temperamento cambiante iba aparejado con el deterioro de su condición física. El anciano estaba paralizado de un lado del cuerpo. Hablaba entrecortado, costaba entenderlo, y había perdido parcialmente la vista en un ojo. También escuchaba con dificultad. Durante su juventud se había dedicado a la música, pero le había perdido cariño porque la asimilaba a la precisión y a la monotonía de las matemáticas. La poca libertad que tenía en la interpretación y la repetición al infinito de las mismas piezas, le habían separado de ella para siempre. Era trompetista. Todavía escuchaba música, pero sin convicción. Raras veces, cuando el cansancio o la melancolía le hacían su presa, podía acceder a ese orden en que la música trae recuerdos o alivia.
Cuando dejó de tocar, se hizo funcionario en las escuelas. A medida que escalaba en la jerarquía había ido desaprendiendo el gusto por la vida. A Milán había partido con la firme intención de matarse, pero le faltó valor. Por un tiempo se refugió en los brazos de una empleada de la cafetería del Ministerio de Educación, pero cuando llegó el cambio de gobierno perdió el puesto y debió regresar al pueblo. Al llegar la edad de la jubilación, intentó enseñar música de nuevo, pero la pasión se había extinguido para siempre.
Luego, llegó la apoplejía.
Conservaba, sin embargo, una afición que Antonio descubrió mientras limpiaba. Supo que había dado con algo importante porque el anciano se lo quedó mirando con una expresión de nostalgia: un telégrafo inalámbrico.
En una época en la que el uso del teléfono estaba extendido en la clase media, Giorgio era un telegrafista aficionado. Cuando volvía de sus largos días de oficina, se encerraba en su estudio. Encendía el aparato y comenzaba a enviar y a recibir mensajes de otros telegrafistas, anónimos como él, que se negaban a jubilar sus aparatos. Como era hábil descifrando los sonidos de los impulsos, podía transcribirlos directamente en el papel. Tenía varios cuadernos de anotaciones. Casi siempre de conversaciones anodinas. A veces, alguien se tornaba confesional y Giorgio no hacía ningún esfuerzo por atemperarlo. Lo dejaba hablar. Pero lo que más le gustaba era entrar en contacto con los telegrafistas de los barcos, esos hombres que venían de la soledad, que la surcaban de extremo a extremo, siendo ellos los únicos que estaban dispuestos a hablar durante horas de las maravillas que había en el mar y en las costas. El aburrido inspector de educación había soñado en ese aparato más que muchos hombres juntos, y nadie podía sospecharlo siquiera.
Antonio lavaba, planchaba, cocinaba, sacaba a pasear al perro, al que cada vez le tenía más cariño, atendía a las historias que Lucrecia le contaba y, en las noches, se quedaba hasta tarde para hablar con los telegrafistas del mar. Así conoció de naufragios, de luces perdidas en el mar. Oyó hablar del faro más solitario del mundo y de su encargado, un viejo sirio que hablaba todos los idiomas de la Tierra y conocía todas las culturas. Su apellido era Ciro. Así pasaron más años.
Lucrecia se acercaba a los cien, pero seguía tan lúcida y activa como siempre. Giorgio había sufrido otro ataque y su minusvalía había avanzado todavía más. Le cansaba el ruido, odiaba despertarse con vida, le molestaba la presencia del muchacho, aunque le consideraba un amigo. Ya eran pocas las horas que pasaba junto al telégrafo. Pero le había pedido que le llevara los cuadernos donde anotaba. Decía que la voz humana era una cosa preciosa, porque dejaba testimonio del paso de un ser único por el mundo. No quiso que Antonio lo llevara al mar. Decía que era la última nostalgia que le quedaba y que quería partir con ella. En su vocabulario se habían instalado las palabras del final.
La casa seguía su lento deterioro. Había tardes en que Antonio veía a los dos viejos sumergidos en la luz crepuscular, como en una gota de ámbar, existiendo cada uno póstumamente y por su lado. Lucrecia en el piano o entonando cancioncillas, con voz cada vez más callada. Y al hombre huraño de la silla, durmiendo o repasando antiguos libros de texto donde encontraba datos que ya había olvidado. A veces, Antonio se sentía tan cansado que buscaba excusas para no ir, pero cuando regresaba y veía los estragos que había hecho Lucrecia en la cocina y lo sucio que estaba Giorgio, se arrepentía y volvía a su rutina.
Un día Giorgio despertó sobre las seis de la mañana. Había un silencio nítido en el mundo y fue eso lo que lo despertó tan temprano. El perro agitó la cola en sus pies. Como pudo se incorporó en la cama y con ayuda del bastón se acomodó en la silla. Llegó difícilmente al cuarto de su madre. La vio tranquila, ausente de sí misma y comprendió que había muerto mientras dormía. No quiso llorarla. Puso su mano entre las suyas y aceptó con satisfacción que también había llegado su hora.
No le fue difícil desprenderse de la vida, a la que estaba atado por un cordón demasiado fino que sostenía la anciana. Fue al telégrafo, anotó en un papel el mensaje que Antonio debía transmitir cuando lo encontrara. Escuchó el saludo de uno de los marinos. Escuchó el nacimiento del sol en altamar. Sirvió la comida del perro y algo que nunca hacía, le dejó comer las sobras de la noche anterior. Acarició la cabeza fijándose en la nobleza de la mirada. Después volvió a su habitación. Sabía que le sería imposible colgar una cuerda. Tomó el frasco de las pastillas, vació un puñado en la mano y se las llevó a la boca. Se durmió de nuevo.
Cuando Antonio llegó más tarde, los encontró a los dos muertos en sus camas. Había aprendido en sus libros de historia que los budistas recitaban un Sutra al oído de los muertos. Como no sabía oraciones, les dio las gracias por acogerlo en casa. Besó la frente de la anciana y acarició la mano de Giorgio. Fue al telégrafo y vio la nota que había dejado el viejo funcionario. Transmitió para los barcos que lo escuchaban:
—He decidido acortar las distancias.