Soldado y aplomo
El hombre que vemos aquí bien podría ser un militar. O un actor, un cargamaletas o un borracho. O todas las anteriores: al fin y al cabo un poco de todo eso había que tener para echarle el cuerpo a la guerra en la Colombia del siglo antepasado. O en la de cualquier otro siglo.
Pero lo cierto es que esta foto está marcada como “Retrato de Militar”. Así aparece en el buscador digital de la Biblioteca Pública Piloto, junto a un ejército fantasmal de cientos de militares de todos los estilos y tallas: flacos y rozagantes, lampiños y barbados, ceñudos y distraídos, ancianos, infantiles, moribundos, de sombrero, gorra, casco o de vistosos adornos emplumados. Todos ellos muertos, a estas alturas. Y casi ninguno sonriente.
Por eso esta imagen no deja de ser singular.
Para cualquier hombre de guerra (en la Colombia de 1800 las hubo por montones) retratarse de uniforme era matar dos pájaros de un solo tiro. Por una parte, en caso de que un balazo, un sablazo o un cañonazo se los llevara por delante, quedaba testimonio de su heroísmo, de su entrega a la patria o a la causa de turno, y nadie podría decir que aquel hombre “vivió o murió en vano”.
Y por la otra, era también la manera de librar un poco una inversión tan costosa como la de entregarse a la milicia, a cambio de un poco de admiración: “Incluso los reclutas tenían que comprar hasta los uniformes, mientras sus mujeres les lavaban la ropa y les alimentaban, de suerte que el reclutamiento no vinculaba solo al recluta, sino a toda su familia”, escribió un viajero francés —D’Espagnat— que pasó por Colombia hacia finales del siglo XIX.
¿Y para qué?, se preguntaba el militar y político liberal Pascual Bravo por allá en 1860, y él mismo se respondía: “Para satisfacer la ambición de un círculo egoísta, que vive de la esplotación [sic] organizada contra el pueblo”.
¿Cómo lo lograban?, nos preguntamos ahora. ¿Cómo conseguían obrar el hechizo de sacar a tanta gente de sus casas, de sus tierras, para irse a un lejano campo de batalla a arriesgar el pellejo?
Muchas veces el reclutamiento era forzado, por supuesto. Pero “a veces sucede que el pueblo hace esto con placer, porque lo engañan con vanas palabras”, dejó escrito el mismo Pascual. Por eso se lanzaban por todos los medios posibles, incluido el púlpito, encantamientos patrióticos y metafísicos que lograban hacer ver semejantes afugias “como un deber imperioso y absoluto, proporcionando la veneración de compatriotas presentes y futuros y, también se sabe, asegurando una vida futura”, como bien escribe el francés Contamine, erudito de las guerras.
De manera que así, ebrios de patria y sueños de gloria, iban los soldados al matadero —la Guerra de los Supremos, la Guerra de las Escuelas, la Guerra Magna…—, no sin antes pasar por el estudio del fotógrafo a posar para la historia. Como este —que bien podría ser un actor, un cargamaletas o un borracho— retratado en la Fotografía Rodríguez, en Medellín, cuando estallaba el carnaval de plomo y sables que fue la Guerra de los Mil Días.