Número 146 Octubre de 2025
A BOLA
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por PASCUAL GAVIRIA • Fotografía de Juan Fernando Ospina
por PASCUAL GAVIRIA • Fotografía de Juan Fernando Ospina
Cerca de la playa del barrio Flamengo, un sábado al final de la tarde, unas setenta personas reunidas en grupos de cuatro, cinco, seis, también algunas parejas, luchan por no dejar caer la bola, usan la cabeza, las piernas, el pecho, todo lo que se ocurra menos las manos. Están en una especie de foso con placas de voleibol y grama, los miramos jugar desde arriba, al borde de ese campo bajo. Se oyen las voces, las risas, el golpe de los balones sobre los cuerpos, sin compás, el ruido de un baile con pe lota, el gozo de un jogo bonito.
La altinha nació en las playas de Río en los sesenta y desde el 2000 es patrimonio cultural inmaterial de la ciudad. Acrobacias junto al mar y una pelota, el tiempo deja de existir, el suelo es el enemigo, el único rival. Chão, es suelo en portugués, el balón cae y toca empezar de nuevo. Casi todos, hombres y mujeres, juegan descalzos. Nos quedamos veinte minutos hipnotizados en la tri buna, un juego tan infantil, tan sencillo, tan alegre: reunirse para no dejarla caer.
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La verdeamarela es un mito, un momento durante los mundiales, una estación de un mes cada cuatro años. Es jueves 20 de marzo, Brasil y Colombia se enfrentan en el Mané Garrincha, en Brasilia, por la eliminatoria al mundial. Llegamos con toda la expectativa de ver a la selección frente a Brasil en tierra carioca. Nos pusimos la amarilla sin temor, solo con el patriotismo de noventa minutos más la adición pero nada pasó. Fuimos ignorados de la manera más vil. Nadie notó nuestra ansiedad, estábamos en el lugar equivocado, éramos la encarnación de Ricardo Jorge en Río.
Les preguntábamos a nuestros anfitriones, hombres y mujeres entre 25 y 30 años, por un lugar futbolero para ver el partido y nos miraban extrañados. Casi nos reprochaban ese embeleco. La agenda a esa hora decía que debíamos ir a un teatro experimental. El teatrero canceló, quiero creer que iba a ver el partido pero creo que se durmió soñando con el Rey Lear, es un septuagenario algo gruñón según nos dijeron.
Al final llegamos a una zona que su puestamente era movida para ver el partido. En el camino, el taxista nos preguntó que cuál partido. ¡Brasil-Colombia!, gritamos, Ah, sim, sim. Que horas é o jogo? Cafeterías, restaurantes, bares… Nadie con una camiseta de Brasil, nadie. Caminamos perdidos, casi mirando si estábamos en el 20 de marzo. Nos resignamos en una cafetería con la luz blanca de nuestras panaderías. Una pantalla ignorada a todo el frente. Los comensales de dos o tres mesas nos miraban con curiosidad. Nuestros gritos hicieron que entrevieran el partido. En una mesa vecina aparecieron los torcedores más entusiastas de la noche: dos gringos con la camiseta de Brasil recién comprada.
Perdimos 2-1 en el minuto 98 con gol de Vinicius después de una gran segundo tiempo colombiano. Los vecinos cantaron el gol sin determinarnos, entre risas y brindis, sin estridencias. Los gringos no sabían qué estaban viendo. Al otro día leímos el titular en un periódicos: “Melhor do mundo salva o Brasil”. Lo compré para botarlo en la basura. La única alegría al día siguiente en Río era que Vinicius había marcado para callar la boca de los españoles racistas. El 21 de marzo es el Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial. Es la única eliminación en la que piensan los brasileros, el mundial para ellos es siempre una realidad. De modo que el partido terminó Vinicius 1-España 0.
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Fuimos a ver el Fla-Flu en el Maracaná. En realidad fuimos a ver el Maracaná durante el clásico carioca. Nos resignamos a ver al gigante sonar en una tarde de domingo. ¿Fueron al estadio? Sí, pero no entramos. Fue nuestra patética respuesta. Pero ahí estábamos en las afueras del mito que se veía como cualquier otro estadio.
Éramos los únicos curiosos en los al rededores, el partido llevaba unos veinte minutos de acción y parecíamos unas más de las palomas que revoloteaban nerviosas. Ver una mole puede ser re velador, leer un nombre, conocer cómo se marcan las entradas a cada tribuna, ver un gigante despierto. Vi el Maracaná desde todos los cerros donde me paré en Río, fue mi referente, allá está, pensaba, no se me puede olvidar que lo estoy viendo, no es una aparición, lo señalé, le apunté con mi teléfono, lo guardé en la memoria.
Y tan vacuo por fuera, con el olor a orines y a marihuana de los alrededores de todos los estadios, tan desolado, sin cerveza en la orilla, sin vendedores de chucherías, hasta sin policías. Un parlan te imponente. Parecía que la orden era: “Déjenlo solo”, como si todo el mundo tu viera que alejarse un poco de esa amenaza, de ese monstruo en plena furia.
Nada sabíamos del partido, ni el marcador, ni que Jhon Arias y Kevin Serna fueron titulares con Fluminense. Éramos turistas encandilados por esa fiesta desde la puerta. Nos alejamos para ver un poco del partido en una pantalla cerca. Tuvimos que caminar unos diez minutos para encontrar vida en las afueras del Maracaná. Familias, parejas, amigos viendo el juego en los restaurantes y bares. Todo tranquilo, algo así como la hora de clásico en La 70.
Pero llegaron los gases, un clásico los merece. Las patrullas de policía como si fuera una toma, las mesas volteadas, las botellas al aire y la estampida en el restaurante donde habíamos pedido. Hui a la tienda de una bomba y me tomé una Heineken en medio del llanto comunal. Después de veinte minutos volvimos por el plato frío, dimos cuenta de él y brindamos por ese inolvidable 0-0 que no vimos. Flamengo salió campeón del torneo del Estado de Río, el más grande, el equipo que hace poco le pidió a la ONU ser una nación simbólica y cultural del planeta. Un club, una patria.
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El São Januário no se reconoce a sim ple vista. La casa del Vasco da Gama está en el barrio del mismo nombre en la zona centro de la ciudad. Es una herradura histórica y un símbolo de resistencia negra y obrera. La sede de un onceno proletario. Desde los caspetes que están al frente vemos una fachada engalanada con balcones, arcos, volutas… Más un teatro que un estadio, más un hotel con historia que una cancha. Nos tomamos una cerveza en una esquina en la calle Roberto Dinamite, el más grande ídolo del Vasco, el 10 de siempre, el máximo goleador histórico del Brasileirao con 190 goles, por encima de Fred, Romario, Edmundo y Zico, que lo siguen en la lista. En la cancha, detrás de uno de los arcos, su figura en bronce, con los brazos abiertos y una amplia sonrisa, mira a la tribuna. Carlos Roberto de Oliveira hizo toda su historia en el Club de Regatas Vasco de Gama, desde joven promesa hasta presidente.
Pero vuelvo a las afueras del estadio, donde hablamos de la historia del equipo mientras un mural de Pepe Mujica, con los colores del Vasco, lo nombra como un Vasconha de Ponta a Ponta. El equipo fue campeón por primera vez en 1923 con un once de negros y proletos, un equipo bien trabajado. Al año siguiente sus rivales de Río pidieron que retiraran a varios jugadores campeones por tener “dudosas profesiones”. Otro de sus orgullos es Moacir Barbosa Nascimento, el primer arquero negro de la selección Brasil, el hombre frente al arco el día de la tragedia del Maracanazo en 1950.
Por simple curiosidad entramos a la tienda de la barra brava Forza Jovem, ahí tras el caspete de las cervezas. La barra joven tiene una larga historia de 55 años. Vasco tiene la segunda hinchada de Río y una bien ganada fama de furia barrista. Entramos a la tienda y dos hombres nos atienden con curiosidad, pronto se enteran que somos colombianos, de Medellín para más señas. Fue la clave de entrada: ¡Medellín! Dos gigantes barbados nos llevan donde el presidente de la barra, todo tiene el tinte de la llegada donde un capo de la mafia: el aire marcial de nuestros acompañantes, la oficina fría y limpia del jefe, la claridad con que nos dicen que somos privilegiados por llegar hasta sus cinco con cincuenta.
Después de dos minutos de charla estamos viendo videos de las últimas peleas de la barra. No goles sino puños y puñaladas. Repasamos un asesinato en la tribuna y el patrón no puede esconder cierto orgullo. El último tropel con las barras del Vasco involucradas, contra hinchas de Botafogo, hace tres semanas, terminó con tiroteo y un hincha del blanco y negro muerto en las calles de Río.
Luego de la sesión de video, de las historias de muertos, de ver los afiches con las calaveras del Vasco al estilo Iron Maiden, el líder de la barra nos confiesa por qué estamos en su oficina: “Sou fã de Pablo Escobar”, nos dice. No sabemos si reirnos, sentirnos halagados o simple mente decirle que está loco. Optamos por el silencio y nos insiste buscando al guna reacción: “Muito, muito fanático” y nos muestra una escena de las series en su computador. Ha sido suficiente para todos. Entonces, da la orden a sus hombres para que nos acompañen hasta el estadio, con un gesto de la mano deja claro que tenemos vía libre.
Entramos a la cancha, saludamos el busto de Vasco da Gama en la entrada, nos abrazamos con Roberto Dinamita, pisamos el césped y admiramos su tribuna techada, sus barandas de hierro forjado, sus faroles. Todo tiene la elegancia curtida de los hipódromos o las plazas de toros. Ya en la curva de la tribuna a la que mira Roberto Dinamita está el vidrio blindado que la separa de la cancha, ahora sí vemos el escenario de Forza Jovem, la única tribuna para público de pie que queda en el país. Pisar la cancha de un estadio histórico tiene una magia inesperada, cierta levedad, un sentimiento de irrealidad en el silencio.
Al final nos despedimos de Romario, otra estatua, tras el arco donde marcó su gol mil con un penal frente a Sport Recife en 2007. Nos quedamos pensando en la posibilidad de un busto de Pablo Escobar en la tribuna de Forza Jovem, un extraño compañero de Pepe Mujica en el santoral proletario del Club de Regatas Vasco da Gama, un equipo fundado por cuatro remeros.