El salón está ubicado en un tercer piso del barrio Ramos, en el Morro do Baiana, dentro del Complejo del Alemán. Cuando abrió las puertas por primera vez, hace ya cinco años, era la única terraza del barrio dedicada al arte de la marquinha. Hoy, nos cuenta Diana, solo en Ramos hay más de veinte bronzes, que puede señalar con el dedo gracias a la vista de casi 360 grados que tiene desde su azotea.
A las nueve de la mañana de un viernes después de carnaval, João Victor y yo somos los primeros clientes del día. Diana nos recibe con una sonrisa que deja al aire el diseño perfecto de sus dientes. También están al aire sus piernas color canela y buena parte de sus senos voluminosos: en la mitad del pecho tiene un tatuaje de flor de loto del tamaño de una mano y alrededor, como si fuera el marco de la obra, las líneas profundas que el sol y la cámara bronceadora han dibujado con la cinta adhesiva: en los trazos de su marquinha se esconden los vestigios de una mujer mestiza que alguna vez fue más pálida que morena.
Diana me pide que me quite la ropa. Toda. También la ropa interior. João, en cambio, se queda en zunga.
Primero me cubre los pezones y el pubis con algodón, unos pequeños triángulos de papel foil plateado y cinta aislante gruesa. Después, me pregunta qué marquinha quiero, porque las hay de varios tipos: con las líneas del bikini cruzadas en la espalda, amarradas al cuello, con el tiro del panti descaderado —como Anitta— o con la cintura más marcada —como lo harían las Kardashian—. Hay muchas posibilidades, dice, pero como es mi primera vez, le pido que me haga la marquinha “tradicional”.
—¿Ha venido gente tan blanca como yo? —le pregunto, y mi pregunta en realidad esconde el miedo a una insolación casi segura.
Blancas, claro que sí. Incluso más. Blancas, negras, morenas, color lenteja, gordas, flacas, supermodelos, trans, con hijos y sin ellos: Diana ha conocido todos los tipos de cuerpo y a todos los trata con el mismo respeto y atención.
—Las mujeres vienen por la marquinha para sentirse bien, para levantarse el ánimo —dice Diana—. Llegan tristes, se van felices. Creo que las mujeres llegan con vergüenza, pero salen desnudas, se duchan, se toman una foto y son felices.
El “montado” de la marquinha es un procedimiento artesanal y minucioso, que no solo requiere técnica, sino además un elevado sentido estético.
Diana empieza por los triángulos de los senos. Con sus manos, mide el área que va a cubrir y me pregunta si estoy de acuerdo —y yo estoy de acuerdo, por supuesto: zapatero a sus zapatos—. Primero usa una cinta gruesa para trazar la forma principal del bikini. Después, delinea los bordes con una cinta más delgada, que no debe tener más de cinco milímetros de espesor.
El PVC negro de la cinta se curva a las órdenes de Diana y toma la forma que ella le indica, como si fuera tinta china y no un pedazo de plástico. La artista se aleja de mi cuerpo y entrecierra los ojos. Si no está segura de una línea, la remueve con delicadeza y la vuelve a ubicar en una nueva trayectoria. Increíblemente, sus uñas de pantera no le estorban y a mí tampoco —al contrario: parecen contribuir a la precisión de su trabajo—.