Número 145 Agosto de 2025

El “diablo” barequero

Segovia, 1894

por FELIPE OSORIO VERGARA • Ilustración de Sr OK

Las letras a continuación relatan un desenlace salpicado de sangre y ensombrecido con la pena capital primero, y los barrotes del panóptico después, pero su centro son la sed de venganza y la ira que llevaron al abismo la vida de esta pareja antioqueña de hace más de un siglo.

El vapor se levantaba de esa plancha a carbón al contacto con la ropa húmeda, mientras Simona Carvajal la deslizaba con destreza para que ni un tizón ni una sola partícula de ceniza mancharan la ropa que con tanto esfuerzo había lavado y descurtido en las quebradas la Guananá y la María Dama. El calor húmedo de esas selvas auríferas del nordeste cedía a medida que el sol sabatino de ese 22 de diciembre de 1894 se ocultaba en el horizonte. De repente, unos golpes en la puerta de madera interrumpieron el silbido del vapor. Era él, Manuel Córdoba, con quien recientemente había terminado su noviazgo. Simona ignoró los golpes y llamados, confiando en que la palabra no dicha tuviera la fuerza suficiente para hacerle entender a ese hombre de 23 años que ella ya no lo quería, que estaba harta, que se fuera.

Sin embargo, obnubilado por la furia, Manuel tumbó la puerta y “se lanzó al interior de la sala y tomándola por los cabellos, a los empellones, la sacó a la calle. Una vez allí, el furibundo Córdoba continuó arrastrando a la infeliz mujer en un trayecto de 46 metros al propio tiempo que le daba fuertes puntapiés y rudos golpes contra el pavimento cascajoso de la calle”, se narra en la Revista Forense de Medellín, de diciembre de 1898. Varios testigos que transitaban por esa zona de Segovia corrieron a auxiliar a Simona y tratar de contener a Manuel, pero este, al sentir los manotazos y los empujones, sacó un cuchillo y empezó a blandirlo para ahuyentarlos. Una vez alejados los transeúntes, que huyeron en busca de más apoyo del vecindario, Manuel se despachó en insultos hacia Simona, que yacía malherida en el suelo. Luego, tomó su cuchillo y le atravesó el cuello e hirió la frente. Se levantó, y sin importar que tenía los ojos de medio Segovia encima, se sacudió su ropa con salpicaduras carmesí y corrió por la calle como alma que lleva el diablo; sí, el mismísimo diablo, como muchos testigos lo compararon posteriormente.

Simona Carvajal, por su parte, quedó tendida sobre el cascajo, mientras una hemorragia del cuello se llevaba sus últimos alientos de vida. Los vecinos, especialmente las mujeres, la recogieron con celo y la cargaron hasta su casa, donde no valieron los pañuelos con presión sobre la cuchillada, ni los intentos de torniquetes, ni mucho menos las veladoras y las oraciones a la Trinidad, a la Virgen del Carmen, a Santa Bárbara y al santoral católico completo; ni aun los rezos a las otras devociones mágicas presentes en esa Antioquia minera, crisol étnico y religioso sirvieron para disipar la hoz de La Parca, que ya había decidido su partida. Expiró instantes después.

Mientras el pueblo se agolpaba en la casa de Simona, Manuel escapó un par de kilómetros hasta la mina donde trabajaba y le contó al director lo que había hecho. Este último, aterrado por el crimen, temiendo por la integridad suya y de sus otros trabajadores, y también por la reputación de la empresa, dio parte a las autoridades y lo entregó.

“El extrañado maridito suyo la acometió a cuchillo, dejándole sangrantes claveles rojos en distintas partes del cuerpo”.

Alfonso Upegui, ‘Don Upo’, en Irene lo extrañó por viejo; y él la mató de siete puñaladas.

Un minero de río

Manuel Córdoba era minero, como casi todos en esas selvas ardientes del nordeste. Trabajaba en la mina La Cecilia, que pertenecía a la Frontino Gold Mines, empresa inglesa que había adquirido los derechos de explotación de una amplia faja de tierra en Segovia desde 1852, cuando el municipio ni siquiera existía y era un incipiente caserío de mazamorreros que llamaban Tierradentro. La Cecilia era una mina de aluvión, es decir que el oro era extraído del río, por lo que los mineros de allí llevaban un estilo de vida casi anfibio. Pasaban la mayor parte del tiempo metidos en el río, casi desnudos, con sencillos pantalones cortos de liencillo blanco, tipo paruma, zambulléndose al fondo para excavar arena y barequearla, a la espera del hallazgo de una esquiva pepita de oro, o al menos de un poco de polvillo dorado en el fondo de la batea de madera. Sus noches y dominicales eran para los fandangos y las parrandas, en las que ahogaban el cansancio con aguardiente de alambique y medían fuerzas en trifulcas a la luz de las velas y el zumbar de los zancudos dentro de barracas de macana y abarco, como diría Tulio Ospina en 1894 en Un demonio anfibio: “En medio de la noche […] aquellos hombres, que en un clima deletéreo, rodeados de peligros que las tinieblas aumentan, y sometidos a la más ruda fatiga, cantan, ríen y se chancean, con jovialidad inalterable”. En ese contexto, Manuel debió agriar su ya de por sí colérico temperamento y hasta volverse “liviano” de espíritu, lo que había desencantado a su novia Simona. “Córdoba era un hombre de carácter iracundo y arrebatado”, se describe en la Revista Forense, que se encuentra en la Sala Antioquia de la Biblioteca Pública Piloto.

Lo más probable es que esas “liviandades” que motivaron a Simona a dejar un noviazgo de cuatro años estuvieran marcadas por el alcoholismo, el juego, las infidelidades y hasta la violencia por parte de Manuel. Incluso, no sería de extrañar que la hubiera contagiado de alguna enfermedad de transmisión sexual —como Josué a Miriam en La Oculta de Faciolince— y eso motivara la ruptura. Es que, en esas minas alejadas, el trabajo sexual y las enfermedades pululaban. Según los médicos de la época y hasta bien entrado el siglo XX, en los campamentos mineros de Segovia la sífilis y la gonorrea, llamada entonces blenorragia, eran consideradas por la población como meras enfermedades pasajeras que un buen bebedizo podía curar, cual si fuera un simple moquillo o dolor de estómago, por lo que estaban sin control. “Para los obreros segovianos, padecer sífilis o blenorragia representaba ostentar un certificado de virilidad. Por lo cual, exhibían las marcas de la infección venérea con orgullo”, anota la historiadora Leidy Ossa, citando informes médicos de entonces, en Medicalización de la clase obrera en Frontino Gold Mines y en Segovia (Antioquia).

Venganza y sentencia

Ante la determinación de Simona de cortar con él, Manuel planeó su venganza. Regó en Segovia el rumor de que ella le había sido infiel, poniendo a su favor a la gente para lo que se avecinaba. Así, la fecha escogida para consumar su venganza fue la noche del 22 de diciembre, aprovechando que era sábado y que la mayoría del pueblo estaba de juerga o haciendo los preparativos para la Navidad. Su crimen, descrito previamente, lo llevó a la cárcel por más de tres años en calidad de detenido mientras se realizaba la investigación y se dictaba sentencia. El asesinato de Simona encaja dentro de una lógica patriarcal de violencia estructural, que como lo explica la investigadora de la Universidad de Granada María Luisa Maqueda, al sentir que pierden control sobre sus parejas —al terminarles, irse o serles infieles— muchos hombres sienten que su autoridad, su poder y su “honor” se ven amenazados y temen ser juzgados por sus pares, por lo que apelan al homicidio como un acto de castigo, revancha y reafirmación simbólica del poder hegemónico masculino.

Aunque la Revista Forense no da mayores detalles sobre el proceso de Manuel y su expediente se perdió en el tiempo, se sabe que se confirmó su autoría en el homicidio y que este se tornó en asesinato en tanto la venganza fue premeditada e incluyó “tormentos o algún acto de ferocidad o de crueldad”, lo que de acuerdo con el artículo 598 del Código Penal de 1890, le hizo merecedor a la pena de muerte. “El Tribunal Superior del departamento del Centro, en sentencia de 18 de junio de 1897 confirmó la pena de muerte impuesta por el juez primero superior, y dispuso que la ejecución se verificara en la plaza pública del municipio de Segovia”. Posteriormente, el Tribunal pasó el expediente a la Corte Suprema de Justicia y al Consejo de Estado, quienes lo estudiaron y confirmaron la sentencia. Cabe anotar que el vicepresidente de la República, José Manuel Marroquín, se negó a conmutar la pena y devolvió la causa al Juzgado en Antioquia para su cumplimiento. Una vez recibida la respuesta del vicepresidente, el Juzgado Primero Superior de Medellín dictó auto confirmatorio: “Habiéndole negado al reo Manuel Córdoba Zapata todo recurso y la gracia de conmutación, debe procederse a la ejecución de la pena de muerte que le fue impuesta”.

Algunos telegramas enviados a favor de Manuel Córdoba y transcritos en la Revista Forense, serie I, n.° 9, diciembre de 1898. Foto: Biblioteca Pública Piloto, Sala Antioquia, ficha 663172.

El cadalso

La pena de muerte estaba regulada en el Código Penal de 1890 con siete artículos que explicaban su procedimiento, y estuvo vigente hasta 1910. En esa Colombia de finales del siglo XIX, con pequeños pueblos y aldeas desperdigados en esa quebrada geografía, y aun en las ciudades capitales, todavía tan parroquiales, la ejecución de un reo agolpaba multitudes de toda clase. Apenas los pregoneros anunciaban con sus proclamas que se daría una ejecución, las gentes abandonaban sus labores y corrían a rodear el centro de la plaza: desde los ruanetas con sombrero jipijapa y a pie limpio, pasando por el artesanado y pequeños comerciantes, hasta las gentes ilustres con sombrero de copa y mantilla de encaje que balconeaban desde sus casas señoriales que demarcaban la plaza.

La ejecución era la teatralización de la muerte, un espectáculo público para expresar el poder por parte de las autoridades, escarmentar a la población y mostrar el rigor del imperio de la ley; el fusilamiento, como una versión del talión decimonónico, era visto como una manera de calmar la sed de justicia del pueblo y del alma de la víctima, así como la sangre de Abel clamó justicia en el Génesis. “En las ceremonias del suplicio, el personaje principal es el pueblo, cuya presencia real e inmediata está requerida por su realización. Un suplicio que hubiese sido conocido, pero cuyo desarrollo se mantuviera en secreto, no habría tenido sentido. El ejemplo se buscaba no sólo suscitando la conciencia de que la menor infracción corría el peligro de ser castigada, sino provocando un efecto de terror por el espectáculo del poder cayendo sobre el culpable”, expone el sociólogo francés Michel Foucault en Vigilar y castigar.

De este modo, el condenado a muerte se ataviaba con ropa negra, como adelantando su propio luto, y era sacado por una escolta de policías, magistrados y sacerdotes para que deshiciera sus pasos desde la cárcel hasta la plaza; como si fuese un simulacro de su cortejo fúnebre. Una vez llegado al patíbulo, el pregonero comenzaba a gritar el nombre completo del condenado, su lugar de origen y residencia, y el delito que había cometido, rematando con filosa advertencia: “Ha sido condenado a la pena de muerte, que va a ejecutarse. Si alguno levantare la voz, pidiendo gracia, o de cualquiera otra manera ilegal tratare de impedirlo, será castigado con arreglo a las leyes”. Consumada la sentencia, que se hacía con fusilamiento, un sacerdote se paraba al lado del ajusticiado y elevaba una plegaria al cielo. Para concluir el macabro espectáculo, el cadáver era expuesto por dos horas y solo pasado ese tiempo era entregado a sus familiares, y en caso de no haberlos, sepultado en fosa común o donado para “disecciones anatómicas”. Esa era la suerte que aguardaba a Manuel Córdoba.

Los telegramas

El miércoles 26 de octubre de 1898, casi cuatro años después de su delito, fue sacado del calabozo en Medellín y entregado a las autoridades, quienes apenas rompió el alba del día siguiente lo transportaron con numerosa escolta hacia Santa Rosa de Osos. Allí sería entregado al prefecto de aquel territorio por tener jurisdicción sobre las regiones Norte y Nordeste para que ejecutara la sentencia el jueves 3 de noviembre en Segovia. En esa marcha por los campos fríos del altiplano norte, Manuel debió recordar cada escena de su vida, o bien analizar cada detalle del mundo que estaba por dejar, como tratando de huir de su realidad e imaginando que se quedaba en una de esas casas de campo y no que iba al cadalso, como diría Raskolnikov en Crimen y Castigo: “Así les ocurre, sin duda, a los condenados a muerte: cuando los llevan al lugar de la ejecución, se aferran mentalmente a todo lo que ven en su camino”.

A las 2 de la tarde del día 27 fueron notificados el fiscal de Segovia y el defensor del condenado sobre la ejecución que tendría lugar y, como pueblo chiquito, infierno grande, el rumor creció como espuma y, antes de que Manuel Córdoba entrara al municipio, ya todos sabían de su destino. “Como todos los incidentes relativos a la ejecución de la pena habían pasado en silencio, la noticia del fusilamiento de Córdoba cundió rápidamente en la ciudad y despertó en sus habitantes un vivísimo sentimiento de conmiseración y de lástima para con el desgraciado reo”, relata la Revista Forense. Así, el caso de Córdoba unió a diferentes notables antioqueños, quienes entre el 28 y 31 de octubre enviaron telegramas al vicepresidente Marroquín y al presidente Manuel Antonio Sanclemente pidiendo clemencia. Por ejemplo, personajes de la talla de Marceliano Vélez, Fidel Cano o Abraham Moreno, y hasta el mismísimo obispo de Medellín firmaron el siguiente telegrama: “¡Gracia, excelentísimo señor, para ese infeliz criminal! Os habéis mostrado patriota, probo, justo, conciliador, deferente con la opinión pública: luzca hoy junto a prendas tan hermosas la clemencia […] No dejéis que se tiña de rojo la era que vos mismo habéis vestido de blanco”. Mientras que Anselmo Córdoba y Juana Zapata, padres de Manuel, dirigieron este telegrama: “Por la memoria de vuestros padres, por el amor de vuestros hijos, por Cristo Dios, a quien adoráis, gracia, señor, para nuestro desdichado hijo Manuel Córdoba Zapata, piedad para nosotros”.

Los recién posesionados presidente y vicepresidente enfrentaban una encrucijada: ¿aceptaban el clamor popular y conmutaban la pena capital, mostrándose piadosos, pero también débiles desde el comienzo de su mandato? ¿O continuaban con la ejecución y se mostraban drásticos y duros? Bien decía el marqués italiano Cesare Beccaria en su Tratado de los delitos y de las penas —muy leído entre los jurisconsultos del XIX— sobre este dilema: “Hacer ver a los hombres la posibilidad de perdonar los delitos, y que la pena no es necesaria consecuencia suya; es fomentar el halago de la impunidad [sic]”, y recomendaba el draconiano tratadista: “Las leyes sean inexorables y los ejecutores inflexibles”. En definitiva, pudo más la presión pública y el 2 de noviembre de 1898 el vicepresidente José Manuel Marroquín, en virtud del artículo 119 de la Constitución Política de 1886, dirigió al gobernador de Antioquia el siguiente telegrama: “El doctor Sanclemente quiere otorgar gracia al reo Córdoba que debía ser fusilado mañana en Segovia. Ruego a su señoría dicte órdenes para que se suspenda la ejecución”. Y al día siguiente se publicó el Decreto 197 de 1898 que dice: “Deseando inaugurar su administración con un acto de clemencia que salve la vida a dos infelices colombianos, decreta: conmútese la pena de muerte impuesta a los reos Manuel Córdoba Zapata y Francisco Chiripús, por la de veinte años de presidio que sufrirá cada uno; el primero en el panóptico de Medellín, el segundo en el de Pasto”.

Ese acto de piedad con que se inauguró la presidencia de Sanclemente fue posteriormente equiparado por sus detractores más recalcitrantes como un adelanto de lo que sería su mandato: uno marcado por la debilidad institucional y la vulnerabilidad del presidente a las conspiraciones y la inestabilidad, que alcanzarían su culmen con el estallido de la Guerra de los Mil Días en octubre de 1899 y con su derrocamiento por parte de su propio vicepresidente.

Ahora bien, volviendo a Manuel Córdoba, puede decirse que fue salvado por el pueblo, como lo fue Barrabás en los evangelios. Aunque la población a veces contemplaba con pasividad las ejecuciones, sin un asomo siquiera de rechazo al desventurado destino del condenado, sucedía que otras tantas, se precipitaba a clamar por misericordia, algo que el sociólogo Foucault acotaba como una especie de “rebeliones” populares en rechazo del poder punitivo de las autoridades, donde el pueblo trastornaba y transgredía el ritual de los suplicios. En este caso, no se sabe cuál fue la chispa que encendió la misericordia de tantas personas, especialmente en una Antioquia tan seducida por el populismo punitivo, lo cierto es que Córdoba se escapó de la muerte y cumpliría su condena en la cárcel. Allí, quizá el recuerdo de la voz de Simona o la silueta de su rostro le atormentarían, así como debieron torturarlo eternamente las escenas imborrables de su crimen: los gritos, el brillo del cuchillo y el olor ferroso de la sangre.