Eso es lo que me cuenta Walter Lopera. Un exempleado de Tigo que hace poco acordó su retiro anticipado de la compañía. Allí coordinó durante muchos años todo lo referido a los teléfonos públicos. Decir allí es ilusionismo puro, como el que ejecutan los artistas que se cambian de traje delante de los espectadores en un abrir y cerrar de ojos. Porque primero se puso la camiseta de Empresas Públicas, luego la de UNE y después, la de Tigo. “¿Y eso cómo se llama?”, me pregunta de repente. Y ante mi silencio, él mismo se responde: “El negocio, socio”.
Yo soy el periodista, pero él es quien hace más preguntas. Y no contento con eso, cada dos por tres agarra mi libreta de apuntes y dibuja y dibuja con la suficiencia de quien está acostumbrado a delinear los contornos y las formas de las cosas a punta de trazos sueltos. Dibuja la central telefónica, dibuja un primerísimo primer plano del riel por el que circula la moneda dentro del teléfono, dibuja una cabina telefónica igualita a un casco de beisbol… “Ese modelo de cabinas lo inventaron los de Publicidad en la Bolivariana”. Cada dibujo trae su explicación. Es evidente que el pasado laboral es una época a la que le gusta volver. Me tira cifras, marcas, términos ingenieriles. La conversación se acelera hasta adquirir el sonido que producía la caída de las monedas después de que alguien colgaba el teléfono público tras hablar durante mucho rato.
¿Se acuerda de ese sonido?, le pregunto, para poder organizar mis notas. “¡Ese sonido!, ese sonidito dejaba veinticuatro mil millones de pesos o más al año en todo el país, y hace más de veinte años, cuando la plata valía —me replica—. Nosotros teníamos que salir escoltados a recoger las monedas de los teléfonos. Una vez nos atracaron y se llevaron catorce millones de un solo día, haciendo solo una de las rutas que teníamos en Medellín”. Su histrionismo es tal, que no para de llevarse una mano y luego la otra a cada oreja, cambiando cada segundo esas bocinas imaginarias. Solo se detiene cuando le digo: “La gallina llenando el buche de peso en peso”. Pero cada frase mía lo activa aún más. Walter funciona como los primeros teléfonos públicos, por impulsos; una pausa de unos segundos mientras entra la llamada, y a hablar se dijo.
“Pero no era una gallina, eran miles de gallinas. Aquí en toda el área metropolitana y en los municipios del oriente cercano llegó a haber 12 500 teléfonos públicos. Solo en el Centro de esta ciudad teníamos dos mil. Nosotros pusimos teléfonos en los grandes almacenes, en los batallones, en los centros comerciales, en los colegios públicos y privados, en los hospitales… En la Universidad de Antioquia, año 83, teníamos 32 teléfonos públicos; en las cárceles había cinco teléfonos por patio, eso sí, los manejaban los caciques, esos eran los mejor cuidados. ¿Por qué?”, me pregunta. Porque ese era el negocio, socio, le digo. Pero nada, esa llamada no entró; sigue de largo. “Porque, óigame bien, los teléfonos públicos fueron concebidos como un servicio u-ni-ver-sal de co-mu-ni-ca-ción pú-bli-ca, de consumo al paso, para los transeúntes. Un servicio pú-bli-co…”, me repite, mientras se inclina hacia adelante, como si él fuera quien necesitara oír algo importante y no quien lo va a contar. “La norma del Ministerio de Comunicaciones era muy clara: tres teléfonos por cada mil habitantes, eso era nor-ma”. Remarca esta última palabra, y cuelga.
Si el tema fuera solo de cifras, de indicadores de cobertura, del nunca bien vilipendiado promedio que casi siempre lo oscurece todo, hoy deberíamos celebrar que en nuestro país el número de celulares supera el de habitantes. Porque según los registros hay 77 millones de teléfonos activos y cerca de 53 millones de colombianos. Los números más recientes de una línea de tiempo que está llena de paréntesis si pensamos en los costos de los celulares, en su vertiginosa obsolescencia, en los planes que nos han puesto a caminar tras ellos como bueyes cansinos, en la tortuosa muerte de las líneas fijas, en esas empresas que se apoderaron del mercado, logrando incluso desplazar a esas bandas criminales que décadas atrás se inventaron a los chalequeros, esos personajes que resultaron fugaces, esos hombres y mujeres que mantenían vestidos de la mañana a la noche con un único mensaje en el pecho y también en la espalda: Llamadas a todo operador. Walter me cuenta que quienes manejaban ese negocio llegaron a pagarles a los habitantes de calle para que dañaran los teléfonos públicos cuando estos por fin se pudieron conectar con los celulares. ¡Ánimas del purgatorio, que Dios los saque de penas y los lleve a descansar!
Cuando el camión de mi padre perdió los frenos aquella vez, cerca del municipio de Yarumal, los vecinos terminaron invadiendo la casa. Mi madre, desesperada, empezó a llamarlos al ver que mi padre no volvía a comunicarse. Pero en vez de sentirnos más acompañados, nos volvimos cada vez más inseguros. Especialmente, cuando Martín, el sastre del barrio, destapó una granada en plena sala: “Si don Guillermo no ha vuelto a llamar es porque le robaron el carro y lo pusieron a decir que se había volcado, para eso sirven esos teléfonos públicos”. Después de la explosión de semejante conjetura, mi madre, las tías, sus grandes amigas y todos los vecinos redoblaron los rezos. Mi hermano y yo no tuvimos otra opción que hacernos tan adultos como ellos y seguir sus oraciones.