Número 142 // Diciembre 2024

Nuestra pequeña Guerra Fría

por CAMILO DE FEX LASERNA
Ilustración de Camila López

En las mañanas, cuando tomo mi celular por primera vez en el día y entro a X, siento que fui reclutado hace tiempo -en contra de mi voluntad- para participar de una guerra cultural a escala global. Desayuno mientras desplazo la cronología de X con el índice y despliego los comentarios de las publicaciones que más me molestan. Rastreo los virus meméticos inoculados por partidos políticos de izquierda y derecha, los contrasto, mido sus tentáculos informativos y juego a analizarlos. Me gusta descubrir el origen de las narrativas ideológicas y rastrear sus recorridos, pero nunca participo de las discusiones que estas suscitan en X; tan solo leo los comentarios, tomo pantallazos de las opiniones más radicales y categorizo a los trolls en una taxonomía ideológica rudimentaria. Por momentos, me siento como un periodista de guerra cuya labor es documentar el fin de la especie por las razones más estúpidas de todas.

Cada vez que voy al baño siento el impulso de revisar X. A veces parece que el flujo de la desinformación global está conectado con el de las sustancias residuales que produce mi cuerpo; materialidad y fantasma de un mismo fenómeno. Voy al baño unas siete u ocho veces al día y sospecho que muchas son para revisar X sin sentir culpa. Hace poco, sentado en el inodoro, mientras mi cuerpo se vaciaba de materia y se llenaba de fantasmas, entreví algo importante: la guerra cultural polarizante que sincroniza la agenda mediática global es una simulación. No existen bandos en realidad, pues las polaridades están vacías de contenido, son simples trincheras momentáneas, trincheras que emulan un binarismo que ya no existe, que ya ni siquiera es posible.

Varios son los afluentes que alimentan esta conjetura. El principal es Guerra irrestricta, un libro escrito por dos excoroneles chinos, Qiao Liang y Wang Xiangsui, quienes hablaron en los noventa de los rostros nuevos de la guerra. También bebí de productos culturales poderosos y desechables; los más importantes fueron las películas Civil war y The hater, y la serie Kansan vihollinen. A esto se suma el bombardeo constante en X con las fake news producidas a favor y en contra de Javier Milei, presidente de Argentina, y de Gustavo Petro, presidente de Colombia. Pero lo que realmente detonó la escritura de este ensayo fueron las inmolaciones a inicio de año de los norteamericanos Maxwell Azzarello y Aaron Bushnell, así que por ahí comenzaré la deriva de esta especulación.

El 19 de abril de 2024, Maxwell Azzarello se inmoló a la salida del juicio contra Donald Trump, rodeado de personas que apoyaban o que estaban en contra del expresidente recientemente reelecto, y a pocos metros de las cámaras de CNN y Fox News. Según el relato de los testigos, Azzarello, en apariencia una persona que vivía en la calle, se levantó de la banca en la que estaba sentado y lanzó al aire decenas de panfletos fotocopiados en papeles de colores. Después, roció su cuerpo con líquido inflamable y al instante selló con un encendedor el pacto con su propia verdad. En un video grabado por uno de los testigos se ve cómo Azzarello queda inmóvil durante unos segundos después de vestirse de fuego, luego da cinco pasos hacia la cámara, se arrodilla por el dolor y queda tendido en el suelo. La inmolación de Azzarello no duró más de un minuto y resultó mortal.

Unos días antes, Azzarello publicó en su cuenta de Instagram un mensaje en el que rendía homenaje a Aaron Bushnell, un joven soldado de la Fuerza Aérea que se había inmolado recientemente frente a la embajada israelí. Bushnell gritó tres veces “¡Palestina libre!” mientras el fuego consumía su cuerpo. Las acciones flamígeras devienen virus memético con facilidad, por eso los medios de comunicación no las cubren de forma extensiva ni transparente. En apariencia, las inmolaciones con tinte político parecen pertenecer al siglo XX, casi siempre asociadas a la lucha de monjes budistas por la liberación del Tíbet, pero en realidad, si se hace una búsqueda rápida y mediocre en Wikipedia, la entrada de “inmolación” mostrará que en lo que va de este siglo han ocurrido, al menos, 43.

Procedí por intuición y fui al Substack de Azzarello, convencido de que sus manifiestos me servirían como punto de arranque para investigar la convergencia de todas las orillas políticas en dos polaridades vacías e intercambiables. Empecé con I have set myself fire outside the Trump, publicado el día de su muerte. En este texto, Azzarello se presenta como un periodista investigativo que acaba de inmolarse en Manhattan, a la salida del juicio contra Donald Trump. En el párrafo siguiente, el autor dice que este acto de protesta extrema es para llamar la atención sobre algo importante que ha descubierto. Dice: “Somos víctimas de una estafa totalitaria y nuestro propio gobierno (junto con muchos de sus aliados) está a punto de darnos un golpe fascista apocalíptico y mundial”.

En un principio, Azzarello parece un vector de contagio de las ideas de QAnon, un movimiento de derecha cercano al expresidente Trump, que surgió tras la publicación de una serie de teorías de conspiración en el foro 4chan. La narrativa que sostiene este conjunto de teorías conspirativas es que existe un “Estado Profundo”, liderado por los demócratas, que toma decisiones antipatrióticas para debilitar los cimientos de los Estados Unidos de América. Sin embargo, al avanzar en la lectura del manifiesto de Azzarello, se hace patente que su ideología no es un calco de QAnon, aunque sí hace algunos préstamos formales en las maneras de su enunciación conspiranoica.

En esencia, Azzarello plantea en este, su último texto, que las criptodivisas son un esquema Ponzi creado por las universidades de Stanford y Harvard para lavar dinero de gente rica y drenar capital del sistema financiero. También dice que las cantidades trillonarias que fluyen por este desagüe del mercado de valores han causado una inflación global y han deformado múltiples mercados internacionales. La pandemia de covid, según él, fue una estrategia para encubrir esta crisis inflacionaria causada por este esquema Ponzi del fin del mundo, o al menos para disfrazar esta recesión económica de crisis epidemiológica; para que nadie intuyera que el matrimonio Clinton, Bill Gates, Jeffrey Epstein, Elon Musk, Peter Thiel, Trump y los demás estaban saqueando el mercado de valores a través de este esquema piramidal, mientras nosotros, encerrados en casa, atendíamos por televisión a sus falsas peleas partidistas.

Para Azzarello, todo aquel que se opone a este cónclave totalitario es asesinado o se ve envuelto en escándalos por pedofilia. En este punto específico, la narrativa de Azzarello se conecta con las teorías conspirativas de la derecha alternativa norteamericana. Su especulación germina en una trinchera ideológica que puede ser ocupada tanto por la izquierda como por la derecha. En todos los textos publicados por Azzarello en su Substack noté gran sincretismo de narrativas conspiranoicas de diversas polaridades, expresadas en un código tan realista que se hacían verosímiles de repente. Pues bien, la militancia activa de Azzarello en esta guerra cultural a escala global, en la que yo también siento que participo cada vez que entro a X, lo llevó a inmolarse en público a la salida del juicio contra Donald Trump. La guerra cultural propia del nuevo milenio se libra en las pantallas y a través de ellas, pero también impacta la forma en que producimos realidad, en la que producimos mundo. Azzarello estaba seguro de que su inmolación lo cambiaría todo. No fue así. Sin embargo, descartar sus conjeturas como simples teorías de conspiración sería facilista. Hace poco vi una serie finlandesa, Kansan vihollinen, que plantea una hipótesis similar a la del norteamericano. La protagonista de esta serie es Katja Salonen, una periodista comprometida con su oficio, pero que trabaja en un periódico virtual que usa el modelo de clics, es decir, que produce titulares sensacionalistas para aumentar el flujo de lectores y la visibilidad de sus patrocinadores. Katja, quien cubre por encargo un incendio en la casa de un futbolista famoso, termina por descubrir, a partir de este hecho sensacionalista, que las personalidades más importantes de Helsinki, incluido el alcalde, están involucrados en una estafa piramidal con criptodivisas. Los móviles son similares a los que expone Azzarello y la forma en la que estas personas poderosas se defienden de las investigaciones de Katja consiste en una cruenta guerra de información a través de redes sociales que la desacredita ante sus lectores. Este tipo de estrategias son propias de la guerra irrestricta, tal cual la plantearon Qiao Liang y Wang Xiangsui en el libro del mismo nombre.

Kansan vihollinen conforma durante sus ocho episodios un diorama de la corrupción en el que podemos ver, a escala Helsinki y con el lente mágico propio de la ficción, la forma en que funcionan las conspiraciones cleptocráticas. También allí podemos analizar el uso que esta clase social hace de la información para distorsionar el campo de batalla o, mejor dicho, para acondicionarlo a las armas que posee. Los poderosos han instalado guerras intestinas al interior de casi cualquier ámbito de la vida pública y privada, buscando así su propia imperceptibilidad.

Hay una revista en Colombia que es el sumun del modelo de clics, una revista que solo busca desinformar y que los usuarios pinchen en sus publicidades engañosas. La revista Semana fue dirigida hasta hace poco por la periodista Vicky Dávila y sus dueños son el grupo Gillinski, una de las familias más poderosas del país. Los Gillinski usan este medio digital como un arma que es en ocasiones difusa, pensada para desinformar y generar un falso ambiente de polarización, y otras veces, de forma puntual, para atacar al presidente Gustavo Petro. En la cuenta de X de Dávila abundan las noticias falsas, los titulares engañosos y las “revelaciones explosivas”. Allí observé por primera vez en Colombia el uso de lo que he llamado “producción de polaridades vacías”. Cuando Gustavo Petro aumentó el precio de la gasolina en Colombia, por ejemplo, Dávila alertó que la comida subiría de precio dramáticamente. Pero cuando Javier Milei retiró la subvención a la gasolina en Argentina, Dávila lo felicitó por su llamado a la austeridad. Cuando Petro mencionó la posibilidad de convocar a una Asamblea Constituyente, Dávila lo tildó de dictador, pero cuando Milei pasó por decreto un amplio paquete de leyes, lo felicitó por su valentía al enfrentarse al statu quo. Los lectores de la revista Semana no parecen notar las múltiples divergencias en la línea editorial del medio, pues Dávila no les da tiempo para pensar entre escándalo y escándalo, mientras sintoniza hábilmente las polaridades en juego.

Aunque Javier Milei y Gustavo Petro tienen ideologías antagónicas, los memes y las narrativas usadas por simpatizantes y opositores para construir las identidades digitales de ambos mandatarios, en su forma, son prácticamente idénticas. Los discursos que los llevaron al poder también son similares. Ambos se presentaron a sí mismos como outsiders, prometieron la renovación en un país cooptado por una clase política enquistada y fueron elegidos gracias al voto joven y de opinión. Esta disforia ideológica también está presente en el cuerpo conformado por los fanáticos de Milei, quienes se autodenominan libertarios, en contra de lo que representa la ideología libertaria original. Así mismo, es difícil saber si los seguidores de Gustavo Petro comprenden que un político alineado con la OCDE no puede ser, realmente, de izquierda.

Las ideologías están vacías y a la vez son dinámicas, mutantes, sincréticas. Izquierda y derecha son nociones ingenuas y monolíticas en este punto histórico. Así como capitalismo y comunismo. Sin embargo, estas dicotomías arcaicas, propias del mundo preindustrial e industrial, pueden habitar momentáneamente alguna polaridad vacía, como cuando Milei elige al socialismo como contraparte que le da sentido a la vacuidad ideológica que representa. El mandatario argentino lleva por dentro las polaridades vacías; es un oxímoron encarnado. Se autodenomina anarquista, por ejemplo, y es, al mismo tiempo, presidente de un Estado.

Internet, como sabemos, es una incubadora de posturas e ideologías. En la actualidad existen tantas posibles formas de ver el mundo y de identificarse con este, que cada una de estas perspectivas asume coordenadas momentáneas para ganar expresividad entre la multitud, a través, justamente, de la oposición con alguna otra de estas múltiples formas que han adquirido las ideologías en su progresivo degradé. Así es como el transfeminismo se delinea mejor cuando comparte polaridad vacía con las TERF, que por momentos comparten voz y bando con la derecha alternativa, que por momentos aceptan y celebran las conquistas del feminismo liberal. A veces la izquierda o la derecha reivindican el derecho a las manifestaciones en el espacio público, y de inmediato su antagonista virtual tilda a las marchas de haber sido pagadas con el dinero de los impuestos o de una oposición que compra consciencias. La polarización en este 2024 holográfico es algo mucho más complejo que la simple oposición entre “dos bandos”; es, en realidad, la instauración de dos bandos en todas las dimensiones de la existencia humana. Es la Guerra Fría atomizada más allá del escenario global en el que antes actuaran Estados Unidos y la Unión Soviética. Ahora la Guerra Fría la llevamos al interior de nuestras vidas, presente en cada una de nuestras decisiones, viva y resplandeciente en cada funa y señalamiento, en cada inmolación, en cada linchamiento.

En esto han derivado las guerras culturales sigloveinteras. Este es el futuro de la guerra predicho por Qiao Liang y Wang Xiangsui. En vez de continuar la carrera armamentística, cuyo culmen se alcanzó evidentemente con la bomba atómica, El Poder optó por cambiar el concepto mismo de lo que es un arma y de lo que es un soldado. Frente a la pantalla de nuestros celulares y sentados en el sanitario, muchos experimentamos el mundo como una guerra silenciosa. Participamos con los dedos sobre el teclado y con los ojos atados a las imágenes danzarinas. A veces, algunos se animan a salir a la calle a traer su realidad sobre el mundo. Sus cabezas, saturadas de información basura, se decantan por las acciones terroristas, la inmolación, los magnicidios.

Precisamente este es el tema de la película polaca The hater. Tomasz, el odioso protagonista, es un estudiante de derecho expulsado de la carrera por hacer fraude en un trabajo escrito. Desesperado por quedarse en la capital, Tomasz consigue trabajo en un troll center desde donde se coordinan ataques de odio hacia políticos progresistas. Embriagado de poder, Tomasz, quien se ha descubierto como un mentiroso funcional, termina por convencer a un fanático de que cometa una masacre en el evento público de un político reconocido. Esta película muestra cómo el odio en internet, coordinado desde las oficinas de desinformación que contratan los partidos políticos, puede terminar con facilidad en un llamado real a las armas.

Civil war, la última película de Alex Garland, propone justamente cómo sería la continuación de esta tendencia en la que la guerra nos habita. La tesis central de la película es que, si el periodismo sigue dejándole el camino abierto a la construcción de polaridades vacías, pronto nos veremos inmersos en una guerra civil en la que los bandos serán difusos, moleculares, inexistentes incluso. Una guerra de todos contra todos sin finalidad alguna más que la confrontación, es decir, la materialización del campo virtual de batalla en el que participamos en X y otras redes sociales.

Si bien esta nueva configuración de lo bélico nació después de la Guerra del Golfo -los autores de Guerra irrestricta llamaron la atención al respecto justo en esa época-, sus lógicas fueron configuradas recientemente por empresas como Cambridge Analytica, y puestas a prueba durante el confinamiento del 2020 y la pospandemia, de la que aún no logramos salir. En 2020 el espectro político de los Estados se dividió entre los países que tomaron la pandemia en serio y los que no. El entonces presidente de Colombia, Iván Duque, dirigente de ultraderecha, a diferencia de sus homólogos alineados como Bolsonaro y Trump, declaró rápidamente la cuarentena en el país e instauró fuertes políticas de confinamiento. En el juego local de las polaridades vacías, Duque asumió la postura de los Estados más progresistas e impuso la cuarentena, la mascarilla y el cibercontrol. Habitó, momentáneamente, la trinchera ideológica del enemigo.

Hoy la guerra también se libra al interior de los cuerpos presidenciales. El síntoma de esta fiebre son los tuits que expulsan los mandatarios a diario en X. Tuits pasionales, tuits con mala ortografía, tuits que buscan desestabilizar el entendimiento de los votantes al tiempo que funcionan como brazo ejecutivo para despidos, contrataciones, decretos, discursos de odio en pocos caracteres; tuits que son los rumores de esa guerra que apenas comenzamos a entender. El verdadero campo de batalla es la opinión; los enfrentamientos militares son una extensión de esta. ¿Estás a favor de Israel o de Palestina? ¿Qué piensas de la guerra entre Rusia y Ucrania? Fácilmente alguien puede estar en contra de que un país poderoso como Rusia invada a uno pequeño como Ucrania, y minutos después estar del lado del genocidio cometido por Israel contra una población desarmada como la palestina. Tus alianzas te convertirán de inmediato en antisemita, en comunista, en sionista o en cualquier otra de las innumerables categorías identitarias actuales. Pero no te preocupes, pues unas horas después podrás ser liberal, feminista u homofóbico. Ninguna categoría es realmente fija.

Concluyo esta especulación con la imagen poderosa que vi esa vez ante la pantalla de mi celular, sentado en el sanitario, mientras desplazaba la cronología de X. El actual paradigma tecnológico, la urdimbre de pantallas al alcance de nuestros dedos, ha permitido la instauración de un focus group masivo, maleable y constante en el tiempo. Día a día participamos de decenas de referendos que habrán de configurar las burbujas de opinión que nos encarcelan, convirtiéndonos así en arquitectos de nuestras propias prisiones. Con nuestras interacciones en las redes creamos un entramado de síes y noes que producen texturas y tramas, así como el código binario que, con la combinación de unos y ceros, produce imágenes, sonidos, veracidad. La dialéctica, es decir, la confrontación de dos opuestos para llegar a una síntesis es asunto del pasado. Nuestra actual forma de comprender el mundo es la cibernética, la recursividad del discurso, la autopoiesis ideológica, el repliegue de la lengua sobre sí misma. En la retícula de afirmaciones y negaciones que configuramos con las pantallas, de posicionamientos momentáneos en esta o aquella trinchera ideológica, es imposible el matrimonio de los opuestos, la síntesis, el entendimiento. En la multiplicidad identitaria descubrimos que, a fin de cuentas, en el momento cumbre de la viralidad de una noticia, de una tendencia, de una opinión, lo único que podemos decir es si estamos de acuerdo o en contra. Así, atrapados entre el sanitario y la pantalla, seguimos desplazando la cronología de X como si fuéramos a llegar a algún lugar distinto al que arribó Azzarello, justo antes de decidir inmolarse a la salida del juicio contra Donald Trump.