Número 137 // Diciembre 2023
De bueno a malo, una obra del excombatiente Juan Carlos, de la serie La Guerra que no hemos visto. Un proyecto de memoria histórica de la Fundación Puntos de Encuentro del artista Juan Manuel Echavarría.

Veterino

Por PABLO ARANGO

A la memoria de Javier Arango

Papá decía que daban la impresión de no haber nacido, como si los hubiera brotado la tierra. Porque los dos exhibían eso que a falta de mejores palabras podría llamarse desapego, una mirada que no deja adivinar un alma allá adentro, como si estuvieran vacíos nada más. A él sí lo conocimos y podemos contar su historia, si es que los desalmados tienen una. Ella en cambio apareció de pronto; e incluso en el funeral de ambos, cuando esperábamos conocer alguno de sus contactos con el resto de los vivos, nos quedamos esperando. Excepción hecha de una mujer y una niña que no tenían por qué estar ahí pues no eran familiares del muchacho muerto; y solo un lazo familiar, un vínculo de sangre y dolor podía hacer que alguien se apareciera a enterrar esos muertos que nadie quería ni siquiera muertos, pues todos en el pueblo preferíamos continuar como si no hubieran existido. Entonces supusimos que eran el contacto de ella con la vida, una madre y una hermana, quizás, o una hermana con sobrina. Pero tampoco fuimos capaces de acercarnos para preguntar.

No sería correcto decir que lo alcanzaron a advertir desde que nació. Hay una edad en que los niños no parecen pertenecer a la especie, y entonces los ademanes, los gestos que en un hombre serían signos claros de demencia o imbecilidad se reciben naturalmente como cosa de niños. Pero no muy tarde tuvieron que haberse dado cuenta de que algo andaba mal con el muchacho. Don Olimpo todavía, cuando por accidente alguien menciona el nombre del muchacho, que ni siquiera era un nombre sino un apodo que se le había adherido con la misma fuerza de un nombre; él, don Olimpo, todavía asume esa actitud de quien no entiende nada. La misma actitud, la misma mirada que tenía cuando el muchacho comenzó a caminar de su mano por las calles del pueblo. Y papá dice que, a pesar de todo lo que pasó, no hay ninguna justicia en la actitud de quienes miran todavía, y miraron en aquel entonces, a don Olimpo como un culpable; y que si él, don Olimpo, no pudo entender, entonces nadie entiende tampoco, y nadie tiene el derecho de juzgar, porque un juicio solo puede hacerse sobre la base de la comprensión. Al menos eso decía papá, a quien le tocó juzgar, de todos modos.

Lo que todos aceptaron y aceptamos ahora es que la falla se debió a que el muchacho tuvo que ser sacado a la fuerza, como si no quisiera salir de su madre; y hay quienes después de que pasó todo han interpretado esa dificultad inicial como una advertencia que nadie en el pueblo fue capaz de descifrar oportunamente. Del forcejeo le quedaron dos hendiduras, una a cada lado de la frente, que acentuaron su rareza.

Nadie supuso que había que contar con él, o que tenía que hacer algo. Quizá asumimos como cosa natural que era una carga que le tocaba llevar a don Olimpo y su familia, algo que debía resolverse de puertas para adentro; nadie pensó que el niño se convertiría en hombre, porque ya dije que era como si no fuera exactamente de la especie. En esa condición creció para nosotros, y supongo que también para la familia, bajo la idea general de que era como un perro que merecía de todas formas algo más que los perros. Lo vimos crecer y lo dejaron ir a la escuela con el resto de nosotros. Pero hubo un momento en que el muchacho ya no podía continuar con nosotros, que pasamos al colegio, y entonces quedó solo; aunque sería más exacto decir que simplemente se separó.

Don Olimpo se comportaba casi como el resto del pueblo, solo que a él sí le importaba, y por eso tenía esa mirada de desconcierto desde que el muchacho había crecido lo suficiente para que el desarreglo fuera visible. Supongo que por eso nunca intentó enseñarle algún oficio y simplemente lo dejó estar por ahí. Y por eso tampoco hizo nada cuando el muchacho comenzó a viajar y a viajar en todas las chivas para todas las veredas, y a perderse por días y semanas. Él, el muchacho, a quien a esas alturas todos le decíamos Veterino, olvidado ya su nombre —como si nunca hubiera sido bautizado, o como si la ceremonia de bautizo hubiera quedado fallida—, fijado el apodo porque le gustaba decir que sabía mucho de veterinaria y llegó a matar dos novillos de don Olimpo en su alucinada práctica; él, Veterino, decía que era el ayudante de los choferes, y ellos, los choferes, lo dejaban que dijera y que colaborara en lo que a él se le ocurría. Y fue como un alivio, o así pensamos que había sido no solo para don Olimpo sino para él mismo, si es que era capaz de algo como el alivio.

Entonces se perdió por una temporada larga, mucho más larga que las otras, dos años quizá, y seguramente fueron don Olimpo y la familia quienes realmente sintieron la ausencia, porque el resto de nosotros vinimos a notarlo después, cuando reapareció y nos sentimos perplejos al comienzo y luego vino el miedo.

Lo primero fue un rumor: que había aparecido por los lados de San Daniel, La Esperanza y el resto de las veredas de esa zona; que se le veía a veces en uniforme, un camuflado, con fusil al hombro y, lo más raro, con hombres bajo su mando. Al comienzo fue la risa; o no, más bien una línea curva de la boca que indica desprecio y burla, porque no pensamos ni éramos capaces de imaginar que él —que no había alcanzado a ser para nosotros ni siquiera un caso de la desorientación, tan perdido que apenas si habíamos notado su aturdimiento— tuviera de dónde sacar los fines y los medios que se necesitan para ejercer el mando de hombres armados.

El secuestro de Ancízar Muñoz borró la línea de la boca y dio paso a la perplejidad. Empezamos a imaginarlo seriamente, concreto, muy sólido y distinto, como si hubiera regresado de un estado fantasmal, abajo, en las riberas del río Pensilvania, en la base de la montaña de Morrón, si no de jefe de una cuadrilla armada, por lo menos sí de informante privilegiado, testigo de años desde la carnicería de don Olimpo, primero, y desde la estación de chivas después, de los sucesos del pueblo y, obviamente, de la prosperidad de los prósperos.

Entonces fue el miedo. Tres secuestros más: Alonso Ramírez, Gonzalo Villada y Jaime Zuluaga. Todos, por supuesto, en la zona rural. Así que comenzamos a vivir encerrados en el casco urbano, y ni siquiera eso: apenas en los estrechos límites desde la cárcel hasta la Escuela Boyacá. Incluso los que no teníamos mayor cosa tuvimos miedo, porque empezamos a sentir el odio, la locura o lo que fuera que lo estuviera animando; quizás espoleado por un desprecio que nosotros no alcanzamos a percibir con claridad pero que él sintió que había recibido en medio de nosotros, multiplicado por su demencia. Y los mismos choferes que lo habían acogido empezaron a temer también porque ahora se paseaba por las calles de San Daniel golpeando, matando aquí y allá. El último carro que llegó hasta allá antes de que se suspendieran todos los viajes fue el jeep de Molano. En él iba Carlos Valencia, condiscípulo de Veterino y de nosotros en la escuela. Cuando llegó a San Daniel se bajó y se lo encontró tomando en una de las cantinas de la plaza. Se pusieron a beber juntos y, a eso de las cinco de la tarde, Veterino sacó un revólver y le pegó dos tiros: uno en la pierna derecha y otro en el pecho. Lo había llevado hasta la salida de San Daniel, en dirección hacia acá, hacia Pensilvania. Valencia quedó tendido en la carretera, vivo todavía, y Veterino dio la orden de que lo dejaran ahí, sin darle agua ni nada. Más de una hora duró la agonía de Valencia, mientras Veterino se tomaba otros tragos y regresaba para rematarlo de un tiro en la cabeza a las siete de la noche más o menos.

Luego apareció ella, de pronto, de la mano de él; él, que parecía destinado a no conocer otros sentimientos de sus semejantes que la indiferencia, luego la perplejidad y el miedo. Primero apareció con una falda que le llegaba a la mitad de la pantorrilla, desteñida, no exactamente blanca, sino con el rastro de algún color que el sol ya había arrancado. Esa falda y un saco azul oscuro, como de uniforme de algún colegio de monjas, debajo del cual no supimos qué llevaba. Y era raro, porque en San Daniel hace calor y las muchachas no suelen usar sacos tan cerrados. Pero ella apareció así, sacada seguramente, pensábamos, por él de alguno de los páramos vecinos, con esa indumentaria. Pero no de los páramos más cercanos porque entonces alguien en el pueblo habría identificado algún aire de familia, o habría sabido que la muchacha era prima o sobrina de alguno de nosotros. No pudimos establecer de dónde había salido, ni siquiera el día del entierro cuando aparecieron esas dos mujeres, o esa mujer con niña, y una mezcla de pudor y miedo nos impidió preguntar. Tenía el pelo más bien largo, un poco más abajo de los hombros, seco, como quemado por el sol, con la textura de los árboles enanos del páramo. La vimos llegar así, de la mano de él. No supimos tampoco ubicarle una edad. Muy pronto el vestido le fue cambiado por un uniforme igual al de él.

Nunca nos planteamos la cuestión de la belleza, aunque ese era nuestro primer tema cuando aparecía una muchacha nueva. Todo lo que supimos en el pueblo sobre ambos fue por las noticias que nos traían los pocos viajeros que se veían obligados a cruzar la línea de allá para acá o viceversa, por asuntos de negocios que se habían convertido más en cosa de vida o muerte. Lo cierto es que nunca nos planteamos la cuestión de la belleza de la muchacha, y los reportes que recibimos tampoco permitían adelantar nada. Pero no era solo por falta de información, era más bien como si la pregunta no tuviera lugar en este caso. A pesar de eso, llegamos a suponer que había amor, o algo como el amor entre los dos. Andaban de aquí para allá, o más bien, andaba él de aquí para allá con ella detrás, retraída, casi muda, con una obediencia absoluta hacia él, que no sabría decir si era su amante o su jefe o su amo o varias de esas cosas a la vez. Porque aquí también se revela lo insuficientes que resultan las palabras para designar las emociones humanas, eso que viaja en medio de la piel y la carne. Todos pensamos que era algo como el amor, pero sabíamos que no podía ser eso. Y no tuvimos más palabras para designarlo.

Lo que supimos fue que él se había enlistado en la guerrilla y que, luego de un tiempo de preparación, los altos mandos de la región consideraron que era el adecuado para dirigir todo un frente armado en la zona rural del pueblo. Al parecer demostró un coraje inusual para un recién enganchado. Quizá en medio de esa horda implacable en que se había convertido la guerrilla su locura no fue percibida; o quizá después de todo lo que hicieron llegaron a estar más allá de lo que el resto vemos como locura.

Los secuestros fueron sucedidos por las exigencias normales de plata, y las familias pagaron. Pero él no estaba sujeto a las condiciones que hacen posibles los contratos, incluso entre bandidos. Así que lo único que recibieron las familias, después de pagar sumas adicionales, fueron los cadáveres: podridos, con señales de tortura y un disparo en la cabeza.

A papá, por ser el juez, le tocó llevar todos los procesos, sin reos o algunas veces con dudosos elementos de la última fila, y en todos los casos la sentencia fue rápida e idéntica: era Veterino. La atmósfera era tan opresiva a esas alturas que todos comenzamos a sentir un cosquilleo incómodo que interpretamos como el nacimiento del valor. Más tarde se revelaría, sin embargo, su verdadera naturaleza. Los primeros intentos fueron tímidos: unas cuantas vindicaciones verbales en noches de tragos, gritos en voz con sordina y una línea de la boca que ya no indicaba burla y desdén sino más bien una bravata impotente. Algunos se decidieron entonces por avanzadas un poco más temerarias, e incluso un par de comerciantes se acercaron a papá para pedirle que apelara a sus contactos en Manizales para organizar el homicidio. (En medio de la opresión, fue un momento de hilaridad enfermiza. Papá les dijo: “Lo malo es que donde eso llegue a pasar, ustedes serán los primeros en salir a decir: cómo será de peligroso este juez que mandó a matar a Veterino”). Y, mientras tanto, ellos seguían paseándose por toda la zona, con sus trajes vicarios de soldados u oficiales del ejército, dueños de un mundo que apenas habían descubierto y en el que no había otros seres vivos que ellos mismos, o ni siquiera eso.

La idea ya se había instalado entre nosotros y solo fue cuestión de tiempo. Los comerciantes comenzaron a reunirse para buscar una salida. Pero la solución estaba ahí desde el comienzo, y solo fue retrasada por la clara indignidad, el miedo larvado de reconocer que ninguno de nosotros era capaz de hacer nada; y disfrazamos todo con la idea nunca expresada abiertamente de que de todos modos habría que matar a una muchacha. Y como nadie la expresó, nadie se opuso o señaló que tal vez no era necesario; y si se hubiera dado la ocasión nadie habría dicho nada tampoco, porque a esas alturas la imagen de ella estaba tan adherida a la de él que no llegamos a verlos como individuos separados. Y no eran solo ellos dos, sino también la cuadrilla armada, que suponíamos tan descompuesta como él. Entonces apareció con claridad lo que todos nos habíamos imaginado pero no queríamos aceptar: el auxilio de los paramilitares de La Dorada.

No se supo quién los contactó, pero llegaron. Y todos estuvimos de acuerdo, o por lo menos nadie fue capaz de expresar el desacuerdo. Solo se hicieron visibles después de terminado el trabajo, pero esa es otra historia. Un enfrentamiento directo con Veterino y su cuadrilla estaba fuera de lugar. Así que transcurrieron seis meses entre su llegada y el resultado final. Fueron dos muchachos, infiltrados como campesinos en la zona de acción de Veterino. Lograron identificar cierto patrón en sus paseos; y para ese entonces él ya estaba tan lejos de la vida real, tan enloquecido en su nuevo papel de asesino, que el descuido vino rápido. Los bajaron a los dos, a él y a ella, por los lados de San Juan. Iban en una camioneta, él manejando, solos, sin la escolta. Y seguían proyectando una imagen tan sólida de horror y poder, que los paramilitares no se sintieron capaces de torturarlos, como era su costumbre, para mandar el mensaje de rigor al enemigo. Un tiro en la cabeza para cada uno. No hubo gritos ni ruegos ni llanto. Los dos se dejaron matar del mismo modo en que los habían visto todo este tiempo: con esa mirada sobrehumana de las máquinas que no deja adivinar un alma allá adentro; con el desapego que le habíamos visto entre nosotros y que no supimos interpretar, ni siquiera don Olimpo. En el funeral, don Olimpo debió de sentir la mirada de reproche de todos nosotros, desde balcones y ventanas o detrás de las cortinas, porque no quisimos asistir; y fue cuando alcanzamos a ver a la mujer con niña y supusimos que eran los parientes de ella; y papá dijo que era injusto con ellas y con don Olimpo, y salió sin pensarlo, con rabia, a acompañar el cortejo.