Baila la Sele
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Por ESTEFANÍA CARVAJAL
Todos vimos el video y fue imposible no ilusionarnos. Nos ilusionamos los colombianos y, con nosotros, la gente del mundo que sueña con el triunfo de los más débiles. El juego con Uruguay había sido una batalla a muerte. El gol de Jefferson Lerma —uno de esos cabezazos mágicos que viene anotando— nos llenó de lágrimas en el minuto 38: éramos virtuales finalistas; pero para el pitazo final faltaba mucho juego con un bicampeón del mundo que también venía de ser el mejor en su grupo. Desde entonces no hicimos más que sufrir: ellos en la cancha y nosotros en las casas, en las tiendas de barrio, en los bares, en los parques de los pueblos: nunca Colombia tan junta como esa noche en que diez hombres de amarillo derrotaron a los uruguayos y celebraron en el camerino bailando unos pasos imposibles, alucinantes, colombianísimos, como si el partido hubiera sido apenas el calentamiento de la fiesta.
Al ver el video de la celebración, pensé que no había forma de que esos hombres extraordinarios volvieran a casa sin la Copa América: una fe casi mística empezó a sembrarse en mi corazón y en el de los que me rodeaban, y de pronto en el país no ocurría nada más que la larga espera de la final imposible contra Argentina. Debíamos ganarle al campeón del mundo porque perder sería una fatalidad nacional: la derrota misma del entusiasmo hecho carne que baila.
El fútbol y la danza tienen en común muchas cosas. Ambas disciplinas requieren de un cuerpo vital, atlético, y en ambas la relación con el espacio y los otros es fundamental. Es un asunto de proxemia, según me dijo Rafael Palacios, fundador y director de la corporación Sankofa, que se dedica a la formación y creación de danza afrocolombiana.
La proxemia es un concepto que aparece aplicado en las artes escénicas, la danza, el automovilismo, el boxeo, en fin, en todas aquellas disciplinas, oficios y deportes que ponen al propio cuerpo en un espacio determinado en relación con los demás. La proxemia es lo que ocurre en el cuerpo cuando aceleras el paso en una calle oscura en la que de pronto aparece una sombra, pero también la sincronía de los amantes que llegan juntos al orgasmo.
“El fútbol y la danza son familia, son la misma fuente —explica Rafael—. Cuando nosotros —las personas negras— no podíamos hablar, en el tiempo de la esclavitud, con el cuerpo se hablaba. ¿Qué secretos estaban diciéndose los esclavizados que sus amos no podían escuchar? La danza, definitivamente, crea un lazo de comunicación muy fuerte entre las personas, y esa comunicación también se da en el fútbol. Con una mirada, con un gesto, saben que van a recibir el balón. Eso mismo pasa en la danza. ¿Cómo bailo yo con mi pareja sin tenerle que decir hacia dónde girar?”.
Además, dice, el fútbol es una coreografía.
Una coreografía como el gol de Lucho Díaz en el partido contra Panamá, que, según el propio guajiro, ya estaba ensayada, o como el rastastas de la selección Colombia en el mundial de Brasil 2014, cuando llegamos a los primeros cuartos de final de la historia tricolor y soñamos con vencer en su propia casa al rival más fuerte del continente.
“A mí me encanta cuando los futbolistas están bailando o celebrando los goles, la victoria o incluso la tristeza a través de la danza, porque si bien son futbolistas profesionales, reconocen la cultura artística danzaria del pueblo al que pertenecen. Y para mí, como bailarín y coreógrafo, por supuesto que es importante. Que las personas negras puedan celebrar a través de la danza”, opina Rafael.
Pero no a todos les vienen muy en gracia los bailes de la selección. A muchos jugadores, pero a Yerry Mina, en particular, le han caído críticas de esas que susurran por ahí, escondidas en cuentas anónimas de redes sociales. Los comentarios son de la misma naturaleza de los que suscitaron actos como el de Enzo Fernández, que cometió la estupidez de grabarse cantando una canción a todas luces ofensiva y completamente innecesaria.
Para Rafael, esas críticas tienen un nombre y ese nombre es racismo. “Eso molesta mucho: que a unos hombres negros, hablando de masculinidades, no les dé vergüenza bailar”. Que no les dé vergüenza abrazar sexualidades y corporalidades diversas; que quiebren la cadera y las muñecas sin miedo a que un tarado se las monte.
Hay algo de femenino en los movimientos de la salsa choke y el exótico, que es lo que bailan, en una mezcla de pasos a veces difusa, los jugadores de la selección. Ambos ritmos tienen en común que son actualizaciones hechas por jóvenes de los bailes tradicionales de sus regiones. En Sankofa, me cuenta Rafael, los llaman “ancestros del futuro”.
La salsa choke, en el Pacífico Sur, es un encuentro de la salsa con el tumpa tumpa del reguetón, y tuvo su momento de oro cuando la canción de Cali Flow Latino —el famoso Ras tas tas— se consagró como himno nacional en el mundial de Brasil.
El ritmo exótico, un poco menos conocido en otras regiones de Colombia, es del Pacífico Norte. Nació en las calles de Quibdó, primero como baile sobre cualquier música que les permitiera quebrar las articulaciones, y después como mezclas de DJ locales que partían de canciones de reguetón o salsa para convertirlas en temas más enérgicos, con trompetas y percusiones como protagonistas —algo similar a lo que ocurre con la nueva guaracha—.
Finalmente, el exótico se consolidó como ritmo cuando los artistas chocoanos empezaron a crear canciones desde cero, por y para los bailarines de Quibdó. Quizás la más famosa —y el videoclip que mejor resume el espíritu del exótico— es Fiesta Acústica, de Luis Eduardo, Yilmar Dresan, DJ F Mix, Brayan DJ y un combo de bailarines chocoanos que demuestran “el jolgorio que nos caracteriza”, dice la descripción del video de YouTube.
Once de los veintiséis jugadores colombianos convocados para la última Copa América son del litoral Pacífico —cinco del Chocó, tres del Cauca y otros tres del Valle de Cauca—, y cinco más vienen de la Costa Caribe. Para todos ellos puede ser imposible imaginar una celebración sin danza, una vida sin cuerpo. Y no tiene que ver con el color de piel —“no debemos caer en los esencialismos de que todos los negros saben bailar, todos los negros saben jugar fútbol o todos los negros son basquetbolistas”, sugiere Rafael—, sino con la tierra en la que nacieron y los tíos que les enseñaron los primeros pasos y los actos cívicos del colegio y las fiestas de quince de las amiguitas del barrio y el fútbol descalzo en cancha de arenilla y el exotiqueo en el parque, en la calle, en el garaje, en el zaguán, y todo lo que se lleva adentro del lugar en el que uno aprendió a amar la vida y a celebrarla.
Esta selección orgullosamente negra nos llevó a soñar con levantar la Copa América por segunda vez. Solo nos separó de la gloria que los argentinos, aunque de bailarines poco, nacen con una pelota de cuero pegada a la pierna y un trofeo en el bolsillo.