Número 140 // Julio-Agosto 2024

Moravia

Fotografía de Juan Fernando Ospina

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El recuerdo aún está fresco, maleable. Los lagos y cañaduzales son la primera memoria de la llegada a esos rastrojos cerca del Jardín Botánico. Parece que el tren aún existiera y pasara a unos metros de su casa. La alegría de las seis de la mañana esperando algo que cayera de las ventanas del tren de lujo. Moravia dormía al pie del basurero que le permitió a su familia hacer una vida en la ciudad. Los rieles eran lo único reluciente en el vecindario. Pero el tren también era huraño y soberbio. No atendía reclamos ni gritos ni afanes ni descuidos. Soltaba su pitido y seguía de largo, ciego y estridente.

Gladis Rojas tenía seis años cuando llegó con su familia a Moravia. Una cuadra que se pagaría con la siembra de legumbre y la recolección en el basurero. El tren era el gran personaje del barrio. Pero de pronto se enteró de que no solo dejaba ropa usada, confites o galletas a su paso. También había despojos entre los rieles. Hombres y mujeres que venían de barrios arriba y no tenían en su mente ni en sus oídos los ritmos y los gritos del tren. Había que limpiar las vías. “Si usted me limpia esos restos, yo le doy alguito para que merque”, le dijo un maquinista del ferrocarril a su padre. La clave para el desastre era sencilla. Cuando el tren pitaba tres veces había trabajo pesado en la vía. El tren entregaba la señal y su papá salía con un costalito a buscar los restos más grandes de los cuerpos. Gladis y sus hermanos recogían detrás de su padre los pedacitos que quedaban. “Vamos a hacer una obra de caridad, no tengan miedo”, decía su mamá, “solo vamos a darle cristiana sepultura a lo que queda de estas personas”. Salían temprano a buscar dedos y orejas entre los rieles para después llevarlos al morro, enterrarlos y ponerles una cruz encima. Gladis lloraba en las noches pensando en esas recogidas.

Hace poco participó de un taller de cerámica y pudo moldear esos recuerdos que antes fueron sus pesadillas. El barro ya está seco en el altar de Gladis Rojas. Ni los tres pitidos pueden cambiar sus formas.