Maniobras
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Por GLORIA ESTRADA
Ilustración de Piedra Alada
Entonces, después de cambiar intempestivamente de rumbo: ya no hacia abajo sino otra vez hacia arriba, desde ese olimpo que es la cabina del avión, el capitán anunció:
—Hemos realizado una maniobra que es muy común para nosotros. Suspendimos el aterrizaje debido a condiciones meteorológicas, por lo que vamos a movernos en dirección a Marinilla, que queda cerca del José María Córdova, a la espera de que mejore la visibilidad en el aeropuerto. Tenemos combustible suficiente para esta operación así que podemos estar tranquilos. Les sugerimos permanecer sentados con el cinturón de seguridad abrochado.
Ay no. Estaba tan cansada que no me asusté, solo rezongué porque no veía la hora de estar otra vez en mi casa, a unos cuarenta kilómetros de Rionegro. Durante el vuelo justamente venía pensando en lo increíbles que son esas máquinas, tan pesadas y vuelan, que no solo se sostienen en el aire sino que también avanzan. Quise ponerme infantil y pensar en lo maravilloso que es ver un avión elevarse, ese aparato con alas que nunca se recogen, que apenas si toma impulso y reta la ciencia y el asombro. Venía pensando en cuántas cosas tuvimos como humanos que estudiar, investigar, descubrir, analizar, aprender para poner estos aparatos en el aire.
Alcancé a dormitar pensando en eso, embolatada con eso. Cuando me di cuenta, llevábamos más de media hora sobrevolando Marinilla, dando la misma vuelta y avistando cada vez más cubierto el aeropuerto. Una capa de niebla se posaba sobre él, blanca, densa. Intocable.
Daniel, el capitán, volvió al altavoz, esta vez para decir que teníamos diez minutos más para ver si mejoraban las condiciones y aterrizar, o si iba a tocar devolvernos para Bogotá.
Un murmullo de lamentos se tomó el avión. Qué vaina. Yo había hecho unas cuentas alegres de estar a las nueve y media de la mañana acariciando ya mis gatos, pero eran las seis y media y aunque veía las montañas allá abajo, cubiertas por aquellas nubes y niebla, no las podía pisar. No es cuando uno quiere. Hemos inventado muchas cosas y hemos intervenido tantas otras, pero no tenemos rayos desintegradores de niebla. ¡Pas, pas! Que pudiéramos desde el avión lanzar una sustancia u objeto que ayudara a abrir paso entre las nubes… No. Antes de los diez minutos la voz del capi se volvió a esparcir por el aire, desde su trono nos dijo:
—Hemos tomado la decisión de regresar a Bogotá. Agradecemos su comprensión, es una circunstancia que no está bajo nuestro control.
La máquina voladora deshizo sus pasos, o aleteos, más veloz que nunca y aterrizamos con una sensación de fracaso en El Dorado. Habían pasado dos horas y estábamos en el punto A, en el origen, en el principio de todo. Recordé esa enseñanza básica en el colegio: una cosa es la distancia recorrida y otra el espacio recorrido… Pasajeros y tripulación acabábamos de graduarnos en espacio recorrido. En vano, pero a salvo.
Y en eso pensé las dos horas siguientes, a bordo del avión estacionado, sin poder bajarnos, a la espera de que las condiciones mejoraran en Rionegro y abrieran el aeropuerto, a la espera del nuevo plan de vuelo y el reabastecimiento de combustible. Pensé en la tranquilidad del piloto, en que podemos hacer cosas bien, como los aviones, aunque hayan primero sido protagonistas en lo militar y todavía desde ellos se lancen bombas y ataques. Elegí seguir sintiendo el asombro por la máquina que pesa toneladas y vuela y nos lleva de un punto a otro en un tiempo mínimo.
Como mantuve esa mirada, ingenua, pueril, cuando al fin pudimos aterrizar en el destino, a las nueve y media de la mañana, sentí el impulso de aplaudir, aplaudir a ese piloto que nos llevó hasta Rionegro y que no permitió que cundiera el pánico. Pero me contuve, la montañerada no es bien vista ni, mucho menos, compartida. Entonces, cuando ya pude caminar por el pasillo rumbo a la salida y vi al capitán de espaldas allá en su cabina, mirando botones apagados, quise al menos lanzarle con mi mirada un rayo poderoso, telepático, una palabra, qué sé yo; y parece que le llegó porque giró la cabeza un instante y pude enseñarle, sintiéndome una niña de once años, mi pulgar derecho levantado.
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