Personal de obreros, trilladora de Ángel López y Compañía. Benjamín de la Calle, 1923. Archivo Fotográfico de la BPP.
Mano de obra femenina bajo la mirada del Sagrado Corazón
Por MARÍA ALEJANDRA BUILES
Cuando los procesos industriales de Medellín empezaron a emerger, hizo eco en los pueblos aledaños el rumor de que se necesitaba mano de obra para trabajar en las empresas, algunos iban a recibir salario —que tal que no—, otros iban a trabajar a cambio de comida y dormida, oferta que era dirigida a las mujeres campesinas, a las solteronas, a las mal llamadas “beatas” y a los niños mendigos o huérfanos, que por cierto eran considerados sujetos con una “moral dudosa”.
En las primeras décadas del siglo XX oleadas de mujeres de la clase baja caminaron a pie limpio, con costales a cuestas hasta llegar a la ciudad en busca de empleo. La joven fémina destacada por su fuerza y vigorosidad fue el prototipo femenino preferido para los empresarios emergentes con anhelo de progreso industrial. El diez por ciento de la primera generación de obreras no llegaba a los quince años.
Se instalaron en incipientes espacios fabriles bajo el calor inhumano de máquinas recién llegadas de Europa y Estados Unidos, en medio de una tecnología deficiente consolidaron una clase obrera explotada que trabajaba sin descanso, sin garantías; el ser mujer devaluaba la calidad del trabajo, por eso el esfuerzo era mayor y el pago menor.
El tradicionalismo cultural antioqueño se apoderó de la ideología empresarial y, además de la fuerte incidencia de la política en la élite, la iglesia católica se alió con las fábricas para dar pie al “moldeamiento moral” de las obreras y erradicar su supuesta rebeldía. Los contratos laborales estaban amparados bajo el nombre de Dios, las reglas eran designadas por comunidades católicas que impusieron normas y conductas asociadas a la virtud. Sus acciones debían responder a modos de vida heredados de doctrinas religiosas.
Cuando se observa en detalle la fotografía tomada por Benjamín de la Calle en 1923 al personal de obreros de la trilladora de Ángel López y Compañía, un elemento llamativo salta a la vista: un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, sostenido por cuatro mujeres que miran al fotógrafo con timidez, entre sus manos tienen una imagen icónica dentro del constructo familiar y del mundo fabril de Medellín. Alrededor se agrupan las demás obreras —son tantas que es difícil contarlas— ubicadas acorde a la estatura, dispuestas para la foto, muchas de ellas de piel negra, visten trajes rudimentarios acorde a sus labores. En el grupo de trabajadoras se destaca la presencia de niñas; entre las mujeres se encuentran tres hombres bien parecidos, ataviados con trajes elegantes y dirigiendo la mirada hacia el objetivo, orbitando entre la feminidad, dejando clara su posición de poder. ¿Serán ellos quienes las vigilan más allá de la mirada acusadora del Sagrado Corazón? Seguramente sí.
Más allá de la supervisión masculina o de autoridades eclesiásticas, en los espacios de trabajo era usual y necesaria la presencia de efigies, cuadros y estatuas religiosas que vigilaran el trabajo de las obreras en su cotidianidad laboral, así ellas evitarían cometer actos que atentaran contra las normas.
La fotografía hace evidente el sentido simbólico que tenía la iconografía religiosa para el desarrollo industrial, la presencia de la mano de obra femenina que fue atraída con falsos ideales de trabajo teñidos de explotación y la vigilancia permanente de la figura masculina.
Además de sostener el cuadro del Sagrado Corazón, las mujeres sostuvieron la industria, su mano de obra fue el principal motor que movió la economía en la época. Hoy, esas imágenes de mujeres explotadas por la industria han quedado como testimonio histórico de que Medellín es una ciudad levantada por la fuerza femenina.
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