Archivo restaurado
Universo Centro 044
Abril 2013
Por ANDRÉS DELGADO
Fotografías de Juan Fernando Ospina
Durante la noche, sentados en el bar Hollywood, Juliana no ha dicho mi nombre. No me dice Andrés, sino papi, y cada que me dice papi yo floto en los espacios misteriosos de mi ser. Andrés es el nombre del esclavo que obedece las órdenes del mundo. Papi es un cuento de mil y una noches.
Al frente de nuestra mesa está la pista de baile. Los cuerpos de las parejas que bailan me recordarás, aunque me vaya me recordarás son cruzados por rayos de colores. La música truena, las parejas sonríen y el barman sirve un trago en la barra. Me recordarás, aunque me vaya me recordarás.
—Venga bailemos —y Juliana taconea por entre las mesas, arrastrándome de la mano como a un hijo bobo.
Me sube una bomba de sangre a la cabeza. Por favor, voy a pisarle los pies. Las parejas quiebran cintura y la bola de espejos despide rayos en todas las direcciones. Me recordarás, aunque me vaya me recordarás. Será cuestión de los tragos, pero la música comienza a gustarme. Juliana me dice que por favor no le mire tanto los pies. Me avergüenzo y levanto la frente. Me sonríe, tan linda, y su gesto restablece mi confianza. Mi nariz llega a su coronilla, aunque Juliana tiene tacones. Su rostro afilado me gusta, pero ese pequeño lunar redondo al borde de su labio me hace pensar en algo siniestro.
—No mueva tanto los hombros —y su aliento fresco a Chiclets Adams me golpea en la cara.
***
Pleno ajetreo de la calle Bomboná entre Junín y Palacé, siete de la noche. La comida callejera chirrea en la grasa mientras se levanta un vapor feroz desde las planchas de asaduras. Mientras espero mi tarrito de intestino asado liquido una butifarra. Mastico ansioso, pensando dónde carajos gastar mi viernes. Me tortura la pregunta de los desesperados: ¿A quién llamo?
La congestión de la calle se revuelve con aire orgánico. Voceadores de buses y almacenes de cachivaches. Gente, colectivos y taxis. Pitos, semáforos. Una carreta hasta el tope con una pirámide de mangos amarillos. Al frente, un marco en media luna con luces de striptease, muy distinguido. Seré pendejo. Lo que necesito es un ron despachado con cerveza mientras miro viejas empelota.
***
El bar Hollywood es una caverna roja y mineral, estrecha y larga como cualquier cueva. Al fondo están la barra y la pista de baile. Truena una salsa de Marc Anthony: Qué precio tiene el cielo, que alguien me lo diga. No hay barra de striptease ni tarima. Estoy desubicado y dudoso. Desde el fondo oscuro me mira un cúmulo de ojos intimidantes, así que no hay de otra que gastarse una cerveza. Avanzo muy despacio por el pasillo. Así debe ser el infierno: largo, estruendoso y rojizo. No sé dónde sentarme. Este infierno tiene ventiladores y mujeres que cuchichean en las mesas y me miran como colegialas, las coperas.
Por fin me siento. En la mesa hay un tarro rojo cuya función no entiendo. Las otras mesas también lo tienen. ¿Será un cenicero? ¿O un tarro para las propinas? Viene una pelada que sonríe y pregunta qué quiero tomar.
—Una Pilsen —y yo también le sonrío—, bien fría si es tan amable, y un ron doble.
Su calidez y disposición me hacen sentir cómodo y tranquilo.
—¿Usted cómo se llama? —le pregunto.
—Julianaaa —y me mira.
—¿Se quiere sentar conmigo, Juliana?
—Ya vengo pues para que conversemos un ratico —y taconea en dirección a la barra.
Un afiche: prohibida la entrada de armas. La pelada llega con mi pedido, abre la cerveza y echa la tapa en el tarro. Para ella ha traído una cerveza Clarita que también destapa frente a mis ojos. La desconfianza en estos sitios es por el licor adulterado. ¿Pero el trago de ron? Espero que en dos horas no quede envenenado y ciego. El ron me destapa las vías respiratorias, y lo bajo con un buen trago de cerveza.
***
A nadie parece importarle que esté bailando con Juliana. Durante el primer minuto bailamos en un par de baldosas. Cuando vamos de nuevo en el coro, Juliana toma la iniciativa y me empuja en un paseíto por la pista. Me recordarás, aunque me vaya me recordarás. Dejarse jalar por una mujer en un baile es de lo más incómodo. En la palma de la mano siento el michelín blando de su cintura. Juliana es trocita y chiquita. Y dice que come poquito. Le amaso el gordito, que me relaja y a la vez me provoca. En un acto reflejo me atrevo a seguir la letra de la canción.
—Ay, usted canta muy lindo —me dice al oído.
Me siento halagado y aspiro con ganas. Su cuello huele a una mezcla de champú, cigarrillo y sudor. Sigo amasando su michelín y un impulso me recorre el espinazo. Menos mal acaba la canción y consigo zafarme.
Llega un señor con la camisa rota en el hombro y con todo el carácter nos extiende una caja con cigarrillos y chicles. Desatendemos. Otros nos han ofrecido relojes, gafas de sol, chocolatinas y billetes de colección. Ya vamos por el tercer trago y me pica la curiosidad. El dinero que gana cada noche proviene de tres partes. La primera es el sueldo, la plata que se obliga el patrón: veinte mil los días flojos, de lunes a miércoles, y veinticinco mil de jueves a domingo. El sueldo de copera está asegurado cada noche, bien sea que se venda la faena o se pase en blanco. La segunda fuente son las propinas de los clientes, que van desde dos mil hasta cuarenta mil pesos. La tercera entrada, el atractivo del trabajo, son las fichas recogidas. Por cada cerveza Clarita que se beba, la pelada reclama al barman una ficha equivalente a mil pesos. Al finalizar la jornada se contabiliza y se liquida lo recogido. La mecánica del trabajo consiste en que el cliente pida lo suyo y Juliana una Clarita. A lo largo de la noche las meseras taconean por los pasillos con un monederito en la mano, el botín de su pequeño tesoro de fichas.
Dice Juliana que la quincena pasada tuvo una buena noche. Ganó ochenta y cinco mil pesos: los veinticinco mil de sueldo, propinas por treinta mil y treinta y cinco fichas en su carterita. ¡Carajo, eso es mucha cerveza!
—Pero uno se acostumbra. Además, mi tía me enseñó a tomar una copita de aceite de ricino; así se aguanta la beba.
La tía me queda sonando.
—De todas maneras, una llega todos los días prendida a la casa, cuando no es borracha.
***
Ahora suena un despecho de Darío Gómez. Prefiero estar solo que mal acompañado. Nuestro vecino bebe aguardiente y manotea. Escupe al piso y se limpia la boca con amargura. Sostiene una bolsa plástica engrasada con la que señala a las peladas del fondo.
—Es todo lindo ese señor —me dice Juliana.
Y si de amores por ahí alguien te menciona, nunca le digas que tú fuiste mi mujer. Una de las peladas, tal vez la más flaca de todas, llega donde el señor: short, ombliguerita, abdomen plano y rostro duro. Mientras fuma, mete la mano en la bolsa extendida por el señor, saca un buñuelo y le saca un mordisco. De regreso a su mesa mastica y le da una calada a su cigarrillo. Este trabajo no es fácil. Se bebe mucho y se come poco o nada. Otras peladas pasan por su buñuelo donde el señor.
—Siempre nos trae comida —me dice Juliana—. ¿No es muy lindo el señor?
***
Los horarios varían según el turno. El diurno va desde las diez de la mañana hasta las siete de la noche, y el nocturno desde las seis de la tarde hasta las tres o cuatro de la mañana. Los martes son el peor día, porque incluso los lunes llegan a ser buenos cuando los clientes están de farra desde el domingo y se lamben también la mañana del lunes hasta quedar abatidos.
Pero no solo se gana con las Claritas. Un guaro, un trago de ron, también generan una ficha de mil pesos. Pero Juliana prefiere la cerveza porque así aguanta más, así se vea obligada a ir continuamente al baño. Pide cerveza hasta que el cliente le ofrece media de ron o de guaro para los dos. Y tiene que aceptar. Con este pedido se gana seis fichas de un tajo. La idea es despachar la media lo más pronto posible para volver a pedir. Con toda razón a Juliana la cerveza le pasa como un jugo.
Los tragos ya me tienen cantando yo no sé por qué borracho te recuerdo. Le pido a Juliana que me muestre una de las fichas que se ha ganado esta noche. Mientras agacha la cabeza y esculca su monederito, espero ver una sofisticada ficha de casino. Me muestra un botón para camisa elegante.
—Pero estos botones son fáciles de conseguir —le digo pensando en un fraude—, son como a veinte pesos cada uno.
—¿Pero de estos rayaditos? —me contesta desafiante—. ¡Vaya pues consígalos!
***
Le pregunto a Juliana si le provoca un tarrito de chunchurria. “¡Pues claroooo!”. La dejo en la mesa y salgo al agite de la calle. Cuando estoy de regreso se lo extiendo y me mira agradecida y feliz. Entonces guarda en un papelito el chicle que está masticando.
–¿Quién te metió en este rollo? –le pregunto.
–Mi tía.
Me cuenta que la tía tiene un puesto de hierbas en la Minorista. Un policía que le compra baños de la suerte fue quien hizo el puente. No fue fácil. Cuando el puesto resultó, la tía aconsejó a Juliana: tenía que aprender a conversar con los clientes, entretenerlos, ser bien confianzuda, sacarlos a bailar, obligarlos a beber, ajustarse las tiras del brasier en su presencia. Simular componer las copas y aprovechar para tocarse ella misma es un truco que siempre funciona. “Darles piquitos, dejarse tocar comedidamente”.
Para sacar una pelada del bar el cliente tiene que incurrir en tres gastos: el motel, la multa del bar y el precio de la chica. Una habitación en un motel de combate en una de las zonas más sórdidas, por Carabobo o Tejelo, se consigue por diez mil la hora o quince mil toda la noche: sábanas traslúcidas y paredes en ladrillo pelado. El tope mínimo para sacar del turno a una mesera arranca en treinta mil y puede subir hasta ochenta mil. Todo depende del tipo de cliente: de su pinta, de lo que haya tomado, de la propina. Depende del día, de la hora, de las ganas que el sujeto demuestre, del ánimo de la patrona. La patrona es como una suegra entre mala leche y alcahueta, pues es ella quien cobra la multa del bar. Depende también del tiempo: una hora, dos, el resto de la noche. Depende de las deudas, del arriendo, de los servicios públicos. Y depende, sobre todo, de la cantidad de fichas recogidas. El cuadre también depende del hambre que se tenga.
***
Son las 9:30 de la noche y Juliana me coge la mano y me obliga a mirarla. Hago un esfuerzo para no sucumbir al plan depredatorio. Es el aliento suyo, el de verdad; el aliento natural de la noche en el bar. Juliana cierra los ojos y acerca su rostro. Dicen que las coperas ayudan a lidiar con el peso del mundo. Si esto es cierto, Juliana comienza a levantarme.
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