“Tenía un confesor, un sacerdote que me dijo un día ‘cuando tú te casas o cuando tú te enamoras de Jesús, nunca dejas de ser de Él’”, cuenta Yeye, quien, desde que dejó la vida religiosa, no ha tenido suerte en el amor. Hoy es veterinaria y a pesar de haber encontrado en la naturaleza y la mirada de los animales la presencia divina que había perdido en el amado, describe su situación como “una tusa eterna”.
El teólogo Michel de Certeau habla de los místicos de los siglos XVI y XVII como personas que reaccionan a una ausencia similar a la que siente Yeye. Entre la fe y el erotismo, hay santos de la iglesia como Teresa de Ávila y Juan de la Cruz que, de la forma más literal, fueron tocados por un amado que es el universo todo y se pasaron la vida tratando de describir, con poesía y con sus actos, ese encuentro con el amante que ya no está, o al menos no de la forma en la que estuvo presente en el instante que los transformó.
Hace años yo era un muchacho de provincia que estudiaba en Bogotá y como le pasa a mucha gente que hace ese tipo de viaje, todo se hacía más liviano gracias a quienes habían llegado antes. Hace años, una prima de mi mamá vivía en la ciudad, enseñaba en un colegio y había conocido un argentino en un chat de Yahoo. Se había casado con él y juntos construimos algo así como una familia de campaña.
En 2016, la prima de mi mamá, mi otra mamá, se murió de un cáncer agresivo y pocos meses después, Alfredo, el argentino de internet, se murió también, con el corazón roto.
En una de esas noches larguísimas, en las que me despertaba y lloraba desbordado, me senté en el filo de la cama y sentí algo que no alcanza a explicarse con palabras. Me abrazaron. Algo que me abarcaba por completo, algo que se sentía cierto en medio de la noche me dio amor y consuelo. Hay estimulantes químicos que te despiertan, que te adormecen, incluso los hay para sentir el frenesí de los amantes o un embotamiento momentáneo en que el mundo y el cuerpo se dilatan y te da una risa entre pendeja y desesperada. Sé cómo se siente todo eso y por eso creo que lo de esa noche fue otra cosa.
Por primera vez en mucho tiempo me sentí mejor y en compañía de mis muertos. El paso lógico, pensaba —a pesar de haber renegado de los curas toda la vida—, era volverme uno.
El experimento duró poco. Por unos meses fui a la Casa de Discernimiento Vocacional de los jesuitas, cerca del Parque Nacional. Allí me tuve que entrevistar con un padre que se llamaba Virgilio, como el poeta que guía a Dante por Infierno y Purgatorio. Le conté lo que me había pasado y le dije que quería dedicar mi vida al servicio. Virgilio, que seguro veía con más calma mi recién hallada vocación, contestó: “Hay muchas formas de hacer eso”.
Aunque nunca vi nada sustantivo, siempre tuve la sensación de que, salvo alguna excepción notable, los jóvenes que estaban empezando su proceso conmigo, más que volverse curas, querían tramitar de una forma más o menos segura cuestiones relacionadas con su orientación sexual, aspiraciones sociales o alguna tensión con sus familias. Yo mismo estaba buscando un atajo para no hacerme cargo de mi duelo.