Número 144 // Mayo 2025

La muerte del papa mostró que su mensaje llegó más allá de los muros de la iglesia. Quienes nos hemos alejado de esa institución podemos encontrar el motivo en nuestro propio cuerpo.

La nostalgia del todo y el papa del fin del mundo

por MATEO GUERRERO • Ilustración de Jenny Giraldo García

“El obispo de Roma, Francisco, regresó a la casa del Padre”, así anunció el Vaticano la muerte del papa. Enseguida, llegaron las reacciones habituales. Políticos, religiosos, opinadores, todos lamentaron la pérdida del hombre bueno, del líder justo, del amado. A mí, que alguna vez me interesó ser cura y terminé alejado definitivamente de todas las iglesias, me pareció más inesperada, y quizá por eso, más genuina, la respuesta de los menos o los nada espirituales. Mis redes, físicas y virtuales, se llenaron con una conmoción que me parecía difícil de entender y que me sorprendió. La escritora Mariana Enríquez anotó algo similar en su columna: “Gente que jamás hubiese imaginado que podría siquiera respetar a un papa le tenía afecto. Me incluyo”.

En el mundo de las deportaciones masivas, de la crisis climática y el regreso del fascismo más rampante, Francisco tenía un mensaje a contrapelo que invitaba a defender la dignidad de la vida; la del palestino y el disidente sexual, la del migrante, la de los animales y plantas en la “casa común”, la del débil y el humilde, la vida toda. Más allá de lo obvio, me parece que hay algo que dejamos de lado cuando nos quedamos con el consenso del “papa chévere”, algo que nos alcanza incluso fuera de la iglesia, que tiene que ver con nuestros cuerpos y con la forma en que negociamos las ausencias.

A puertas cerradas, después de la misa

Según datos del Vaticano, al igual que en Argentina y Paraguay, en Colombia más del noventa por ciento de la población fue bautizada en la iglesia católica. Menos frecuente es tomar la decisión de volverse religioso. En un especial sobre la crisis de vocaciones en la iglesia, El Tiempo decía que en 2023 había 6725 sacerdotes en todo el país. Si llenamos un estadio con diez mil colombianos, solo uno sería cura católico.

Cuando era niña, Yeye, que me pidió que no la llamara por su nombre, vivía en una casa que se caía a pedazos. Las monjas de la congregación del Buen Pastor, que tenían una relación cercana con su madre, le abrieron las puertas en un lugar que tenían disponible, al lado de la cárcel de mujeres y conectado en su parte posterior con la iglesia de Fátima, en Pasto.

Como un paso natural en la vida que ya tenía, Yeye comenzó el proceso para volverse monja. “Te vas a enamorar de Jesús y tú vas a ser de él”, le decían a esa niña que se convertiría en esposa de un ser absolutamente superior al resto de los hombres. Así, con la ilusión de quien persigue la promesa del amado, Yeye dejó su casa y su ciudad a los dieciséis.

Dos años después, estaba lavando los platos en los que había comido con sus hermanas cuando llegaron con la noticia de que Cristina, la mentora de Yeye durante la primera parte de su proceso, había dejado la comunidad para casarse con un profesor del colegio de las monjas. “A mí me tronó la fe y la vocación”, cuenta Yeye, que añadía una más a su lista de desilusiones.

“Yo era una niña de contextura gruesa. Siempre fui más tosquita, más anchita que el resto, entonces cuando me fui al convento me dijeron: ‘Tienes que bajar de peso porque las bethlemitas no somos gordas, las bethlemitas somos elegantes’”, dice. Al trato diferencial en la dieta se sumaba el de “la mancha del pecado”. Yeye había nacido fuera del matrimonio y para entrar en la comunidad tuvo que conseguir un permiso especial de la madre superiora. “Me decían, ‘para ti va a ser más duro, vas a tener que dar más’” y fue tan así que tras acumular abusos e insinuaciones de sus superioras, el retiro de Cristina acabó con las fuerzas con las que había contenido todo.

Nacer dentro del catolicismo pone a muchos en un camino por el que se baja en piloto automático. Para Yeye, la decisión consciente de entrar en una comunidad fue “entender qué pasa cuando la misa se acaba y se cierran las puertas de la iglesia”. La ruptura también viene de estrellarse con un dogma.

El lugar de la mujer dentro de la jerarquía de la iglesia, lo que se permite y no se permite en términos sexuales, la idea de que un sacerdote es como un extraterrestre al que se debe obedecer porque tiene la verdad, todo hace parte del cuerpo de doctrina que, sin estar completamente convencido, Juan Carlos Merchán tendría que defender desde el púlpito.

El proceso para convertirse en jesuita es largo y cuando le faltaba un año para volverse diácono y otros seis meses para ordenarse presbítero y poder —al fin— dar misa, Juan Carlos dejó la Compañía de Jesús. Habían pasado trece años desde que entró.

Al contrario de Yeye, Juan Carlos tiene buenos recuerdos de su comunidad y las personas con que entró. El problema vino cuando los miembros de ese grupo extraordinario empezaron a retirarse uno a uno. “La vida en comunidad tiene cosas muy especiales y muy bonitas de apoyo mutuo, pero siento que muchas veces eso se va enfriando y es necesario que uno se acostumbre a cierto individualismo y cierta soledad”, dice.

La tusa eterna de la experiencia mística

“Tenía un confesor, un sacerdote que me dijo un día ‘cuando tú te casas o cuando tú te enamoras de Jesús, nunca dejas de ser de Él’”, cuenta Yeye, quien, desde que dejó la vida religiosa, no ha tenido suerte en el amor. Hoy es veterinaria y a pesar de haber encontrado en la naturaleza y la mirada de los animales la presencia divina que había perdido en el amado, describe su situación como “una tusa eterna”.

El teólogo Michel de Certeau habla de los místicos de los siglos XVI y XVII como personas que reaccionan a una ausencia similar a la que siente Yeye. Entre la fe y el erotismo, hay santos de la iglesia como Teresa de Ávila y Juan de la Cruz que, de la forma más literal, fueron tocados por un amado que es el universo todo y se pasaron la vida tratando de describir, con poesía y con sus actos, ese encuentro con el amante que ya no está, o al menos no de la forma en la que estuvo presente en el instante que los transformó.

Hace años yo era un muchacho de provincia que estudiaba en Bogotá y como le pasa a mucha gente que hace ese tipo de viaje, todo se hacía más liviano gracias a quienes habían llegado antes. Hace años, una prima de mi mamá vivía en la ciudad, enseñaba en un colegio y había conocido un argentino en un chat de Yahoo. Se había casado con él y juntos construimos algo así como una familia de campaña.

En 2016, la prima de mi mamá, mi otra mamá, se murió de un cáncer agresivo y pocos meses después, Alfredo, el argentino de internet, se murió también, con el corazón roto.

En una de esas noches larguísimas, en las que me despertaba y lloraba desbordado, me senté en el filo de la cama y sentí algo que no alcanza a explicarse con palabras. Me abrazaron. Algo que me abarcaba por completo, algo que se sentía cierto en medio de la noche me dio amor y consuelo. Hay estimulantes químicos que te despiertan, que te adormecen, incluso los hay para sentir el frenesí de los amantes o un embotamiento momentáneo en que el mundo y el cuerpo se dilatan y te da una risa entre pendeja y desesperada. Sé cómo se siente todo eso y por eso creo que lo de esa noche fue otra cosa.

Por primera vez en mucho tiempo me sentí mejor y en compañía de mis muertos. El paso lógico, pensaba —a pesar de haber renegado de los curas toda la vida—, era volverme uno.

El experimento duró poco. Por unos meses fui a la Casa de Discernimiento Vocacional de los jesuitas, cerca del Parque Nacional. Allí me tuve que entrevistar con un padre que se llamaba Virgilio, como el poeta que guía a Dante por Infierno y Purgatorio. Le conté lo que me había pasado y le dije que quería dedicar mi vida al servicio. Virgilio, que seguro veía con más calma mi recién hallada vocación, contestó: “Hay muchas formas de hacer eso”.

Aunque nunca vi nada sustantivo, siempre tuve la sensación de que, salvo alguna excepción notable, los jóvenes que estaban empezando su proceso conmigo, más que volverse curas, querían tramitar de una forma más o menos segura cuestiones relacionadas con su orientación sexual, aspiraciones sociales o alguna tensión con sus familias. Yo mismo estaba buscando un atajo para no hacerme cargo de mi duelo.

La lengua materna de Dios

Al poco tiempo de cerrar ese capítulo, mientras trabajaba para El Espectador, conocí a un cura de la región portuguesa de Madeira que había publicado una antología con su poesía traducida al español. Mentiría si dijera que en los últimos ocho años el nombre José Tolentino Mendonça me pasó por la cabeza más de dos veces, tal vez, antes o después de una mudanza, al encontrar y olvidar rápidamente alguno de sus libros; quizá, de repente, un día, atacado por la imagen de su apellido mal escrito en la nota que hice sobre él para el periódico.

En todo caso, desde la mañana en que recibí el mensaje de un amigo que me preguntaba si ya había visto quién estaba en las listas para suceder a Francisco, comprobé que Tolentino era, según periodistas en España y Gran Bretaña, uno de los cardenales con más opciones en el cónclave.

Tolentino recoge la lectura que hace De Certeau, no solo al escribir poesía mística, sino al sostener que la fe, lejos de ocurrir en una región espiritual, es una experiencia de los sentidos. “El cuerpo es la lengua materna de Dios”, dice Tolentino que, muy en la onda del papa Francisco, también decía que nada de lo humano le era ajeno. Tal vez por eso escribió poemas en los que Patti Smith explica el Cantar de los cantares. En los versos del hoy prefecto del Dicasterio para la Cultura y la Educación en el Vaticano, aparecen baños de bar donde el desinfectante delata “cómo se borran / los vestigios del amor” y un Dios casto que se deja consumir “con la pasión insultante / de los libertinos”.

Aquella vez, Tolentino me habló de su familia de pescadores, de su abuelo que figura como cazador de ballenas en una adaptación olvidada de Moby Dick y de la visión de un hombre asesinado en Angola que lo acompañaba desde niño. Para ese día de 2017, Tolentino ya había escrito casi una docena de poemarios y desde entonces le ha sumado a esa obra libros de teología y decenas de columnas de opinión.

Hay mucho fuego en los poemas de Tolentino, y yo, que escribo esto en pantalla paralela con el humo blanco del cónclave, creo que habría sido una exageración que después de un argentino, la iglesia eligiera un rockstar como papa.

Al margen de lo que pueda venir con León XIV, creo que el cuerpo es clave para entender la sensación de pérdida que quedó en el aire con la partida de Francisco. Más que vivir con la muerte asegurada, tener cuerpo es la posibilidad de encontrarnos con un misterio que nos sobrepasa. No hace falta caber en ninguna iglesia para saber eso, tampoco es necesario ser religioso para entender que el cuerpo es frágil y que todo lo vivo necesita de otro y sus cuidados. Frágiles y dignos estamos todos, arropados en una universalidad que se le escapa entre los dedos a cualquier emperador, pero a la que sí pueden señalar los poetas y el papa de los pobres.