Número 144 // Mayo 2025

Comenzamos nuestra serie de textos cariocas luego de nuestro viaje a Río. Iniciamos con Las Ocupaciones y su vida provisional, su cotidianidad sobre edificios abandonados, sus hogares sobre armazones industriales. Un refugio para quienes no tienen casa ni pueden arrendar un techo en ciudades que ha ido copando el turismo. En el medio, Suellen Cristina da Silva, la mujer que regenta esa ciudadela con una sonrisa de hierro.

Ocupação Daru: velar y dormir

por PASCUAL GAVIRIA • Fotografías de Juan Fernando Ospina

Son las cinco de la tarde y hay una especie de recogimiento en las bodegas ruinosas que se sostienen en Inhauma, uno de los barrios del Complexo do Alemao, en Río de Janeiro. Una fábrica de soportes ventilatorios y ayudas cardiacas quebró hace unos años y quedaron las deudas, los hijos del difunto dueño buscando recuperar unos reales y esas enormes cajas abandonadas. La última luz de la tarde le entrega un resplandor inmerecido al paisaje silencioso y deshecho.

La bodega se convirtió hace cuatro años en el albergue permanente de 113 familias, la mayoría llegadas desde un desalojo hecho en otras ruinas, otro escampadero. ¿Es posible llamar hogar a esas construcciones repentinas, intuitivas? En el antiguo cascarón les prometieron una vivienda, hicieron el inventario de habitantes, les dijeron que allí se levantaría una Villa Olímpica y un poco después, luego de apaciguarlos, les mandaron la policía y los sacaron a empujones, con el afán y la brutalidad de los operativos relámpago. Ni villa, ni olímpica, ni refugio, ni albergue… Ni hogar. ¡Afuera!

Entonces apareció Suellen Cristina da Silva. En ese momento tenía 32 años y decidió tomar la responsabilidad: “Yo no tengo vergüenza, soy muy comunicativa”, me dice Suellen cargando un pollo joven al que persigue una jauría de cachorros sobre los escombros afuera de las bodegas. Un vecino tiene un galpón hecho con retazos de madera y alumbrado con un único bombillo descolorido. La escena retrata a Suellen, ella cuida lo de todos, es la guardiana de puertas para adentro y para afuera, la prefeita de las ruinas, el refugio, el albergue, el hogar.

Suellen Cristina da Silva.

Río tiene una amplia colección de este tipo de colmenas que casi siempre están fuera de las favelas empinadas. Un estudio publicado en 2024 por el Instituto de Investigación y Urbanismo y Planeación Regional de la Universidad de Río de Janeiro, habla de 2435 familias que viven en 69 edificios abandonados en la ciudad. Un veinticinco por ciento de los habitantes son madres solteras, como Suellen. Brasil tiene un déficit habitacional de más de ocho millones de viviendas, una cifra que creció con la pandemia. El precio de los arriendos en las ciudades más turísticas es la principal causa del problema. El arriendo por una noche de una casa con terraza en Rocinha, una favela que mira a las playas de Leblon, Copacabana e Ipanema, puede costar más que una habitación en alguno de los hoteles más caros de Río. Las fachadas pintadas en las favelas son hoy un símbolo de la ciudad que le compite al Cristo Redentor. Y los guías turísticos de favela revolotean con sus chalecos en las entradas de algunas de ellas.

Suellen no solo es comunicativa. Su cuerpo robusto y un caminar lento de guía de museo, su sonrisa inextinguible y una voz que apaga reclamos y altercados muestran a una mujer que podría pararse en cualquier atril, no para dar un discurso o un sermón, sino para entregar soporte a una pequeña sociedad que siempre está en obra, frágil, a medio construir. Ella se encargó de guiar a todos sus vecinos luego del desalojo. “Vamos a una fábrica que está cerca, vamos todos”, y marcó el paso hacia la bodega prometida. Afuera de la antigua fábrica, en lo que hoy es un parqueadero, me muestra el muro con las dos eses que fueron su escritura pública cuando llegó a la ocupación. Su marca está todavía donde levantó el primer cambuche para dormir con Beatriz, su única hija, que en ese momento tenía trece años.

He usado la palabra ocupación por indicación de Suellen. Me ha enseñado la diferencia frente a la palabra invasión que usan las autoridades. “Esa palabra suena mucho más fuerte, solo ocupamos un espacio que estaba vacío”, me dice con la sutileza semántica que retrata su inteligencia, su diplomacia, sus certezas. Suellen es una de esas personas singulares que son capaces de liderar desde el aplomo antes que desde la arenga.

Un poco del interior de los edificios ha aparecido al final de la tarde, en medio de la conversación. Se insinúan los corredores de la “fábrica”, las puertas numeradas bajo la palabra casa, las rutinas de la intimidad que aviva todos los hogares. Plantas en los corredores, televisores encendidos, el ronroneo de un aire acondicionado, un niño que se sostiene sobre el pequeño portón que le impide salir de la casa. Hasta ahora todo ha sido entrevisto.

Es hora de ingresar a la vecindad. Lo primero que encuentro es una lista de precios escrita con un marcador en una columna: alho 2.00 unidade, detergente 3.00, cerveja 5.00, cigarro 50 cent, Duhl Hill 1.00. Son las únicas tarifas de las que se habla en la ocupación: “Aquí no existe dinero alguno”, me dice Suellen. No hay cobros, no hay pagos por administración, el agua y la luz llegan por conexiones informales que llaman “gato”. Nada tiene uniformidad en esas escalas y corredores, todo está hecho a retazos, las baldosas cambian a cada paso, las paredes son nuevas en un pasillo y gastadas cuando se voltea una esquina, todo es desigual, provisional, improvisado. Una realidad que se ha ido acomodando a un espacio, que se mueve a lado y lado y adopta posiciones extrañas, como el insomne que busca un poco de reposo. Aquí se construye en medio de la destrucción. Todos los pasillos parecen conducir a lugares iguales, confunden, atemorizan por momentos. Es fácil perderse entre los laberintos de esos dos edificios de tres pisos.

Los apartamentos son variados, casi todos de techos altos y con un solo espacio por la estructura de la fábrica, los del último piso con aire acondicionado, otros estrechos, recién cortados por un muro todavía fresco. Todos pulcros al interior, guardando un orden que quiere desmentir el caos de afuera, manteles y colchas tendidas, electrodomésticos como tótem principal, retratos de los niños impresos en las papelerías, ropa colgada en los pasillos. Los corredores tienen una penumbra fresca. En un rincón un olor a marihuana para adornar el recorrido.

De la mano de Suellen, que todo el tiempo va riendo, saludando, dando respuestas, entramos a la casa de Leonardo. Acaba de llegar a la ocupación. Su apartamento es un cuarto amplio bajo el aspecto de un gran almacén de variedades: porcelanas, vajillas incompletas, frascos variados, candelabros… Todo en su puesto, ubicado con método. En un rincón de ese gran baúl está un arrume de arena protegido por unos ladrillos en el piso. Es la definición precisa para la ocupación: todo está perfectamente ordenado y al mismo tiempo en obra. Una manera de luchar contra la inestabilidad. El estudio de la Universidad de Río sobre las ocupaciones muestra que buena parte de sus habitantes son personas pertenecientes a la comunidad LGBTQ, como Leonardo. Muchos llegan a las ocupaciones huyendo de abusos y amenazas en algunos barrios.

A Suellen le entran mensajes a toda hora en su celular. Un grupo de WhatsApp la bombardea durante su trabajo esporádico como empleada doméstica, la sobresalta en la noche, le toca el hombro el día que decide irse de playa. Es una especie de consejo de administración permanente. Debe arreglar pleitos, aconsejar jóvenes, distribuir turnos, hacer llamados de atención, recordar a cada momento que solo como comunidad podrán vivir, que la precariedad solo se puede sobrellevar con calma y respeto. “La vida no es fácil para todos. Yo no vivo solo mi vida, vivo la vida de los más próximos, me pongo en su lugar. Somos libres, somos una comunidad, todo se conversa”. Suellen lo dice con convicción mientras el sol de la tarde la hace ver tan verdadera. La ilumina de frente cuando contiene una lágrima porque lo suyo es la risa. Su tarea hace pensar en las unidades de grandes edificios con vivienda de interés social que viven al borde del fracaso y el tropel en muchas ciudades del mundo. Los problemas de la vida vertical se manejan mejor en esa copropiedad donde todas las zonas son comunes.

La conversación, en medio de esa mezcla de portugués y español, entrega equívocos y revelaciones. Por momentos el portugués es un español contado en sinónimos, con palabras que dan nuevos significados, agudezas imprevistas. El próximos que usa Suellen es tal vez un prójimos, me ha dicho que dios está por encima hasta de su hija, y ese giro, ese cambio de una jota por una equis define bien toda nuestra charla. “Prójimo: persona próxima, que por pertenecer al género humano debe ser objeto de caridad y solidaridad”.

Al final de uno de los pasillos hay una ventana recién hecha a cincel para ventilar un poco. Una claraboya. Me asomo para tomar algo de esa luz y me sorprenden dos jóvenes que conversan en la calle, al lado de un poste. Cada uno carga un fusil en medio de la charla relajada. He visto esa misma imagen en esquinas de varias favelas. Pero esta vez la sorpresa me encandila. Le pregunto a Suellen por el papel de los grupos armados, las bandas, los combos, los llamaríamos en Medellín. “Aquí es una ocupación, aquí no es de ellos, este es un sitio de respeto”, me responde. “Yo siempre voy de frente, aquí vienen jóvenes, han llegado luego de dejar las armas, si no, no hay entrada”. De modo que la prefeita no solo lidia con la política interna sino que también maneja las relaciones exteriores con las repúblicas más allá de la ocupación.

No solo las personas sin techo ocupan fábricas abandonadas en la ciudad. Uno de los grandes comandos de las Unidades de Policía de Pacificación (UPP), cerca de la ocupación que tutela Suellen, está instalado en una antigua fábrica de Coca Cola. Estas unidades comenzaron a funcionar hace un poco más de quince años y son la fuerza de choque para buscar control en las favelas, una especie de Caballo de Troya para intervención en los barrios más duros. Suellen me dice que no le gusta mucho el Estado, la desconfianza es el signo en la relación entre una muy buena parte de la población de Río y las instituciones. Los abusos de la Policía de Pacificación han jugado un papel clave en esa creciente enemistad.

Ese enfrentamiento parece estar lejos de la ocupación. Alguna línea indefinible hace que esa comunidad habite un espacio aislado, con normas propias como su arquitectura al estilo de un rompecabezas con las piezas mordidas en cada esquina. Un abismo para mirar a la ciudad de los barrios de clase media y alta, el mismo día que visité a Suellen caminé por Gávea, un barrio cercano al hipódromo, en el sur de la ciudad, y sentí que había hecho un largo viaje, que me separaba no solo un paisaje y un espacio sino un día de trayecto. Pero además de ese abismo, hay también una línea, un cerco imaginario, que parece proteger a la ocupación de algunas plagas que recorren los barrios más crudos de las favelas.

Caminando en los corredores aparece la escena familiar para la foto. Quedamos en la mitad del cumpleaños de un niño de unos cuatro años. El papá llega justo cuando pasamos con Suellen y toca improvisar un canto y un regalo. Las risas sorprendidas de los espontáneos que caminábamos por el edificio. Un minuto antes vi que el niño jugaba con un tren hecho de piedras desiguales sobre una silla Rimax. El juguete me hizo pensar en las carencias más tristes. Unos minutos más tarde, ya sentados afuera del edificio, la familia completa, papá, mamá e hijo, nos despide animada desde una moto. No todo es tan precario como parece a primera vista. Las ocupaciones son también un espacio cercano a los lugares de trabajo. Un alojamiento gratuito, transitorio, pero con algunas ventajas. Suellen trabajó durante seis años en una cafetería en el aeropuerto de Río. Tener trabajos estables y con todas las prestaciones laborales no ha impedido que lleve años viviendo en ocupaciones.

La noche antes de mi segunda visita a Suellen Colombia perdió 2-1 contra Brasil en un partido por las eliminatorias al mundial. La ciudad no se conmovió por ese triunfo, es más, no se inmutó, es más, casi ni se enteró. Le pregunto a Suellen, hincha del Flamengo, si vieron el partido y me responde con una risa burlona. Me dice que lo vieron y que la ocupación gritó con toda el gol de Vinícius Júnior que le dio el triunfo a Brasil: “Me alegró sobretodo que fuera de Vinícius, él nos reivindica contra el racismo, su gol fue maravilloso, aquí la policía trata a los negros como animales. No se grita igual un gol de Vini”, me dice sin dejar de reírse. Estamos hablando en el Día Internacional por la Eliminación de la Discriminación Racial, justo después del triunfo de Brasil: “Vini es muy oportuno”, me remata. Muchos gestos en Río, los más evidentes y los más inesperados, responden a la discriminación racial. No importa que Suellen no sea una mujer negra, el color de la piel ha marcado las injusticias de la ciudad, divide los barrios y se recuerda en todos los ámbitos. En la música, las protestas, la celebraciones de gol…

El proceso sobre los dos edificios sigue su curso en los juzgados de Río. Los hijos del dueño de la antigua fábrica esperan un fallo. Los acreedores esperan un pago. Los habitantes de la Ocupação Daru no saben de trámites y papeles. También ese mundo de formalidades está lejos. Le pregunto a Suellen por la esperanza de ir a un sitio más estable, de vivir en un lugar menos incierto. Responde con una certeza: “Me da temor, ya tengo una vida aquí, ya tengo un lugar, no sé cómo va ser en otra comunidad”.