A Suellen le entran mensajes a toda hora en su celular. Un grupo de WhatsApp la bombardea durante su trabajo esporádico como empleada doméstica, la sobresalta en la noche, le toca el hombro el día que decide irse de playa. Es una especie de consejo de administración permanente. Debe arreglar pleitos, aconsejar jóvenes, distribuir turnos, hacer llamados de atención, recordar a cada momento que solo como comunidad podrán vivir, que la precariedad solo se puede sobrellevar con calma y respeto. “La vida no es fácil para todos. Yo no vivo solo mi vida, vivo la vida de los más próximos, me pongo en su lugar. Somos libres, somos una comunidad, todo se conversa”. Suellen lo dice con convicción mientras el sol de la tarde la hace ver tan verdadera. La ilumina de frente cuando contiene una lágrima porque lo suyo es la risa. Su tarea hace pensar en las unidades de grandes edificios con vivienda de interés social que viven al borde del fracaso y el tropel en muchas ciudades del mundo. Los problemas de la vida vertical se manejan mejor en esa copropiedad donde todas las zonas son comunes.
La conversación, en medio de esa mezcla de portugués y español, entrega equívocos y revelaciones. Por momentos el portugués es un español contado en sinónimos, con palabras que dan nuevos significados, agudezas imprevistas. El próximos que usa Suellen es tal vez un prójimos, me ha dicho que dios está por encima hasta de su hija, y ese giro, ese cambio de una jota por una equis define bien toda nuestra charla. “Prójimo: persona próxima, que por pertenecer al género humano debe ser objeto de caridad y solidaridad”.
Al final de uno de los pasillos hay una ventana recién hecha a cincel para ventilar un poco. Una claraboya. Me asomo para tomar algo de esa luz y me sorprenden dos jóvenes que conversan en la calle, al lado de un poste. Cada uno carga un fusil en medio de la charla relajada. He visto esa misma imagen en esquinas de varias favelas. Pero esta vez la sorpresa me encandila. Le pregunto a Suellen por el papel de los grupos armados, las bandas, los combos, los llamaríamos en Medellín. “Aquí es una ocupación, aquí no es de ellos, este es un sitio de respeto”, me responde. “Yo siempre voy de frente, aquí vienen jóvenes, han llegado luego de dejar las armas, si no, no hay entrada”. De modo que la prefeita no solo lidia con la política interna sino que también maneja las relaciones exteriores con las repúblicas más allá de la ocupación.
No solo las personas sin techo ocupan fábricas abandonadas en la ciudad. Uno de los grandes comandos de las Unidades de Policía de Pacificación (UPP), cerca de la ocupación que tutela Suellen, está instalado en una antigua fábrica de Coca Cola. Estas unidades comenzaron a funcionar hace un poco más de quince años y son la fuerza de choque para buscar control en las favelas, una especie de Caballo de Troya para intervención en los barrios más duros. Suellen me dice que no le gusta mucho el Estado, la desconfianza es el signo en la relación entre una muy buena parte de la población de Río y las instituciones. Los abusos de la Policía de Pacificación han jugado un papel clave en esa creciente enemistad.
Ese enfrentamiento parece estar lejos de la ocupación. Alguna línea indefinible hace que esa comunidad habite un espacio aislado, con normas propias como su arquitectura al estilo de un rompecabezas con las piezas mordidas en cada esquina. Un abismo para mirar a la ciudad de los barrios de clase media y alta, el mismo día que visité a Suellen caminé por Gávea, un barrio cercano al hipódromo, en el sur de la ciudad, y sentí que había hecho un largo viaje, que me separaba no solo un paisaje y un espacio sino un día de trayecto. Pero además de ese abismo, hay también una línea, un cerco imaginario, que parece proteger a la ocupación de algunas plagas que recorren los barrios más crudos de las favelas.