Número 134 // Mayo 2023
Vuelta a Colombia, Horacio Gil Ochoa, 1965. Archivo fotográfico BPP.

Gentes a la vera del camino

Por MARÍA ALEJANDRA BUILES
Gestora Archivo Fotográfico BPP

En 1951 cuando se dieron los primeros pedalazos de la Vuelta a Colombia, en la Avenida Jiménez, en Bogotá, las voces que hablaban del ciclismo colombiano retumbaron en la radio, hicieron eco en la prensa que se atestó de noticias e imágenes alusivas al deporte que pondría a Colombia en boca de todo el continente. Los primeros 35 escarabajos que recorrieron el país en medio de las penurias de las trochas destapadas, de las curvas empinadas, del clima agreste, convirtieron esta carrera ciclística en una tradición que convocó una fanaticada de espectadores que año tras año salieron a la orilla de los caminos a esperar con ansia el paso fugaz de sus ídolos. Claro está que los reporteros curiosos no se hicieron esperar, algunos pasaron desapercibidos entre una vuelta y otra, otros por el contrario retrataron la esencia más allá de la anhelada meta, se instauraron en las glorias e infortunios del camino.

Horacio Gil Ochoa se convirtió en uno de los artífices de la historia del ciclismo narrada en fotografías que develan instantes de gloria, dolor, esfuerzo y tragedia en medio de caminos de herradura. Las curvas, las lomas teñidas de pantano, las piedras y los recovecos recorridos por los ciclistas fueron el escenario predilecto para capturar el trasfondo de momentos que atestiguan la sensibilidad del ojo detrás de la cámara. Una mirada pulida que, lejos de pensar en la meta y la gloria del escarabajo ganador, vivía la experiencia al paso de las bicicletas. Gil Ochoa se trepaba en los incipientes carros de la época, en motos improvisadas que perseguían sin tregua; en una búsqueda constante por pisar el obturador y dejar el registro del suspiro desgarrador, de los rostros extenuados, del dolor de la caída, del inesperado pinchazo, de la soledad del camino. Esos ojos prodigiosos fueron fieles a la ruta, evidenciaron cómo el ciclismo atravesó un país rural con atisbos de desarrollo urbano.

Horacio persiguió cerca de veintidós vueltas en las que, más allá de los ciclistas, los espectadores se convirtieron en un eje central de los fotogramas, que al margen de su cuidadosa composición cuentan historias. Están las gentes a la vera del camino: la mujer coqueta que sale embambada a recitar arengas y tirar flores; la inolvidable viejecita que recibe a los ciclistas con frutas y alimentos en su paso por Manizales; los alimentadores corriendo al ritmo de la bicicleta para dar “mano a boca” el añorado alimento al escarabajo hambriento; los niños curiosos que miran con asombro y volean la mano, mientras sus ídolos pasan como una ráfaga de aire. Son imágenes que están impregnadas de sensibilidad ante lo humano que hay más allá de las dos ruedas.

La solidaridad en el camino es recurrente en las fotos de Gil Ochoa. Muchas son seguramente el resultado de un disparo accidental que se convierte en un momento de inspiración e impacto. El agua aparece como un motivo fotografiable, símbolo de solidaridad de aquel ser caritativo de a pie que recurre ante la necesidad del ciclista maltrecho, urgido por refrescarse.

Entre tantos actos solidarios, una mujer campesina está en la orilla de una carretera polvorienta, su mano queda extendida sosteniendo un recipiente metálico, el agua está suspendida en el aire ocultando el rostro del hombre de la bicicleta. A su espalda una niña atestigua la escena de la mujer que aparece como un zahorí en el desierto. A lo lejos el paisaje montañoso enmarca el momento que evoca una escena cinematográfica.

Horacio documentó la historia del ciclismo colombiano con una pasión desmedida que quedó plasmada en aproximadamente cincuenta mil fotografías. El trasegar del camino fue un motivo que lo catapultó como un hombre cargado de emotividad y sensibilidad ante lo que podría pasar desapercibido por cualquier ojo distraído. Sus imágenes se convirtieron en un ícono del ciclismo y él en el hombre de la cámara y la bicicleta.