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Al sol le queda una hora para desaparecer, son casi las cinco de la tarde. Fausia toma un balde de la casa y se dirige al río para llenarlo, necesita agua para cocinar la cena. Llega a la orilla, introduce el cubo en el arroyo y de pronto siente como un par de manos le aprisionan los brazos por detrás, la inmovilizan. Otra mano tapa su boca. Ella forcejea, la insultan; ella sigue braceando, le ponen un cuchillo en el cuello y la increpan: “¡El dinero! ¡Danos el dinero de los proyectos!”. No entiende. “¡El dinero!”. Ella responde que no tiene ningún dinero, cuál dinero. La golpean, la tiran al suelo, le sueltan una lluvia de patadas en el pecho y en las piernas. Son dos hombres, están encapuchados. Uno se le tira encima, le vuelve a poner el cuchillo en el cuello; el otro se queda de pie en el río, vigila que nadie llegue. Fausia ve la cicatriz en el brazo del hombre que tiene encima y que intenta someterla a golpes. Ella trata de resistir pero el terror le está arrebatando las fuerzas. Siente que el tipo le sube el vestido, el miedo la inmoviliza, el puñal sigue en su cuello, el hombre se desabrocha el pantalón. Le escucha decir: “Ah, ¿no hay dinero? Entonces vas a pagarlo de otra forma”.
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Fausia queda tirada en el suelo, le cuesta recuperarse. Con mucho esfuerzo se levanta y arrastrando los pies consigue acercarse a su casa. Su padre, que no escuchó nada, la ve llegar bastante malherida. La auxilia. Fausia solo le dice que dos hombres la golpearon mientras recogía agua en el río. Él va hacia el río a ver si los atrapa, solo encuentra el balde quebrado y rastro de forcejeo sobre la arena. Ella no le cuenta nada más, prefiere llamar a su madre, le pide que regrese urgente de Tegucigalpa.
La madre no alcanza a tomar el último bus a Catacamas, llega al otro día en el primero. Fausia le cuenta que la agredieron. “Me golpearon, me patearon, me insultaron”… Y con mucho dolor y mucha vergüenza mira a su madre, suelta lo que no quiere verbalizar: “Uno de ellos me…”. Ambas se quieren morir, se funden en un abrazo, se bañan en una tormenta de llanto. No saben cuánto tiempo pasan así. Después intentan calmarse, tienen que tomar la primera decisión: contárselo al padre. Este las escucha, amenaza con ir a matarlos. Ellas lo convencen de que no, con eso no consigue nada. Ahora deben tomar la segunda decisión: ¿denunciar?
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Fausia no lo hizo enseguida, estaba tan golpeada y en tan mal estado que necesitó tiempo para recuperarse, a los quince días su mamá la llevó a una clínica privada porque estaba convencida de que se le iba a morir. Solo en eso pensaba Fausia, en morirse. Los hechos se repetían en su cabeza una y otra vez. Además, identificaron a los agresores, ella supo que eran sus vecinos, Luis Ángel Cruz Palma y Douglas Armin Cruz Espinal, y solo pensar en encontrárselos le provocaba el vómito. Estaba asqueada de sí, lograron que se odiara. Y una idea empezó a anidar en su cabeza y atormentarla, entonces llamó a su madre.
—Mamá, a mí esta gente me hizo eso, yo necesito una prueba de embarazo.
Dio positivo. Creyendo que no podía romperse aún más, la vida de Fausia siguió partiéndose en pedacitos. Su madre y su padre le rogaron que sobreviviera, le recordaron que era una mujer valiente. Pero estaba destruida, tan hundida que el 12 de diciembre de 2015 la volvieron a llevar a un centro clínico porque otra vez pensaron que se moría. Por eso su madre siempre dijo en las audiencias que ella había quedado en coma. El médico observó su retraimiento, la vio arisca, notó que Fausia percibía su entorno como amenaza, vio las huellas que aún quedaban en su cuerpo de la golpiza, le preguntó qué le pasaba. Ella le contó lo ocurrido. Sin perder tiempo le hizo otra prueba de embarazo y confirmó el positivo. Le dijo que tenía que denunciar y la remitió a la Dirección Policial de Investigaciones, la DPI.
Fausia salió de ahí directo a la DPI a poner la denuncia, allá tuvo que narrar los hechos a un funcionario y una vez terminada la declaración, la dirigieron a Medicina Forense del Ministerio Público. Un médico forense la atendió, no había acabado el día y ya era el tercer hombre desconocido al que tenía que contarle, con sumo detalle, todo el relato de la agresión sexual que sufrió. Ahí le hicieron otra evaluación, examinaron con minuciosidad sus partes íntimas buscando rastros del ataque, nuevamente una persona extraña la tocaba. “Certificaron” que efectivamente estaba embarazada y le tomaron unas fotografías “para el proceso”, por si ella quería seguirlo o no.
El médico le dijo que debía enviar los análisis a la sede principal en Tegucigalpa, la remitió a psiquiatría de medicina forense en esa sede, y a hacerse los exámenes de VIH y otras enfermedades de transmisión sexual en el hospital San Francisco en Juticalpa, un municipio más cercano a Catacamas. Y antes de concluir la revisión, le soltó una precisa advertencia.
—Recuerde que en el país está prohibido abortar. Y nosotros como Ministerio Público ya sabemos que usted está embarazada por una violación. Cualquier situación de riesgo que sufra el feto o el bebé será penalizada, si usted atenta contra él, se va a ir presa.
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Fausia no va a psiquiatría en Tegucigalpa porque no tiene dinero, días después, y porque presenta un sangrado, sí asiste al hospital de Juticalpa. Está esperanzada en que esté teniendo un aborto. Su situación es una tortura, un constante recordatorio de la agresión. Rechaza todo lo que le está ocurriendo por dentro. No sabe qué hacer con eso. En el hospital la revisan, deben hacerle los exámenes que ordenaron en medicina forense para detectar posibles ETS, pero, priorizando el sangrado, la llevan a ginecología. Alguien dice que efectivamente puede estar en un proceso de aborto. Le introducen un espéculo para confirmar. De repente y con mucha algarabía, la doctora grita: “Está vivo, está vivo”. Fausia la mira horrorizada, se le ensombrece el rostro, la doctora tal vez lo nota porque de inmediato le devuelve una mirada de desprecio y le suelta: “Está vivo y da gracias a dios que está vivo porque si no, te vas presa”. Fausia llora ante el regaño, la asusta la amenaza, si hubiera tenido un aborto espontáneo, hubiera ido a la cárcel. Nadie repara en su historia, el personal médico por sospecha la trata como criminal. La culpable es ella.
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—¿Tú crees que te trataron así porque estaban confabulados con los que te agredieron? Quiero decir, a ti te agredieron como represalia por defender tu tierra, ¿ellos harían parte de esto? —le pregunto a Fausia intentando entender la actitud del personal médico que la atendió y que me resulta miserable.
—No, no, ellos no sabían. Ese es simplemente el trato que recibe cualquier mujer pobre o vulnerable en Honduras.
—¿Y qué hiciste?
—Me asusté tanto que me fui de ahí. Me fugué con mi mamá que me estaba esperando afuera, no me hice exámenes de VIH ni nada. Yo estaba desolada. No me resignaba a esa situación. Iban pasando los meses y yo no encontraba qué hacer. Es que yo ni siquiera sabía que en el país era ilegal abortar en estas situaciones, digo, como producto de eso que me pasó. Yo no sabía nada.
—¿No sabías?
—No, acá no tenemos educación sexual y nosotros como comunidad indígena aún menos. Yo no sabía nada.
—¿No tienen educación sexual en Honduras?
—No —interrumpe Regina Fonseca, cofundadora del Centro de Derechos de Mujeres, una mujer amorosa y con un sentido del humor finísimo, que me acompaña mientras hablo con Fausia—. La presidenta vetó la ley de educación sexual.
—¿La presidenta? ¿Xiomara Castro?
—Sí.
—¿Y no se supone que ella era de izquierda, progresista?
—Ah, ¿y cómo es Petro en tu país?
—…
—Es que el lobby de la religión en la política es muy fuerte —dice Fausia tomando de nuevo la palabra.
Grosso modo, esto fue lo que pasó. El 8 de marzo de 2023 y luego de ocho años de intentarse, con 57 votos a favor y 40 en contra, el Congreso de Honduras por fin aprobó la Ley de Educación Integral de Prevención al Embarazo en Adolescentes. Como respuesta, el 22 de julio, sectores religiosos, políticos y movimientos de padres de familia marcharon en contra de la ley argumentando que buscaba implantar “la ideología de género” en niños y niñas. Una semana después, Xiomara Castro publicó en Twitter: “Veté esta Ley, por no cumplir su finalidad de ser integral”. La presidenta progresista y con programa feminista prohibió una ley de educación sexual en un país en el que 71 622 niñas y adolescentes dieron a luz entre 2020 y 2022, según datos de su propia Secretaría de Salud.
Honduras es cruel con el cuerpo femenino. Hay otro dato en su Sistema Nacional de Información Educativa: 5241 embarazos de niñas entre los 8 y 17 años; 1179 son menores de 14 años. Su Código Penal tipifica como violación mantener relaciones sexuales con menores de catorce años. Pero cuando estas menores quedan embarazadas e intentan interrumpir su estado, es a ellas a quienes criminalizan, las investigaciones correspondientes no avanzan contra el autor del delito. Honduras es más que cruel, ultrajan a sus mujeres y como respuesta las somete a la maternidad forzada.
—Es tan horrible todo acá. Cuando me pasó eso yo ni sabía que la PAE existía, no sabía qué era eso. Si hubiera sabido… —dice Fausia dejando ir su mirada al suelo.
—¿La PAE?
—Píldora Anticonceptiva de Emergencia —contesta de forma automática Regina—. Aunque en ese momento tampoco era legal.
Durante diez años la PAE fue legal, pero el 2 de abril de 2009 el Congreso Nacional, cuyo presidente era Roberto Micheletti, decretó prohibir la PAE y cualquier fármaco anticonceptivo por considerarlo abortivo. El 15 de mayo, el presidente de la república, Manuel Zelaya, vetó este decreto por constituir “una clara violación al estatus de Estado laico y a los derechos humanos de las mujeres”. Mes y medio después le dieron el golpe de estado a Zelaya y Micheletti fue declarado el sucesor de facto, al asumir el poder, prohibió definitivamente la pastilla.
En parte del imaginario popular, se cree que a Zelaya le dieron el golpe de estado por defender la píldora. Y no importa cuántas veces se explique que es un fármaco que solamente impide la ovulación, que no es un método abortivo, la libertad sexual de las mujeres siempre será un arma política.
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A tres días de cumplir cuatro meses de embarazo, el 10 de marzo de 2016, Fausia llegó por primera vez al Centro de Derechos de Mujeres (CDM) buscando ayuda. Gracias al liderazgo de ella y su familia, logró una audiencia con el representante de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos en Honduras. Puso en conocimiento su caso y fue él quien la dirigió al CDM.
Llegó con una conmoción evidente, con llanto fácil, ansiedad, desesperanza frente a su futuro y una desnutrición visible. Así lo consigna un informe de la visita. Quería interrumpir su estado, buscaba orientación legal para hacerlo. Y de no ser posible, quería dar “el producto de la violación” en adopción. Allí le explicaron el riesgo en el que ya estaba por el tiempo de embarazo en caso de lograrse la interrupción, y le plantearon un escenario inesperado en cuanto a la segunda opción: el asunto del ADN.
—Para mí todo era una tortura. Me sentía completamente desamparada —recuerda Fausia—. Cuando puse la denuncia, el médico forense me dijo que debía esperar seis meses para hacer una prueba para determinar el ADN y hacer la comparación con la del agresor, dijo que se hacía en Estados Unidos y que era muy cara, pero que yo la podía hacer. La otra opción era esperar los nueve meses a término para hacer la prueba.
La denuncia continuaba, la prueba de ADN era determinante para confirmar la identidad del agresor. Y el CDM le explicó a Fausia que el Ministerio Público pediría esta prueba y que nadie podía negarla. En el caso de la adopción, eso podía significar que quien tuviera la guarda del menor en cualquier momento debía llevarlo a Medicina Forense para que le practicaran el test. Y otra posibilidad era que una vez el violador saliera de la cárcel podría intentar ubicar a los adoptantes y pedir la paternidad. El escenario no podía ser más aterrador.
Ese mismo mes, Fausia empezó a recibir amenazas. Una vez acabó la agresión y antes de salir corriendo, los agresores le advirtieron que si ella los denunciaba, la mataban. Y no tenía claro que ellos supieran de la denuncia pero empezaron a hostigarla: gritaban en la puerta de su casa, se la macheteaban, la vigilaban cuando iba al río y a su hijo de siete años le hacían lo mismo cuando iba a la escuela. Antes de acabar marzo, salió desplazada de la comunidad.
El CDM perdió contacto con ella, pero en junio llamaron al Ministerio Público para estar al tanto de la denuncia. Allá les dijeron que no había ingresado y las remitieron a la Policía. Supieron que el agente Marvin Colindres había hecho la investigación y estaban pendientes de que remitiera el informe. Una semana después lograron contactar a la madre de Fausia y esta les dijo que el parto estaba programado para julio. El CDM volvió a llamar a Colindres para notificarle esta fecha y pedirle que se practicaran las pruebas de ADN tanto a Fausia como al menor. El agente asintió y dijo que enviaría la solicitud a la Fiscalía de Catacamas para que lo ordenara.